lunes, 29 de marzo de 2021

Madrid queda lejos

Milio Mariño

Para los asturianos, Madrid queda lejos. Lejos en lo geográfico, pues son quinientos kilómetros más el peaje del Huerna, que es un pico por obra y gracia de Álvarez Cascos, y lejos en lo político por cuanto que, allí, quien gobierna dice que si te llaman fascista estás en el lado bueno. Así se las gastan en la capital del reino. Para la presidenta, Isabel Diaz Ayuso, ser fascista es mejor que ser de derechas a la manera en que el líder de su partido, Pablo Casado, reivindicaba hace poco. Por lo visto, con eso no alcanza. Una derecha europea, demócrata y civilizada equivale, según algunos, a la derechita cobarde. Lo bueno es que te llamen fascista. Fue lo que dijo la líder del PP madrileño y hubo muchos que le rieron la gracia. Y no solo eso, sino que, movidos por su entusiasmo, llegaron a compararla con Margaret Tatcher sin darse cuenta de que a quién, de verdad, se parece es a Lina Morgan.

Comentaba que Madrid queda lejos, pero ni con el Pajares de por medio nos libramos del ruido de las elecciones que han convocado para el cuatro de mayo. Hasta aquí llegan las voces de esa marabunta de políticos gritones, populistas sin escrúpulos, demagogos, tránsfugas trileros y vendedores de crecepelo que aspiran a ser diputados. Solo se les oye a ellos. Los otros, los políticos sensatos, gritan menos. Sospecho que no porque sean poco valientes sino porque entienden que a voz en grito y metiendo miedo se llega al intestino grueso, pero no al cerebro.

 Todo ese ruido que llega de Madrid hace que nos preguntemos qué pasa con los políticos que no dicen exabruptos, con los que se presentan a las elecciones hablando de forma educada y proponiendo proyectos creíbles que han pasado por el tamiz del sentido común. No se sabe si es que han desaparecido, si nadie les hace caso o si los medios han decidido ignorarlos. Así que ya les digo, menos mal que Madrid queda lejos porque parece como que aquello se hubiera convertido en un patio de colegio por el campan a sus anchas, solo, los niños traviesos. Niños que juegan a darse patadas, tirarse de los pelos y llamarse cosas muy feas. Facha asqueroso, rojo de mierda y otras lindezas, no precisamente ejemplares, que nos retrotraen a la España del 36, casi cien años después.

La regresión es evidente. El lenguaje guerracivilista demuestra que hemos retrocedido y el ambiente político se ha convertido en un albañal. Banalizar el fascismo, legitimarlo como una opción deseable, supone una gran irresponsabilidad. El fascismo no es lo opuesto a la izquierda, es lo opuesto a la democracia. Detalle que no deberían perder de vista quienes lo invocan con tanta frivolidad.

No estamos para bromas. Desde luego que no. Y, se me ocurre que viene al caso un cuento de Kierkegaard.

Contaba, el gran filósofo danés, que en una ocasión se declaró un incendio en las candilejas del teatro donde actuaba un afamado payaso. Rápidamente, el payaso salió al escenario y avisó del incendio, pero el público creyó que se trataba de un chiste y aplaudió a rabiar. El payaso, muy enfadado, volvió a repetir el aviso a gritos y los aplausos fueron todavía mayores. Así creo, decía Kierkegaard, que perecerá el mundo: en medio del aplauso de la gente respetable, que pensará que es un chiste.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 22 de marzo de 2021

Monarquías que se ganan la vida

Milio Mariño

Tuve que leerlo dos y hasta tres veces porque no daba crédito. No podía creer qué al príncipe Harry, nieto de la Reina Isabel II, y a su esposa Meghan, les hubieran pagado siete millones de euros por la entrevista que concedieron hace un par de semanas. Me parecía una cifra desorbitada por dos horas en televisión, pero luego, cuando me informé mejor, acabé convencido de que fue un gran negocio para las dos partes. La pareja se embolsó una pasta gansa y el medio que los entrevistó consiguió el record de audiencia y vendió la entrevista a las televisiones y las revistas de 60 países.

