Nunca sabe uno cuando surge ese día estúpido en el que hace lo que no debería hacer. Aquello que luego no acierta a explicarse cómo fue que lo hizo y si pudiera retroceder seguro que no volvería a hacerlo. Debe ser, imagino, que hay alguna fuerza interior que puede más que la razón y, en un momento dado, nos obliga a elegir lo que no queremos. Algo así debe ser porque no se me ocurre otra cosa para explicar esos errores que, a veces, cometemos y pueden costarnos, incluso, la vida. Solemos echarle la culpa al azar, o la mala suerte, pero lo cierto es que no sabemos qué mueve ese impulso que nos desvía de adoptar la decisión correcta y nos empuja a cometer la imprudencia. Ahí están esos casos, en apariencia, absurdos que han sucedido hace poco y demuestran que muchas personas sensatas pueden tener un momento tonto y que ese momento puede acabar en tragedia.
Nuestras decisiones no siempre se guían por la racionalidad. De la estupidez nadie se libra. Eso decía Carlo M. Cipolla, que analizaba el comportamiento humano, asegurando que siempre subestimamos las consecuencias de nuestros actos estúpidos. Creo que lleva razón, de ahí que no estaría mal que nos planteáramos si no habremos dejado de cuidar de nosotros mismos hasta el punto de despreocuparnos, casi, del todo y exigir a las autoridades que nos impidan que hagamos cualquier tontería.
¿Es suficiente con una cinta de plástico, avisando del peligro, o hay que poner una valla de tres metros para que nadie pueda pasar al otro lado? ¿Basta con avisar de que nevará de forma copiosa o hay que requisar las llaves del coche a quien esté dispuesto a emprender el viaje sin tomar precauciones y aun a riesgo de quedar atascado en la nieve? ¿Deben movilizarse todos los medios para rescatar a una pandilla de amigos que apuesta por subir a L’Angliru, la noche del seis de enero, en camisa y playeros, o conviene advertirles de que el 112 no está para sacarlos del atolladero cuando la broma no sale como pensaban?
Cada caso tendrá sus matices y admitirá, seguramente, varias interpretaciones pero eso no quita para que reflexionemos sobre la necesidad de fijar límites en cuanto a la responsabilidad que nos corresponde y lo que cabe exigir a las autoridades.
Todo indica que nuestra sociedad parece haber optado por desafiar al riesgo, antes que por prevenirlo. La realidad demuestra que somos más propensos a asumir mayores riesgos que a respetar las advertencias, las cautelas y las limitaciones. Hemos evolucionado hasta tener una especie de confianza suicida en que, hagamos lo que hagamos, nunca pasará nada. Y, si pasa, para eso somos una sociedad moderna y civilizada, para que las autoridades mitiguen las consecuencias y lo más grave que se produzca sea un susto sin trascendencia.
Una explicación bondadosa, para este tipo de conducta, tal vez haya que buscarla en el alto grado de confianza que depositamos en las autoridades. Es como si pensáramos que cualquiera puede tener un día tonto y también sería mala suerte que, precisamente, ese día no estuvieran ahí para salvarnos. Pero puede ser que no estén o no lleguen a tiempo. Así es que conviene hacer caso a las advertencias y cuidar de nosotros mismos. Un día tonto puede tenerlo cualquiera pero si estamos avisados sería imperdonable que nos pasáramos de la raya.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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