lunes, 26 de abril de 2021

La Superliga de la lechera

Milio Mariño

Es posible que solo fueran imaginaciones mías, pero juraría que el lunes pasado vi a Florentino Pérez, el presidente merengue, con el cántaro de leche de la Superliga en la cabeza, haciendo cálculos millonarios mientras comparecía en una especie de rueda de prensa que había despertado una expectación inaudita.

Como esta leche es muy buena, decía, dará mucha nata. Así que batiré la nata hasta que se convierta en una mantequilla blanca que me pagarán muy bien en el mercado. Con el dinero que saque, me compraré una cesta de huevos y, en cuatro días, tendré la granja llena de pollitos que venderé luego…

Cada paso de Florentino suponía una nueva inyección de dinero hasta que, en una de estas, tropezó con los aficionados, el cántaro se le cayó al suelo y oyó la voz de la moraleja: No seas ambicioso, no sueñes impaciente con un futuro de miles de millones porque ni el presente tienes seguro.

Sucumbir a la tentación de ponerse super magnífico y anunciar una Superliga manejada por los grandes del fútbol en Europa, es algo a lo que, tal vez, se resistan muy pocos. Sobre todo, si cuentan con aval del banco americano J.P Morgan Chase, que prometía una inversión inicial de 6.000 millones de dólares, 3.000 de entrada, y unas ganancias estimadas de 300 millones para cada club.

Las perspectivas se presentaban como inmejorables y la justificación, según el promotor de la idea, era que el fútbol había ido perdiendo interés porque la gente reclama espectáculos de calidad y, en este sentido, un Madrid – Huesca, por poner un ejemplo, aburre a las piedras.

Todo parecía perfecto. El proyecto de la Superliga aseguraba mucho dinero y un espectáculo deportivo de primer orden. Con lo que no contaban era con que ni el espectáculo ni el gran negocio bastan para asegurar que el público responda y pueda haber una conexión real en un deporte en el que imperan las pasiones.

Cuando hablamos de fútbol, la pasión y el tema mental son lo primero. Cosa que no tuvieron en cuenta los clubes promotores, pues salta a la vista que no midieron sus fuerzas antes de embarcarse en semejante aventura. Tampoco tuvieron en cuenta que los aficionados de los equipos grandes no están acostumbrados a perder, o están acostumbrados a hacerlo en duelos muy importantes y señalados. Por eso, que hubiera duelos entre rivales históricos o grandes equipos cada semana, lejos de generar una competición interesante, terminaría por vulgarizarla. Por convertirla en algo aburrido para los espectadores y, en consecuencia, para las televisiones, cuyo desembolso económico no sería el que, en principio, se aventuraba.

El proyecto nacía viciado con errores de bulto, pero el error mayúsculo era pensar que los equipos pequeños son prescindibles y solo cuentan los grandes. Asombra, además, que tampoco tuvieran en cuenta a los aficionados que serían, en definitiva, quienes iban a pagar la fiesta. Pero nada, a la chusma ni agua. La lógica del dinero, que es lo que impera en el mundo, no da cancha a los pobres.

Sucedió, entonces, como en esos partidos en que los grandes juegan contra los pequeños. Los pequeños, es decir los aficionados, salieron al contraataque y le metieron un gol a la Superliga por toda la escuadra. Un tanto que certificaba la victoria del pueblo sobre el prepotente y deshumanizado poder del dinero. Una hazaña impensable y ejemplarizante.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 19 de abril de 2021

Cenar temprano

Milio Mariño

Ahora que ya se vislumbra cierta luz al final del túnel de la pandemia, se nota que estamos ansiosos por dejar de ser europeos y volver a lo nuestro de toda la vida: los bares y los horarios hasta las tantas. Lo que más desea la peña es tomarse unas cuantas cervezas, sentados en torno a una mesa y sin mirar el reloj. España es el país del mundo que más tarde cena y más tarde se acuesta y el que tiene más bares y restaurantes por persona: uno por cada 175 habitantes. No es extraño, entonces, que el toque de queda y los horarios que obligan a recogerse temprano sean vistos como una catástrofe, no solo por lo que se refiere a los propietarios de los establecimientos de hostelería si no, también, a los parroquianos.