Hay que rendirse a la evidencia, el cotilleo vende. Así que, por más que se diga que las monarquías europeas están cada vez más desprestigiadas, la realidad demuestra que siguen suscitando el interés de una opinión pública que se pirria por los chismes de palacio y consume sensacionalismo a paladas. Cuando no son las andanzas de los Reyes, Príncipes y Princesas, son las correrías de los abuelos, primos, tíos y demás familia; los divorcios, bodas y bautizos y todo lo que huela a nobleza ya sea colonia o basura. Todo vale y se vende en ese mercado de la alta alcurnia que sirve para seguir llenando páginas a costa de que unos cobren y muchos medios de comunicación hagan caja.

Nunca faltan escándalos ni algún miembro de la realeza que saque la lengua a pacer. Ya lo decía Quevedo haciendo gala de su fina ironía: “Para ver cuán poco caso hacen los dioses de las monarquías de la tierra, basta ver a quién se las dan”. Pues eso. Se las dan a personajes curiosos y controvertidos que, en los tiempos de Quevedo, allá por el Siglo de Oro, todavía reinaban y gobernaban, pero es que ahora solo se dedican a reinar. Un auténtico choyo porque han pasado el marrón del gobierno a los políticos y lo suyo es aparecer de vez en cuando en algún desfile militar o un acto institucional. Reinar, ahora mismo, es vivir en palacio, cobrar del erario público y mantener la honorabilidad. Lo mínimo de lo mínimo, pero algunos ni siquiera llegan a cumplirlo.

De todas maneras, para ser justos, aun siendo las monarquías una herencia del pasado que en el siglo XXI tiene poco sentido, las hay que se ganan la vida y aportan mucho dinero a la economía de su país. Hace poco, Brand Finance, una empresa de valoración de marcas, estimó que “La Firma”, que es como llaman a la corona inglesa, también conocida como Monarchy PLC, supone para la economía británica más de 1.800 millones de libras al año. Una auténtica millonada que hace que la casa real pague más en impuestos que lo que recibe de subvención. Y no es extraño porque la familia real inglesa saca dinero de cualquier cosa. Por un sello de aprobación de productos de alta gama como la ropa Barbour o Burberry, o el whisky Johnnie Walker, cobran un pastón. La última ocurrencia es que Isabel II acaba de comercializar su propia ginebra, que vende al precio de 44 euros la botella.

Las comparaciones tal vez sean odiosas, pero el ejemplo es elocuente. Algunas monarquías se ganan la vida y sacan dinero de las piedras mientras que otras viven en el desierto y piden prestado un botijo para pasar el trago de Hacienda.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 15 de marzo de 2021

Las protestas de los jóvenes

Milio Mariño

     Uno de los últimos días que corrí delante de los grises fue el 8 de junio de 1977, cuando el mitin de Fraga en el Suarez Puerta. Nos habíamos reunido unos cuantos, fuera del campo de fútbol, junto a la tribuna de preferencia, para abuchear al líder de Alianza Popular y la policía cargó sin contemplaciones, así que salimos corriendo y yo escapé por un solar de la calle José Cueto, que todavía no estaba del todo edificada. No les hicimos frente ni quemamos contenedores, no sé si porque no los había o porque teníamos más miedo que un pez en Semana Santa.

El caso que Fraga, que estaba al tanto de lo que ocurría en la calle, dijo de nosotros que los jóvenes no íbamos a encontrar solución a nuestros problemas haciéndonos comunistas ni dándonos a la droga, el libertinaje y la pornografía.

Entonces, a nadie se le hubiera ocurrido decir que aquella protesta fuera violencia juvenil. En realidad, no lo era, lo que hacíamos era luchar por la democracia e intentar que la dictadura desapareciera lo antes posible. Un objetivo que estábamos consiguiendo, pues las prohibiciones heredadas caían como fruta madura; no tan deprisa como algunos quisiéramos, pero mucho más rápido de lo que otros podían imaginar.

En aquella época, todo sucedía tan rápido que la juventud duraba un suspiro. Enseguida nos hacíamos mayores. Con menos de 30 años ya estábamos casados, teníamos hijos y ocupábamos cargos de responsabilidad en la política y los sindicatos. Nada que ver con los jóvenes de ahora, que prolongan su juventud hasta pasados los cuarenta, van de una crisis en otra, sin trabajo ni perspectivas de futuro, y su presencia en las instituciones es prácticamente nula.

