lunes, 28 de junio de 2021

Desenmascarados

Milio Mariño

Una de las principales noticias del sábado fue que el Gobierno anunció, con un triunfalismo indisi- mulado, que ya podemos ir por la calle, la playa, los Picos de Europa y donde quiera que no haya personas en dos metros a la redonda sin esa máscara que era obligatoria y llamábamos masca- rilla para restarle importancia. La noticia ha tenido un gran impacto por cuanto supone, según algunos, que avanzamos hacia la normalidad y, dentro de nada, todo volverá a ser como era.

Tampoco es para tanto. No llevar mascarilla es cierto que tiene la ventaja de que podemos respirar a pleno pulmón y cuando hablamos se nos entiende mejor, pero también tiene el inconveniente de que ya no será posible ocultar los sentimientos ni disimular las intenciones. A partir de ahora se acabó librarnos de los pelmazos utilizando la socorrida frase: ¡Uy no te había conocido, como llevas la mascarilla…! Tampoco podremos reírnos en un velatorio o poner cara de asco y mandar al jefe a tomar por saco sin que se note. Desenmascarados, la socialización y las buenas costumbres exigen que volvamos a gestionar nuestra ira, alegría, pena, miedo, o cualquiera de las expresiones habituales con el suficiente disimulo como para no causar daño a nadie ni, por supuesto, a nosotros.

Insisto en estos detalles porque nos habíamos acostumbrado tanto a no tomar precauciones que no sé yo si seremos conscientes de que nos hemos quedado sin protección. Detrás de la mascarilla podíamos expresarnos con libertad porque las caras parecían iguales y no transmitían ninguna emoción. Cierto que ahí estaban los ojos, que lo expresan todo y cuya lectura podía darnos alguna pista sobre los sentimientos de cada uno, pero sostener la mirada y mantener el contacto visual, además de que cuesta lo suyo, resulta incluso violento, sobre todo para los tímidos. Así que ya digo, la mascarilla suponía una cierta despreocupación y un alivio por cuanto que nos permitía camuflarnos como si viviéramos en un carnaval perpetuo.

Otra de las consecuencias que traerá consigo que la mascarilla no sea obligatoria es que tendremos que volver a entrenar los músculos de la cara. Salíamos a la calle y era como estar solo en casa, nos despreocupábamos de nuestros gestos, pero habrá que ir olvidándolo porque la rutina de antes exige que nos planteemos nuestra actividad diaria como quien se levanta por las mañanas y, junto con el vestuario, elige qué cara ponerse. No es lo mismo ir al trabajo que salir de fiesta.

Capítulo aparte serán las sorpresas. Con la mascarilla puesta todos, hasta los feos, parecíamos guapos. El cerebro acostumbra a rellenar lo que no vemos idealizándolo. Pero, claro, si la cara queda al descubierto no habrá lugar al romanticismo de imaginar que podía haber debajo del trapo. Así que no les cuento la cantidad de chascos que se avecinan. Serán multitud los que pensaban encontrarse con una cara bonita y resulta que lo más parecido a lo que imaginaban es una cara como aquellos retratos que pintaba Picasso.

Nos va a costar adaptarnos a la normalidad desenmascarada. Tanto es así que el Instituto Europeo de Psicología ya ha lanzado la advertencia de que, en los próximos días, muchas personas serán víctimas del síndrome de la cara vacía. Al parecer, cuando todos vayamos sin mascarilla, habrá muchos que sientan inseguridad y miedo al ver que ni ellos ni quienes tienen enfrente llevan nada que les proteja.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

domingo, 20 de junio de 2021

Volver al mar

Milio Mariño

El mar es como mi jardín. Puedo verlo desde la ventana de mi casa y si quiero y me apetece también veo atardecer. Soy un privilegiado, lo sé, pero no lo digo por presumir. Faltaría más. Lo digo porque mañana entra el verano y el buen tiempo nos permitirá no solo ver el mar sino tocarlo, sentirlo y dejar que nos acaricie la piel. Algo que es tanto como decir que la vida no está hecha de horas sino de esos momentos que luego, tiempo después, aun recordamos como si siguiéramos oyendo la música de las olas y el crujido de la arena bajo los pies.

Volver al mar es una necesidad vital. Una dependencia que, según algunas leyendas, proviene de que al mar es donde va a parar todo lo que hemos perdido: los dolores, los malos tragos, las lágrimas y los deseos frustrados. Todo acaba y cabe en la profundidad de sus abismos y todo lo devuelve purificado, obrando una especie de milagro que nunca nadie ha logrado descifrar.

