lunes, 25 de mayo de 2020

Un ejército de sanitarios

Milio Mariño

No sé si serán pocos o muchos los que hayan llegado a una conclusión parecida, pero para algunos, entre los que me incluyo, las guerras de pegar tiros se han acabado. Las guerras en el futuro, o quien sabe si ahora mismo, se harán con virus y medios informáticos. Ya lo anticipó Bill Gates cuando dijo: “Si algo ha de ser capaz de matar a más de 10 millones de personas, probablemente será un virus muy infeccioso más que una guerra. No serán misiles, sino microbios”.

En ello estamos. El Covid-19 no solo nos ha metido el miedo en el cuerpo, sino que nos ha traído la inquietante sensación de que se acabó una época y llega otra radicalmente distinta. Otra que nos induce a pensar que aquello que se decía de la III Guerra Mundial, a lo mejor, era esto: un enemigo invisible y global que, para combatirlo, exige invertir en sanidad antes que gastar miles de millones en unas armas que, por muy sofisticadas que sean, no tienen ninguna utilidad. Ya me dirán de qué puede servirnos que, para combatir la invasión de un virus, echemos mano de La Legión y la mandemos desplegarse, en ataque, con sus fusiles al hombro y la cabra abriendo camino.

Visualizar esa imagen nos lleva a pensar que estaríamos más cerca del siglo XIX que del XXI, de modo que tal vez haya llegado el momento de abrir un debate sobre la utilidad de tener un ejército. Un ejército de militares profesionales, que en realidad son soldados a sueldo; mercenarios dispuestos a defender no ya su país sino a quien los contrate y les pague por ello.

Con todo, tampoco somos la excepción. Otros países, de nuestro entorno, tienen un ejército parecido, lo único que el gasto de España, en defensa, es de los más comedidos. En 2018 fue de 16.360 millones de euros, un 3,09% del gasto público. Una cifra que está por debajo de lo que exige la OTAN. No obstante, tenemos 79.000 soldados y marineros cuya misión, se supone, es defendernos y proteger nuestras fronteras de cualquier ataque o invasión de nuestros vecinos. Es decir, de Francia, Portugal y Marruecos, un escenario de confrontación que no existe, pero al que dedicamos miles de millones, comprando armas que no vamos a usar y pagando a unos soldados que solo nos parece que tengan utilidad cuando intervienen en una catástrofe: en unas inundaciones, apagando incendios forestales o desinfectando las residencias de ancianos.

Ahora mismo, esa es la realidad del ejército. Por contra, lo que demanda el futuro no son soldados, sino más sanitarios. Unas fuerzas armadas, de bata verde y fonendo al cuello, que sean capaces de protegernos de nuevas y mortíferas enfermedades. Para esa guerra es para la que deberíamos estar preparados y no para la otra. De modo que, antes de almacenar balas que nunca usaremos y tanques que se oxidan de viejos, es mejor que almacenemos material sanitario.

Hablo de la sanidad y el ejército no por capricho, sino porque han sido las instituciones y los medios quienes se han referido al Covid-19 llamándolo el enemigo y diciendo que estamos en guerra. Pues bien, si como dicen, estamos en guerra, los militares deberían hacerse a un lado y, en la Fiesta Nacional del próximo 12 de octubre, dejar que desfilara el personal sanitario. Es el ejército que nos está salvando.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 18 de mayo de 2020

Tonterías, las justas

Milio Mariño

Es lógico que sintamos admiración por las personas que tienen mucho poder o mucho dinero. Si han llegado tan alto, solemos decir, por algo será. Claro que después, cuando observamos lo que hacen, o dicen, algunas de esas personas, la imagen mitificada se desmorona y nos queda la cara como el culo de un mono. Descubrimos que entre los grandes potentados y los altos cargos de la política hay unos cuantos, en realidad bastantes, que son tontos muy tontos. Y, entonces, la admiración se convierte en asombro y pasamos a preguntarnos cómo es posible que alguien tan tonto haya hecho tanto dinero o haya llegado tan alto.

Así es. Todos nos hemos sorprendido con las idioteces y las salidas de tono de algún político o personaje famoso. Debe ser que tal vez olvidamos que ser tonto y tener dinero o desempeñar un cargo importante, no sólo no es incompatible, sino que, con desgraciada frecuencia, son características que concurren en una misma persona. Hay casos tan evidentes que seguro que ya estarán pensando en alguno. En alguien que nos resistimos a creer que pueda ser tonto, pero que se ha ganado ese calificativo a pulso por las tonterías que hace o dice sin cortarse ni un pelo.