Estas circunstancias conviene tenerlas en cuenta a la hora de analizar los disturbios que se produjeron tras el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél. Ya sé que hay una opinión, casi generalizada, en el sentido de que fue una excusa para liarla. Que, a quienes estuvieron en las protestas, no les importa la libertad de expresión ni otros derechos y libertades. Queman contenedores, se enfrentan a la policía y saquean tiendas sin que, ni ellos mismos, sepan lo que reclaman. Es más, hay quien asegura que los jóvenes del fuego y las barricadas no saben, siquiera, si son de derechas o de izquierdas. Al parecer, hay de todo. Es un totum revolutum que confluye en la coincidencia de liarla parda y sacarse una selfi para dejar constancia.

Respeto todas las opiniones, pero yo sí creo que los jóvenes tienen ideología. La ideología de la juventud actual es la desesperación. Se sienten solos y al margen de la sociedad. Es cierto que el paro juvenil masivo no justifica el asalto de comercios ni la quema de contenedores, pero explica el motor de la violencia. Los que estudian no saben para qué lo hacen y los que ya dejaron de estudiar están sin trabajo y sin posibilidad de tenerlo, aunque sea precario. Viven en una sociedad en la que, por lo visto, no tienen sitio.

La exclusión que decimos anticipa un peligro: cuando se cierran todas las válvulas, la olla a presión estalla. Y es lo que lamentamos quienes un día ya lejano fuimos jóvenes, que los jóvenes de ahora, los que queman contenedores y se enfrentan a la policía, no sepan gestionar mejor esa energía maravillosa que proporciona la rabia.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 8 de marzo de 2021

Un hombre el Día de la Mujer

Milio Mariño

Aunque crean que escribir un artículo a la semana no es para deslomarse, a mí me cuesta bastante. Me cuesta, sobre todo, encontrar el tema, por eso me vino bien que este lunes coincidiera con el Día de la Mujer. El tema estaba cantado. Con hablarles de que este día fue instituido en 1910 por la Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas y que rememora el 8 de marzo de 1857, que fue cuando miles de trabajadoras textiles decidieron salir a las calles de Nueva York, con el lema “Pan y rosas”, para protestar por las míseras condiciones laborales y reivindicar un recorte del horario y el fin del trabajo infantil, tenía el artículo encaminado. Además, podía ir de guay comentándoles que, de vez en cuando, friego los platos, bajo la basura y voy al supermercado. Con eso y un poco de peloteo diciendo que me considero feminista y que los hombres no todos somos iguales, de modo que no deberían llamarnos machistas ni meternos a todos en el mismo saco, podía hacer un artículo apañado y quedar como un progre majo que reclama la auténtica paridad.

Podía hacer eso, el problema es que por mucho que diga que soy feminista no puedo serlo. Los hombres podemos ser aliados o solidarios de las mujeres, pero no feministas. Nos falta el componente existencial. Hay una clara diferencia de origen: nosotros no somos víctimas, más bien somos parte de un sistema que nos mantiene en una situación de privilegio. Así que lo de decir que somos feministas no cuela. No cuela porque es imposible y las mujeres no son tontas: a partir de la tercera o cuarta vez que lo dices saben que eres un farsante o un gilipollas.

No vale disfrazarse. Si uno tiene cierta sensibilidad acerca de la desigualdad de las mujeres tiene que darse cuenta de que la auténtica paridad va mucho más allá de equiparar los salarios y cuatro tópicos que suelen decirse para adornar los discursos. La auténtica paridad, siendo sinceros, significaría un trabajo hercúleo y desagradable para cualquier hombre de los de mi generación y me temo que para los de las generaciones posteriores. De hecho, y hablando en plata, la auténtica paridad sería una putada para cualquier hombre. Pasaría porque asumiéramos ese trabajo enorme y casi invisible que siempre hicieron y siguen haciendo las mujeres.