Para los españoles el bar es un espacio de libertad. Hay tanto miedo a que podamos contagiarnos del virus como a que nos contagien con los usos y costumbres que rigen en los países del resto de Europa. Sentimos que amenazan nuestro estilo de vida cuando nos obligan a cumplir un horario que es el que siguen los europeos todos los días sin que lo impongan las autoridades. Aquí cenar a las ocho e irse a la cama temprano es confundir la cena con la merienda y acostarse como las gallinas. Lo nuestro es hacerlo todo más tarde, aunque al día siguiente tengamos que madrugar. Para eso inventamos la siesta.

Este estilo de vida es tan nuestro y genuino que no me resisto a contarles una curiosa anécdota que refleja la realidad. Al principio de la pandemia, cuando empezaron a limitar los horarios de cierre, una conocida marca de agua tónica decidió ponerle un poco de humor al asunto y desplegó, en la fachada de un edificio de Madrid, una gran pancarta publicitaria en la que ofrecía un singular trato a los ingleses: “Aceptamos vuestras sandalias con calcetines si nos enseñáis a cenar a las ocho”.

Imposible. Si hubo alguien que albergaba la remota idea de que estos meses en que los bares cerraban temprano y había que estar pronto en casa podían servir para modificar nuestras costumbres, referidas a los horarios, ya lo puede ir olvidando. Aquí no ha pasado nada.

Seguimos igual. Lo curioso es que España, que no sale muy bien parada en el índice de bienestar que elabora la OCDE, pues ocupa el puesto 20 de un total de 36 países, consigue salir airosa a nivel popular ya que, según la opinión de quienes nos visitan, somos un país en el que se vive bien y nuestra calidad de vida es alta. Es decir, que se apuntan a lo nuestro no para la vida de diario, pero si para disfrutar.

La discusión sobre nuestro ritmo de vida y como conciliamos el ocio con el trabajo viene de largo y ha suscitado muchos debates. Al parecer, somos únicos en el mundo. Comemos a las tres de la tarde, cenamos a las diez de la noche y no vamos a la cama hasta pasadas las doce. Pero hay una explicación: se debe a que nos regimos por el sol. Esa es la clave. Nosotros lo hacemos bien, los que están equivocados son los relojes oficiales, que no van en consonancia con el horario que corresponde. Cierto que cenamos a las diez, pero, en realidad, son las ocho.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 12 de abril de 2021

El racismo no ha desaparecido

Milio Mariño

La semana pasada se produjeron tres incidentes: uno aquí, otro en el sur de España y el tercero en la capital, que tienen un origen parecido y creo que merecen una reflexión. Lo de aquí fue que varios vecinos del Parque de La Libertad, en Piedras Blancas, denunciaron el trato injusto y abusivo por parte de un policía local que, según ellos, actuó de manera violenta contra un joven de catorce años, de raza negra, que se encontraba en el lugar donde había habido una pelea pero que no había participado en la misma y estaba sentado, tranquilamente, en un banco. En la otra punta de España, en Cádiz, un jugador del Valencia CF, Diakhaby, aseguró que Cala, jugador del equipo contrario, le había llamado "negro de mierda". Y, en Madrid, los dirigentes de Vox pidieron la deportación de Serigne Mbayé, un hombre de raza negra que tiene la nacionalidad española y es portavoz del Sindicato de Manteros y candidato por Unidas Podemos a las elecciones autonómicas.

Estos tres incidentes coinciden en algo que algunos creíamos superado, pero que lejos de desaparecer se ha ido fortaleciendo hasta el punto de que, casi, se ha convertido en una actitud normal. Me refiero al racismo, una práctica que, salvo casos muy aislados, apenas se daba en la sociedad española, pero que, ahora, está a la orden del día, aunque nos duela y nos cueste reconocerlo.

El motivo por el que el racismo está cada vez más presente es porque se dan todos los elementos para que el caldo de cultivo sea perfecto. Por un lado, el delicado contexto económico, debido a la crisis del coronavirus, ayuda mucho. Y, por otro, la irrupción de la extrema derecha, en la escena política, ha supuesto que sus ideas y sus discursos legitimen posturas de discriminación que antes estaban huérfanas y no eran amparadas por ningún partido político.

Cualquiera, con un mínimo de sentido común, sabe que la pobreza y la desigualdad que hay en España no es por culpa de los emigrantes, pero la ultraderecha y la derecha más conservadora se han abonado al discurso del odio y no dudan en recurrir a falacias como: “reciben más ayudas que los españoles”; “nos quitan el trabajo”; “son unos vagos y vienen por las subvenciones”; o el sempiterno “nosotros no somos racistas, pero…”.