Que llame tontos a esos personajes de la política, que suelen decir tonterías, no significa que los meta a todos en el mismo saco. Habrá unos cuantos que sean tontos, otros idiotas, algún imbécil y más de un caradura, de modo que cada cual puede poner lo que considere oportuno al lado del personaje que haya elegido.

Por lo que a mí respecta, pienso que Donald Trump, Boris Jhonson, Jair Bolsonaro, Isabel Ayuso y otros cuantos han hecho méritos, por sus declaraciones sobre el Covid-19, para que los incluyamos en esa lista de imbéciles que según el filósofo Maurizio Ferraris no habitan solos en el vacío, sino que necesitan un contexto, es decir un entorno, que los adule, haciéndoles creer que sus tonterías son propias de una mente brillante y que los tontos somos nosotros. Algo muy peligroso porque si nos atenemos al viejo refrán: “Cuando un tonto coge un camino, el camino se acaba y el tonto sigue”.

Para acallar el aluvión de críticas han salido al paso algunos expertos, imagino que los expertos que trabajan para los tontos, apuntando que cuando Trump recomienda beber lejía o Ayuso, a propósito del hospital de IFEMA, dice que la mortalidad allí fue baja porque los techos del local era muy altos, no deberíamos tener en cuenta el nivel intelectual que sugieren esos mensajes pues es tendencia, en los políticos de todo el mundo, que abandonen el discurso racional y el pensamiento analítico para dirigirse a los ciudadanos con mensajes simples y sencillos. Justificación que cabe entender como que los políticos dicen esas chorradas para hacernos creer que son tontos, pero de tontos nada. Se hacen los tontos para pegárnosla. Para que piquemos como en el timo de la estampita.

Quién sabe, a lo mejor es verdad. De todas maneras, tanto si es tontería como maldad, no creo que sea bastante con lo que estamos haciendo, que es reírnos. Reírnos está bien, pero tenemos que luchar contra la estupidez. Atajar esas tonterías porque si, al final, todo se queda en unas risas, lo mismo hay quien vuelve a votar a esos imbéciles. Y sería imperdonable que volviera a ocurrir.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 11 de mayo de 2020

Arremangarse por España

Milio Mariño

Cuando escampe la que está cayendo, por este Covid-19 que mata a los viejos y a los jóvenes los deja sin empleo, la situación de España será tan complicada que necesitará que todos nos arremanguemos para echar una mano, o las dos si hace falta. No valdrá la disculpa de tenías que haberme llamado ayer y me llamaste hoy por la mañana ni tampoco la de yo con ese no me junto y si está él no cuentes conmigo. Habrá que contar con todos porque todos somos necesarios y nadie es más que otro ni menos tampoco. Así que sobra el orgullo mal entendido, la soberbia y la distinción por colores. Si se empieza por abordar el problema en plan rojos y azules, y no por la necesidad de un acuerdo, mal empezamos. Serían ganas de no decir a las claras si se está dispuesto a arrimar el hombro o la idea es empujar hacia el precipicio. Algo no descartable pues solo hay que acordarse de lo que dijo Cristóbal Montoro cuando la crisis de 2008: “Si cae España que caiga que ya la levantaremos nosotros”.

Aquello fue una irresponsabilidad entonces y lo sería más todavía ahora. Lavarse las manos y negar cualquier compromiso, haría mucho daño y no resolvería nada. El sálvese quien pueda y leña al Gobierno, para aprovechar la catástrofe y rentabilizar el descontento en las próximas elecciones, no estaría en consonancia con lo que desean la mayoría de los españoles, quienes están demostrando un sentimiento comunitario y una disposición a ser solidarios como nunca se había dado. Una postura lógica si tenemos en cuenta que el Covid-19 no es el mal de unos sino el mal de todos.

Aun contando con eso, cobra fuerza la sensación pesimista de que el acuerdo no será posible porque algunos de los protagonistas no están a la altura de los que firmaron el Pacto de la Moncloa. Anteponen, a cualquier solución, recuperar el poder convencidos de que el poder les pertenece y no puede estar en otras manos. Así que ahora veremos si son capaces de arremangarse y firmar un acuerdo. Las tragedias desnudan a los vendedores de humo y ponen a cada uno en su sitio.

