Milio Mariño
Mucha gente ha llegado a la conclusión de que, mientras dure la crisis, es mejor no pensar. Los creyentes de izquierdas por una razón muy pragmática, por qué se han dado cuenta de que dios está más cerca de los banqueros que de los desahuciados por las hipotecas. El resto, es decir, los apolíticos de toda la vida, porque les gusta que se haya impuesto la cultura del ahorro y ahorran en comerse el tarro lo que el Gobierno en sanidad y en educación.
Yo lo haría si pudiera; pensar no es una exigencia vital. No lo es, al menos, como puede serlo hacer de cuerpo con cierta regularidad. Pero eso va en naturalezas y aunque, en mi caso, la inteligencia tropieza pronto con el límite de su incapacidad, insisto en darle vueltas a todo hasta que me sale humo por las orejas.
La ventaja es que duermo como un lirón. Debe ser que tengo la conciencia tranquila. Lo malo es cuando despierto. Ahí empieza lo malo porque, sin que pueda evitarlo, se me pone un nudo en la garganta que sube y baja movido por la angustia de encontrarme con nuevos recortes, la revisión, o no, de las pensiones y el hostigamiento constante de eso que llaman lo irremediable. Así es que cuando me siento frente al café con leche no me atrevo ni a abrir el periódico. Estoy un rato largo con los ojos cerrados y sumido en un atronador silencio, que digo yo que será el de la impotencia, el dolor inútil y el esfuerzo de tres décadas en la brecha para, al final, verme vencido.
No hace falta que lo insinúen, sé que estoy mal. Estás como Alonso Quijano, oí, hace unos días, que me decía una voz que debía ser la de Rajoy. Nada de fantasmas ni cosas por el estilo. Tenía la radio puesta y de la radio salía una voz que, supongo, era la suya. No creo que haya otro que ensalive las palabras y se exprese como un fonógrafo.
Igual no iba por mí, estoy tan susceptible que me mosqueo, incluso, cuando oigo que Rajoy habla de Don Quijote.
Pero tiene sentido, podría referirse a que salgo por ahí, me apunto a cualquier manifestación y vuelvo descalabrado. Quizá me hablara como hablaría Sancho, que es quien representa el apego a los valores materiales, mientras Don Quijote ejemplifica la defensa de un ideal libremente asumido. Claro que a diferencia del Sancho autentico, que no se ríe del empeño de Don Quijote y siente tristeza al verlo fracasar en su lucha por unos ideales que deberían ser posibles, el Sancho Rajoy celebra que los encantadores escamoteen la realidad y nos hagan ver molinos de viento donde hay gigantes, ventas de tres al cuarto donde hay castillos y pobres arrieros donde todos son malandrines que se han hecho ricos con el ladrillo.
Ya dije que pienso, no puedo evitarlo, y el problema es que llevo una semana a vueltas con eso. Con el consejo de que no haga el Quijote, que no salga a la calle a deshacer entuertos y pelearme con los antidisturbios. No pienso cambiar de idea, no está en mis cálculos hacerle caso. Estoy convencido de que en algún capítulo de alguna lógica aún inédita, tal vez se explique qué Don Quijote hacia lo correcto y el equivocado era Sancho.
Artículo de Opinión/ La Nueva España
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Milio Mariño