lunes, 29 de enero de 2018

Matar a los viejos

Milio Mariño

La semana pasada, dos chavales de 14 años, que deberían estar en el instituto, asaltaron una vivienda en Bilbao y mataron a dos ancianos. Eso la semana pasada porque, en diciembre, otros dos adolescentes, de 13 y 16 años, asaltaron a un hombre, también en Bilbao, que acabó muriendo.

Tres muertes, causadas por cuatro niños, en apenas un mes es motivo para alarmarse y estar preocupados. No obstante, la explicación que dieron las autoridades fue que se trata de hechos puntuales y que la ciudad es segura. Solo reconocieron que la edad de los presuntos culpables, y la violencia que emplearon, puede ser motivo de alarma, pero matizaron que ambos casos suponen la constatación de un fracaso social en el que están implicados muchos estamentos de la sociedad y no solo el factor policial.

Dejando a un lado el factor policial, en el que prefiero no entrar, coincido con lo apuntado. Creo que la sociedad es culpable. No les oculto que en mi opinión debe pesar que ya me considero viejo. En casa me riñen y dicen que no diga eso, pero tengo 69 años y vivo de una pensión. De modo que llevo tiempo oyendo que soy un problema y una carga para el Estado. Carga en cuanto al costo de las pensiones, la mayor esperanza de vida, nuestras enfermedades y lo que, al parecer, hacemos con nuestros votos.

Como estoy atento a ese discurso, no se me olvida que Christine Lagarde dijo hace poco que los viejos vivimos demasiado y somos un riesgo para la economía global. Que hay que hacer algo ya, pues el coste del envejecimiento es enorme y resulta insoportable para los Gobiernos, las empresas y las compañías aseguradoras.

Desconozco qué es lo que propone la “joven” directora del FMI, pero imagino que no será nada bueno. Sus declaraciones vienen a sumarse al runrún social de que los viejos hemos salido mejor parados de la crisis y estamos hipotecando el futuro de los más jóvenes.

Es lo que se oye. Han ido desmantelando el antiguo paradigma de la vejez y lo han sustituido por esa idea de que los viejos sobramos. Así es que cada día se nos trata más como a parásitos sociales que como a integrantes de la sociedad. Y el primero es el Estado. El Estado insiste en responsabilizarnos de la incertidumbre que presenta el futuro y nos señala como culpables de las desgracias que nuestra presunta longevidad, ocasionará a las generaciones que vienen detrás.

Pueden buscar dónde quieran, en editoriales, artículos de opinión o dónde les apetezca, pero, hoy en día, no encontrarán ni una sola alabanza de la vejez. Los viejos somos señalados como una carga insoportable que solo genera problemas. Una carga para todos. Para el Estado, la familia y la sociedad en general. De modo que alcanzar, hoy, la jubilación equivale a convertirse en un enemigo público. Todavía no se dice en voz alta, pero la opinión soterrada es que los viejos duran una eternidad y deberían palmarla ya. El cambio de valores de la sociedad supone que se ha pasado de respetar a los viejos a despreciarlos, con las consecuencias que ello conlleva. Eso pensamos algunos. Pensamos que, en este aspecto, el mundo ha evolucionado, a peor. Pero no me hagan caso, son reflexiones de un viejo a quien riñen en casa por decir que lo es.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

viernes, 26 de enero de 2018

Falando de reis y osos

La mio parrafada de los xueves en Noche tras Noche

El mi lio d'esta selmana ye por dos noticies que casi coincidieron nel tiempu y, en principiu, paez que nun tienen que ver. Per un llau, el rei Felipe VI vieno a celebrar el so 50 cumpleaños n'Asturies y fíxolo visitando les instalaciones que la Central Llechera Asturiana tien, en Granda, na Pola de Siero. Y per otru, resulta que la visita real casi coincidió cola muerte de la osa Tola, que la probe morrió, fai güei ocho díes, de muerte natural pos yá tenía 29 años, que según los espertos son munchos años pa lo que ye la vida d'un osu.

Foi una coincidencia… Pero como yá me conocéis y sabéis que me gusta xuntar les coses, por aquello d'a ver lo que pasa… Pos xunté la presencia del rei y lo que signifiquen los osos p’Asturies y pa la familia real.

Xuntándolo asina, primero taría aquel desgraciáu incidente protagonizáu pol Rei Favila, que la so muerte dalgunos atribúin a un osu pardu, pero que según los espertos nun hubo tal osu… Al paecer foi'l so cuñáu Alfonso, amarutáu con una piel d'osu, quien lo cosió a puñalaes.

Otra custión que tendría que ver con reis y osos foi lo que-y asocedió al padre del rei Felipe, al Rei eméritu Juan Carlos, con aquel osu pardu llamáu Mitrofán, a quién según el xefe de guardabosques rusu Serguei Starostín, enfilaron con miel y vodka pa que'l rei pudiera cazalo, ensin peligru nengunu, nuna viesca de Rusia.

