Una de las principales noticias
del sábado fue que el Gobierno anunció, con un triunfalismo indisi- mulado, que ya
podemos ir por la calle, la playa, los Picos de Europa y donde quiera que no haya
personas en dos metros a la redonda sin esa máscara que era obligatoria y llamábamos
masca- rilla para restarle importancia. La noticia ha tenido un gran impacto por
cuanto supone, según algunos, que avanzamos hacia la normalidad y, dentro de
nada, todo volverá a ser como era.
Tampoco es para tanto. No llevar
mascarilla es cierto que tiene la ventaja de que podemos respirar a pleno
pulmón y cuando hablamos se nos entiende mejor, pero también tiene el
inconveniente de que ya no será posible ocultar los sentimientos ni disimular
las intenciones. A partir de ahora se acabó librarnos de los pelmazos utilizando
la socorrida frase: ¡Uy no te había conocido, como llevas la mascarilla…! Tampoco
podremos reírnos en un velatorio o poner cara de asco y mandar al jefe a tomar
por saco sin que se note. Desenmascarados, la socialización y las buenas
costumbres exigen que volvamos a gestionar nuestra ira, alegría, pena, miedo, o
cualquiera de las expresiones habituales con el suficiente disimulo como para no
causar daño a nadie ni, por supuesto, a nosotros.
Insisto en estos detalles porque
nos habíamos acostumbrado tanto a no tomar precauciones que no sé yo si seremos
conscientes de que nos hemos quedado sin protección. Detrás de la mascarilla podíamos
expresarnos con libertad porque las caras parecían iguales y no transmitían ninguna
emoción. Cierto que ahí estaban los ojos, que lo expresan todo y cuya lectura
podía darnos alguna pista sobre los sentimientos de cada uno, pero sostener la
mirada y mantener el contacto visual, además de que cuesta lo suyo, resulta
incluso violento, sobre todo para los tímidos. Así que ya digo, la mascarilla
suponía una cierta despreocupación y un alivio por cuanto que nos permitía
camuflarnos como si viviéramos en un carnaval perpetuo.
Otra de las consecuencias que
traerá consigo que la mascarilla no sea obligatoria es que tendremos que volver
a entrenar los músculos de la cara. Salíamos a la calle y era como estar solo
en casa, nos despreocupábamos de nuestros gestos, pero habrá que ir olvidándolo
porque la rutina de antes exige que nos planteemos nuestra actividad diaria
como quien se levanta por las mañanas y, junto con el vestuario, elige qué cara
ponerse. No es lo mismo ir al trabajo que salir de fiesta.
Capítulo aparte serán las
sorpresas. Con la mascarilla puesta todos, hasta los feos, parecíamos guapos. El
cerebro acostumbra a rellenar lo que no vemos idealizándolo. Pero, claro, si la
cara queda al descubierto no habrá lugar al romanticismo de imaginar que podía
haber debajo del trapo. Así que no les cuento la cantidad de chascos que se
avecinan. Serán multitud los que pensaban encontrarse con una cara bonita y resulta
que lo más parecido a lo que imaginaban es una cara como aquellos retratos que
pintaba Picasso.
Nos va a costar adaptarnos a la normalidad
desenmascarada. Tanto es así que el Instituto Europeo de Psicología ya ha
lanzado la advertencia de que, en los próximos días, muchas personas serán víctimas
del síndrome de la cara vacía. Al parecer, cuando todos vayamos sin mascarilla,
habrá muchos que sientan inseguridad y miedo al ver que ni ellos ni quienes
tienen enfrente llevan nada que les proteja.
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Milio Mariño