Abundando en lo dicho hay quien señala que nuestra dependencia del mar es genética, que se origina entre los tibios fluidos del vientre materno, y que es por eso que siempre deseamos volver. No faltan, tampoco, quienes atribuyen la citada querencia a que la contemplación del mar es también la contemplación de uno mismo. Y, recurriendo a lo simbólico, hay quien apunta que el mar es un espejo y que, como tal, dota a todo lo que en él se refleja del atributo de una realidad idealizada y envuelta en nubes de espuma.

Sófocles comparaba el mar con las mareas de la miseria humana. Baudelaire con una metáfora de nuestra soledad. Jorge Manrique con la muerte. Joseph Conrad decía que el mar era, como los sueños, una imagen onírica de la vida misma, y Lord Jim escribió: El hombre nace y cae en un sueño como quien cae al mar.

Algo debe tener el mar cuando, a principios del siglo pasado, los médicos recetaban baños de ola para combatir la depresión, el asma y los problemas circulatorios. También ahora hay médicos que se apuntan a recetar otras cosas que no son medicamentos y recetan el mar como un buen tratamiento que, además, es barato. Es el único que proporciona bienestar sin coste alguno.

Para quienes vivimos por estos pagos, volver al mar es sencillo. Lo tenemos por vecino. Ahí están las playas, los acantilados, las olas bravas y mansas y las historias fantásticas que algunos tendrán medio olvidadas y otros nunca las habrán oído mentar. Historias como la de San Balandrán, aquella playa que estaba en mitad de la ría de Avilés y la hicieron desaparecer para favorecer el acceso al puerto.

Tampoco fue la primera vez. San Balandrán era una isla prodigio que aparecía y desaparecía como una ballena dormida. Una isla a la que arribó, allá por el siglo XIV, el santo irlandés Balandrán y sus catorce monjes. Y, aunque el santo y los monjes gustaron gozosos de aquel paraje maravilloso, no les fue concedido, por misterioso secreto, quedarse allí. Así que regresaron a Irlanda, donde murieron después de referir tan extraordinaria aventura.

Nuestra aventura, ahora que comienza el verano, es que volvemos al mar. Ojalá sea sin el engorro de la mascarilla y alejados de ese bicho que bien haría el mar si lo sepultara en lo más profundo de sus abismos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 14 de junio de 2021

Indultar a una hormiga

Milio Mariño

Aunque pongan cara de asombro y no se lo crean, yo también concedo indultos sin que nadie me lo pida. El otro día indulté a una hormiga porque quise, estaba de gracia y me apeteció hacerlo. No es que sienta nada especial por las hormigas, al contrario, no les tengo ningún aprecio, pero cuando la vi corriendo por el borde de la encimera dije: esta se salva porque la indulto yo. Ya sé que hay gente que prefiere indultar a un cerdo antes que a una hormiga. No digo nada. Todo depende del momento y la consideración que a uno le merezcan según qué animales. En cualquier caso, estoy de acuerdo en que los indultos siempre son discutibles. Suponen una medida de gracia que sucumbe a la tentación humana de creernos el dios de los cielos que perdona o condena a capricho.

Esto que les cuento sucedió de verdad. Y como me impongo la obligación de ser sincero, mentiría si dijera que lo de indultar a la hormiga no estuvo influido por la polémica que hay montada en torno a los indultos de los políticos catalanes que acabaron en la cárcel por la que liaron con el referéndum y el coitus interruptus de la república catalana. De hecho, estaba desayunando y oía un debate en la radio cuando la hormiga asomó por el borde la encimera, corriendo sin rumbo fijo. El primer impulso fue aplastarla. No me pregunten la razón, pero creo que a todos nos pasa que cuando vemos a una hormiga que corre como si quisiera escapar de algo nos invade una especie de pulsión interior que nos invita a aplastarla. Debe ser que es mucho más fácil aplastarla con el dedo que tratar de entender cómo es su mundo y que razones tiene para ir donde vaya. El caso que la aplastamos y seguimos, tranquilamente, a lo nuestro sin ningún remordimiento ni sentimiento de culpa.