Yeren otros tiempos… Yá sé que d’esto últimu nun fai tantu, pero'l mundu evoluciona y les coses camuden hasta’l puntu de qu'agora los osos muerren, como quien diz, na cama… Y los reis celebren el so cumpleaños afalagando una vaca. Foi lo que fixo'l rei Felipe na Pola de Siero. Afalagó una vaca y dixo que quería dar el so sofitu a los ganaderos asturianos.

Y mialma que lo celebramos. Celebrámoslo anque temos un pocu murnios pola muerte de la osa Tola.

Tola morrió fai güei ocho díes na so osera de Proaza. Foi una osa que se fixo famosa primero porque quedó güérfana, con cinco meses, cuando dos cazadores furtivos mataron a la madre. Depués la fama aumentó cuando tolos medios, incluyida la televisión, sopelexaron aquel romance col osu cántabru Furaco. Un romance qu'acabó cola retresmisión del actu sexual qu'apaeció en tolos telediarios ensin que les televisiones se cortaren nin un pelu. Ye más llegaron a poner a Tola como exemplu, en comparación cola so hermana Paca, que se negó a pasar pol aru y nun aceptó los requilorios del machu cántabru.

Asina qu’esta selmana pasada tuvimos de funeral y de cumpleaños. Tuvimos con un rei que vieno a Asturies a afalagar una vaca y con una osa que coló pal cielu. La vida ye eso. Ye un amiestu de llutu y fiesta… de rises y de sollutos.

Milio Mariño

lunes, 15 de enero de 2018

Días tontos

Milio Mariño

Nunca sabe uno cuando surge ese día estúpido en el que hace lo que no debería hacer. Aquello que luego no acierta a explicarse cómo fue que lo hizo y si pudiera retroceder seguro que no volvería a hacerlo. Debe ser, imagino, que hay alguna fuerza interior que puede más que la razón y, en un momento dado, nos obliga a elegir lo que no queremos. Algo así debe ser porque no se me ocurre otra cosa para explicar esos errores que, a veces, cometemos y pueden costarnos, incluso, la vida. Solemos echarle la culpa al azar, o la mala suerte, pero lo cierto es que no sabemos qué mueve ese impulso que nos desvía de adoptar la decisión correcta y nos empuja a cometer la imprudencia. Ahí están esos casos, en apariencia, absurdos que han sucedido hace poco y demuestran que muchas personas sensatas pueden tener un momento tonto y que ese momento puede acabar en tragedia.

Nuestras decisiones no siempre se guían por la racionalidad. De la estupidez nadie se libra. Eso decía Carlo M. Cipolla, que analizaba el comportamiento humano, asegurando que siempre subestimamos las consecuencias de nuestros actos estúpidos. Creo que lleva razón, de ahí que no estaría mal que nos planteáramos si no habremos dejado de cuidar de nosotros mismos hasta el punto de despreocuparnos, casi, del todo y exigir a las autoridades que nos impidan que hagamos cualquier tontería.

¿Es suficiente con una cinta de plástico, avisando del peligro, o hay que poner una valla de tres metros para que nadie pueda pasar al otro lado? ¿Basta con avisar de que nevará de forma copiosa o hay que requisar las llaves del coche a quien esté dispuesto a emprender el viaje sin tomar precauciones y aun a riesgo de quedar atascado en la nieve? ¿Deben movilizarse todos los medios para rescatar a una pandilla de amigos que apuesta por subir a L’Angliru, la noche del seis de enero, en camisa y playeros, o conviene advertirles de que el 112 no está para sacarlos del atolladero cuando la broma no sale como pensaban?

Cada caso tendrá sus matices y admitirá, seguramente, varias interpretaciones pero eso no quita para que reflexionemos sobre la necesidad de fijar límites en cuanto a la responsabilidad que nos corresponde y lo que cabe exigir a las autoridades.

Todo indica que nuestra sociedad parece haber optado por desafiar al riesgo, antes que por prevenirlo. La realidad demuestra que somos más propensos a asumir mayores riesgos que a respetar las advertencias, las cautelas y las limitaciones. Hemos evolucionado hasta tener una especie de confianza suicida en que, hagamos lo que hagamos, nunca pasará nada. Y, si pasa, para eso somos una sociedad moderna y civilizada, para que las autoridades mitiguen las consecuencias y lo más grave que se produzca sea un susto sin trascendencia.

Una explicación bondadosa, para este tipo de conducta, tal vez haya que buscarla en el alto grado de confianza que depositamos en las autoridades. Es como si pensáramos que cualquiera puede tener un día tonto y también sería mala suerte que, precisamente, ese día no estuvieran ahí para salvarnos. Pero puede ser que no estén o no lleguen a tiempo. Así es que conviene hacer caso a las advertencias y cuidar de nosotros mismos. Un día tonto puede tenerlo cualquiera pero si estamos avisados sería imperdonable que nos pasáramos de la raya.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España