Tres meses, solo noventa días de
plazo, es lo que Joe Biden ha dado a la Agencia Central de Inteligencia de
Estados Unidos, más conocida como la CIA, para que investigue si el virus del
covid19 salió de las entrañas de un murciélago o lo dejaron suelto al descuido
en un laboratorio de Wuhan.
Menudo marrón me ha caído; diría William
Burns, director de la todopoderosa agencia americana. Pero como la orden vino
del presidente, habrá puesto a currar a los 35.000 agentes que tiene bajo su
mando y aquello será un sinvivir de ordenadores echando humo, teléfonos que no
paran de sonar y espías trabajando a destajo. Habrán dejado de hacer lo que suelen
hacer a diario, enredar en Oriente Medio, Colombia, Venezuela y donde quiera
que puedan meter las narices, y se habrán puesto con lo del murciélago para descubrir
si lo que dicen los chinos es cierto o se trata de otro cuento de los suyos.
La versión oficial es esa, que la
CIA investigue, pero la realidad tal vez sea que en la Casa Blanca ya sepan el
resultado de la investigación que han encargado. Que ya hayan decidido qué es
lo que conviene que se descubra. Y descubrirán lo que tienen previsto, no van a
correr el riesgo de que se descubra la verdad y la verdad sea tan inasumible
que les cause un problema gordo. Los espías no solo se dedican a descubrir
información privilegiada sino también a crearla y difundirla a conveniencia de
quien les paga. Cuando la Casa Blanca empezó con aquella historia de que Sadam
Husein tenía armas de destrucción masiva, también ordenó a la CIA que investigara
y el resultado fue que la investigación confirmó la mentira, hizo que pareciera
verdad y justificó la invasión y la guerra de Iraq.
La situación, ahora, vuelve a ser
parecida. Volvemos a estar ante un caso en el que solo se puede confirmar que
es verdad lo que se dijo. Así que al final, ya lo verán, la culpa será del
murciélago. Es lo que interesa a China y también a Estados Unidos. ¿Quiero
decir que hay indicios de que no fue casualidad lo ocurrido? No, ni mucho
menos. Lo que quiero decir es que si descubrieran que el virus fue creado en un
laboratorio y lo dejaron escapar a propósito para que hiciera una limpia de
viejos, guardarían el secreto. Ni los chinos ni los americanos admitirían la
posibilidad de ser culpables, o cómplices, de un genocidio que va por los cuatro
millones de muertos y aún no ha acabado.
Cuando se dice que la realidad
supera a la ficción es porque en ocasiones lo hace y, en alguna, el resultado
son historias tan terribles que no por ello dejan de ser reales. Para restarles
importancia suelen apelar a lo que llaman “Teoría de la Conspiración”, que vale
para todo y justifica que sepamos poco o nada de asuntos como el origen de la
crisis de 2008, las razones de la invasión de Iraq o el conflicto Palestino
Israelí. Sabemos lo que nos cuentan, de modo que tenemos derecho, que menos, a
poner en duda la versión oficial.
Lo que pasó, de verdad, con el
covid19 no lo sabemos ni lo sabremos nunca. Ojalá fuera lo que dicen y lo que,
seguramente, dirá la CIA cuando concluya la investigación que está en marcha.
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