Eso lo sabemos, de modo que cuando nos preguntan si apoyamos la lucha de las mujeres todos, o casi todos, decimos que sí; faltaría más. Lo que no decimos es que no nos gusta limpiar la casa, no nos gusta fregar los platos y no queremos tener en la cabeza la previsión de si faltan garbanzos, no hay papel higiénico o los yogures están caducados. Lo nuestro es despreocuparnos y creer que las cosas se hacen solas. La disculpa es que no tenemos cabeza para llevar la casa. Solo la tenemos para pensar que, cada día, la comida se hace sola, la ropa se tiende mágicamente y la casa queda limpia por arte de birlibirloque.

Es difícil ser hombre en estos tiempos que corren, aunque, claro, mucho menos difícil que ser mujer. Por eso entiendo las exigencias y los reproches de las feministas. Entiendo que tienen motivos para estar cabreadas. A lo mejor, también se cabrea algún hombre por esto que digo aquí, pero acabará sonriendo y reconociendo que es verdad.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 1 de marzo de 2021

La mala fama del lobo

Milio Mariño

La mala fama del lobo viene de largo. Hace siglos que se viene transmitiendo la idea de que el lobo es un animal sediento de sangre que mata por matar y lo mismo devora abuelitas, que ovejas, cabritillos o un registrador de la propiedad, si es que se pone a tiro. Esa es la idea que nos inculcaron desde niños. El cuento que nos contaban, de pequeños, siempre fue la versión de Caperucita, no sabemos cómo lo contaría el lobo. Seguro que aportaría una versión distinta. Es posible que dijera que si la niña de la caperuza roja hubiera ofrecido su cesta de la merienda para que él pudiera saciar el hambre atroz que llevaba no habría sucedido lo que sucedió luego. Sería una versión creíble y, de paso, no descarto que se despachara, a gusto, acusando a Caperucita de ser muy hipócrita, pues el hecho de que lo confundiera, tan fácilmente, con su abuelita demuestra lo poco que iba a visitarla.

Así que ya digo, nunca deberíamos dar por válida una opinión atendiendo a una sola voz. En este caso, para ser justos, conviene recordar que el lobo no ha matado, ni herido, ni siquiera atacado a ninguna persona en España en décadas. Incluso me atrevería a decir que ni en los últimos cien años.

Los problemas conviene dimensionarlos en su justa medida y los que ocasiona el lobo se exageran demasiado. No quiero decir con esto que no cause daños; los causa. De ahí que sea necesario hacer un diagnóstico correcto de los mismos y buscar la mejor forma de resarcirlos. Ese sería el camino, pero lo que ocurre es que cada vez que se da un paso, en cuanto a la protección del lobo, se crea una polémica desmesurada.

Hace un par de semanas salió adelante la propuesta ministerial de incluir al lobo en el Listado de Especies Silvestres de Régimen de Protección Especial. Propuesta que aquí, en Asturias, provoco un gran rechazo y que, por si alguien lo desconoce, es consecuencia de un dictamen científico y no de una decisión arbitraria del Gobierno de Pedro Sánchez.

Ahora mismo, la supervivencia del lobo, a pesar de lo que dicen algunos, está en peligro. No obstante, parece que interesa más que hablemos de los problemas que crea a los ganaderos que de otras cosas. Mientras hablamos del lobo, nadie se refiere, por ejemplo, al Tratado UE-Mercosur, cuyo impacto puede ser muy grave, o a las macro granjas que se extienden cada vez más imponiendo un modelo que acaba con las pequeñas ganaderías. También es grave el precio de los animales, muy afectados por la importación desde otros países.

Lo lógico y sensato sería que fuéramos capaces de proteger al lobo, como especie emblemática, y, al mismo tiempo, proteger los intereses de los ganaderos. Necesitamos que el lobo y la ganadería extensiva puedan convivir. Y eso pasa porque las Comunidades Autónomas, que son quienes tienen la competencia, paguen las indemnizaciones, por los daños del lobo, con menos trabas y mayor rapidez. Al final ese sería el precio a pagar por mantener una especie que está en peligro. Solo es cuestión de voluntad política, no hablamos de grandes indemnizaciones, hablamos de cantidades pequeñas, de poco dinero.

El lobo tiene mala fama, pero la solución no es matarlo, es procurar que siga viviendo y que no sea a costa de los ganaderos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España