Ese pero que, intencionadamente, dejan en el aire significa qué si son racistas e invitan a los demás a que también lo sean. Cada vez hay más discursos políticos que vinculan ser de cualquier otra raza distinta a la nuestra con ser delincuente. De esa manera, con ese discurso, pretenden aprovechar el enfado de la gente y ganarse el apoyo de la opinión pública. El mensaje es: no todos merecemos lo mismo. Hay personas de primera y emigrantes y marginados que son gentuza.

Por lo visto en eso consiste lo que, ahora, llaman la derecha “sin complejos”. Consiste en dejarse de escrúpulos y culpar al más débil.  Lo que antes pensaban cuatro energúmenos y nadie se atrevía a decir en público ahora lo dicen con orgullo. Presumen de valientes. Pero ser valiente no es cargar contra los débiles, los emigrantes y las víctimas de la violencia de género, es todo lo contrario. Es defender la solidaridad y la tolerancia y no fomentar el odio que da pie para que ocurran incidentes como los que señalábamos al principio.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 5 de abril de 2021

Buscando qué celebrar

Milio Mariño

Tal día como hoy, hace un año, la alcaldesa de Avilés, Mariví Monteserín, decía esperanzada: “El año que viene, no solamente celebraremos la comida en la calle, celebraremos la vida, en un día que valoraremos mucho más”. Unas palabras que, a pesar de la tristeza de aquellos primeros días de encierro, intentaban transmitir la ilusión de que el sacrificio no sería en vano. Nadie imaginaba, entonces, que un año después íbamos a estar igual. Es decir, sin nada que celebrar a no ser que celebremos que estamos vivos y hemos aprendido a convivir con el virus por más que el virus no tenga la menor intención de convivir con nosotros y su idea sea infectarnos a todos.

 La alcaldesa y el resto de avilesinos, excepto los infalibles, nos equivocamos. Este año, como el pasado, las calles de Avilés vuelven a estar vacías de comensales por culpa del covid19. El calendario ha vuelto a repetirse sin dejar sitio para las fiestas. Solo hay una diferencia, ahora ya sabemos que la vida es un conjunto de cosas sencillas como comer en la calle el Lunes de Pascua, tomar un café en una terraza, ir de Avilés a Salinas cuando nos apetezca, disfrutar del sol en la cara sin mascarilla, o ver una película compartiendo la obscuridad del cine con la persona que amas. Sabemos muchas más cosas que hace un año cuando nos confinaron. Hemos aprendido a buscar la felicidad entre las ruinas de la desgracia, lo cual es muy posible que acabe traduciéndose en que cuando la vida regrese, que regresará, apreciaremos mejor lo que tenía poca importancia.

El año que se ha ido, el que va de Pascua a Pascua, ha sido el año de firmar la paz con lo difícil y aceptar la grandeza de lo corriente. Tal vez luego se nos olvide, pero casi todos reconocemos que nos quejábamos de vicio. Quejas que, algunos, han sustituido por otras a pesar de que si estamos aquí como especie es porque hemos sido capaces de superar situaciones extremas que, a lo largo de la historia, han alterado la convivencia de forma terrible. Por eso cuesta entender y aceptar ciertas reivindicaciones sociales que han surgido y son muy distintas de las que se hicieron en el pasado. Me refiero a esa reivindicación por la que se reclama, como derecho fundamental, que se garantice y proteja el derecho a la diversión y el ocio, al mismo nivel que el derecho a la vida. Algo que viene a ser como si nos acercáramos a un precipicio con la precaución del que tiene dos dedos de frente y luego, en lugar dar un paso atrás, decidiéramos saltar al vacío sin que nos importen las consecuencias.

Reflexionar sobre éstas y otras contradicciones casi es obligado, pero la nostalgia puede con todo y nos devuelve a pasados Lunes de Pascua mejores. No hay nada más doloroso que recordar los días felices. Días que volverán, como volverán las fiestas, de la mano de la deseada vacuna que, además de inmunizarnos, inoculará el olvido. Olvidaremos los días tristes y solo respetaremos el recuerdo de lo querido. Así que van a permitirme que recuerde a los 273 avilesinos y avilesinas que desde que empezó la pandemia perdieron la vida por culpa del virus. Ojalá que quienes ahora estamos volvamos a estar el año que viene y no falte nadie a la cita.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España