Aquel día fue distinto. Dejé que la hormiga siguiera corriendo por el borde de la encimera y noté que me sentía estupendamente bien después de haberle perdonado la vida. Tenía la sensación de que había hecho lo correcto y que aplastarla no me hubiera supuesto ninguna alegría ni nada positivo. La hormiga, salvo corretear fuera del hormiguero, no había hecho nada malo. De todas maneras, a tenor de lo que decían por la radio, no reunía los requisitos para que yo la indultara. Según varios partidos políticos, algunos jueces y unas cuantas personalidades, los indultos solo están justificados cuando se dan a quienes acreditan un amplio currículum delictivo. Es decir, a gente como el golpista Alfonso Armada, promotores del terrorismo de estado como Vera y Barrionuevo, el juez prevaricador Gómez de Liaño, los responsables de la tragedia del Yak-42, que se saldó con 75 muertos, el banquero Alfredo Sáenz, condenado por extorsión y chantaje o el general Gómez Galindo, condenado a 75 años de cárcel por el secuestro y asesinato de José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala.

En la tertulia de la radio estaban a favor de esos indultos y en contra de cualquier otro. Y allí estaba yo, desayunando un café con leche y concediendo el indulto a una hormiga que no suponía ningún peligro, pero que, según lo que era costumbre, debía de haberla aplastado. Dejarla con vida habrá quien considere que es una anomalía, pero hizo que me sintiera más humano.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 7 de junio de 2021

La CIA y el murciélago

Milio Mariño

Tres meses, solo noventa días de plazo, es lo que Joe Biden ha dado a la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, más conocida como la CIA, para que investigue si el virus del covid19 salió de las entrañas de un murciélago o lo dejaron suelto al descuido en un laboratorio de Wuhan.

Menudo marrón me ha caído; diría William Burns, director de la todopoderosa agencia americana. Pero como la orden vino del presidente, habrá puesto a currar a los 35.000 agentes que tiene bajo su mando y aquello será un sinvivir de ordenadores echando humo, teléfonos que no paran de sonar y espías trabajando a destajo. Habrán dejado de hacer lo que suelen hacer a diario, enredar en Oriente Medio, Colombia, Venezuela y donde quiera que puedan meter las narices, y se habrán puesto con lo del murciélago para descubrir si lo que dicen los chinos es cierto o se trata de otro cuento de los suyos.

La versión oficial es esa, que la CIA investigue, pero la realidad tal vez sea que en la Casa Blanca ya sepan el resultado de la investigación que han encargado. Que ya hayan decidido qué es lo que conviene que se descubra. Y descubrirán lo que tienen previsto, no van a correr el riesgo de que se descubra la verdad y la verdad sea tan inasumible que les cause un problema gordo. Los espías no solo se dedican a descubrir información privilegiada sino también a crearla y difundirla a conveniencia de quien les paga. Cuando la Casa Blanca empezó con aquella historia de que Sadam Husein tenía armas de destrucción masiva, también ordenó a la CIA que investigara y el resultado fue que la investigación confirmó la mentira, hizo que pareciera verdad y justificó la invasión y la guerra de Iraq.

La situación, ahora, vuelve a ser parecida. Volvemos a estar ante un caso en el que solo se puede confirmar que es verdad lo que se dijo. Así que al final, ya lo verán, la culpa será del murciélago. Es lo que interesa a China y también a Estados Unidos. ¿Quiero decir que hay indicios de que no fue casualidad lo ocurrido? No, ni mucho menos. Lo que quiero decir es que si descubrieran que el virus fue creado en un laboratorio y lo dejaron escapar a propósito para que hiciera una limpia de viejos, guardarían el secreto. Ni los chinos ni los americanos admitirían la posibilidad de ser culpables, o cómplices, de un genocidio que va por los cuatro millones de muertos y aún no ha acabado.

Cuando se dice que la realidad supera a la ficción es porque en ocasiones lo hace y, en alguna, el resultado son historias tan terribles que no por ello dejan de ser reales. Para restarles importancia suelen apelar a lo que llaman “Teoría de la Conspiración”, que vale para todo y justifica que sepamos poco o nada de asuntos como el origen de la crisis de 2008, las razones de la invasión de Iraq o el conflicto Palestino Israelí. Sabemos lo que nos cuentan, de modo que tenemos derecho, que menos, a poner en duda la versión oficial.

Lo que pasó, de verdad, con el covid19 no lo sabemos ni lo sabremos nunca. Ojalá fuera lo que dicen y lo que, seguramente, dirá la CIA cuando concluya la investigación que está en marcha.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España