Que dirijamos las críticas, especialmente, hacia la oposición no quiere decir que demos por bueno todo lo que hace el Gobierno. El Gobierno ha hecho unas cosas bien y otras no. Pero, incluso no acertando, una mala idea no lo es tanto cuando nadie propone otra mejor. Ese es el tema, que no se conocen otras propuestas, de la oposición, que la bandera a media asta y la corbata negra de luto. Eso, y el temor a que el Gobierno pueda salir reforzado y se demuestre que es posible salir de la crisis con una mayor justicia social. De ahí que, antes de sentarse a la mesa, algunos planteen cosas inaceptables como que el Gobierno de coalición se rompa o no se cuente con Unidas Podemos.

Así no vamos a ninguna parte. El objetivo no puede ser cargarse al Gobierno, sino salir lo mejor posible de esta situación terrible generada por la pandemia. España necesita un acuerdo de todos que sea, además, solidario. Se impone, por tanto, que los políticos se arremanguen y olviden sus diferencias. Los que a las ocho de la tarde aplauden desde los balcones están deseando aplaudir, también, ese acuerdo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 4 de mayo de 2020

Mi Gato

Milio Mariño

El anuncio de que, poco a poco, dejaremos de estar confinados y la circunstancia de que esté viviendo dos vidas, la que vivo encerrado y la que imagino en libertad, hicieron que me fijara, de una manera muy especial, en cómo vive mí gato. Un Shorthair de color humo al que llamo Pipo y del que disfruto a ratos. Solo cuando él quiere, claro, porque si no quiere ya puedo ponerme como me ponga que no me hace ni caso. Se defiende de que quiera domesticarlo y me mira con ese aire de superioridad con el que suelen mirar los gatos para advertirnos de que son ellos quienes eligen y no al revés.

Les hablo de mi gato porque, más o menos, a la semana de estar confinados, se subió encima de la mesa, se sentó junto al ordenador y me miró, fijo, a los ojos como quien dice: ¿A qué jode estar encerrado?

Estoy seguro de que eso fue lo que dijo y no crean que lo hizo a modo de pregunta sino con un tono de reproche que incluía echarme en cara que lo tuviera encerrado en casa y lo obligara a sobrevivir comportándose de un modo contrario al de su propia naturaleza.


Yo sabía, como sabemos todos, que los gatos son animales libres, pero no me había parado a pensar que los encerramos en nuestras casas y, para ellos, viene a ser como si los metiéramos en una celda y los condenáramos a cadena perpetua. Así que no tuve por menos que avergonzarme y reconocer, en voz baja, que no solo compartía aquel sentimiento de falta de libertad, sino que estaba aprendiendo a vivir encerrado gracias a él. Me tenía asombrado esa capacidad suya para seguir siendo, a la vez, salvaje y doméstico. También yo me sentía como un salvaje domesticado. De alguna manera, y por supuesto a la fuerza, vivía sin tener vida. Vivía como mi gato solo que él parecía, incluso, feliz.

Los primeros días de encierro los pasé convencido de que solo iba a ser un paréntesis, apenas nada, pero luego, cuando a lo de estar en casa, se sumaron las muertes y el anuncio de la crisis económica, ya me dio por pensar que la vida que llevábamos era absurda y estaba justificado que nos encerraran para evitar males mayores. El caso que, en casa, también hacíamos el ridículo. El desconcierto nos empujaba a realizar actividades sin sentido y ni aun así lográbamos entretenernos.  Fue entonces cuando empecé a fijarme en mi gato y me di cuenta de que a nuestra vida frenética los gatos responden con una tranquilidad asombrosa. Son expertos en administrar la rutina. Se organizan, mejor que nadie y alternan, en perfecta armonía, el ejercicio físico, el juego y las distracciones, con el descanso más placentero.

Esta experiencia, que viví con mi gato, no pienso olvidarla. Tendré muy presente que él seguirá encerrado, viendo el mundo desde la ventana, y a mí me darán rienda suelta para que pueda volver a la vida salvaje. Una vida que no sé si será igual que antes, pero doy por hecho que cuando la realidad me supere y necesite reflexionar recurriré a mi gato como quien recurre a un botiquín emocional. Estos días de encierro sirvieron para que estableciéramos una complicidad secreta, y muy particular, que será de mutua satisfacción cuando yo aprenda a ronronear como él.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España