lunes, 30 de diciembre de 2019

Propósitos para 2020 y después

Milio Mariño

Hoy, y sobre todo mañana, estamos obligados a brindar por el año nuevo. Un brindis que solemos hacer con la frase de rigor. Ya saben: salud y suerte. Pero no estaría mal que a esas palabras añadiéramos aquello que dijo Nietzsche: “Quien tiene un por qué para vivir puede soportar, casi, cualquier cómo”. Una reflexión a tener en cuenta pues encarar la vida con un propósito es lo que nos permite seguir adelante y darle sentido a nuestra existencia.

El propósito al que me refiero no son las promesas que solemos hacer estos días con la idea de empezar a cumplirlas pasado mañana, cuando despertemos de la moña y la farra de nochevieja. El propósito ha de ir más allá del aquí y ahora, ha de ser eso que nos haga saltar de la cama con la motivación suficiente para enfrentarnos a la vida, de modo que consigamos vivir de la mejor manera posible y no ser víctimas de las circunstancias.

No es fácil, ya lo sé. Sobre todo, porque, mientras brindamos por la salud y la felicidad, insisten en amargarnos el brindis con noticias negativas sobre la situación política, la economía, la contaminación, el clima y cualquier cosa que se les ocurra para evitar que pensemos que podemos mejorar, aunque solo sea un poco. El objetivo es que tiremos la toalla y acabemos convenciéndonos de que, estemos como estemos, nuestra aspiración a futuro debe ser no ir a peor, lo cual ya sería un triunfo.

La realidad va por ahí. Así que no debería extrañarnos que el último día del año mucha gente decida coger una moña y olvidarse de todo. Son tantas cosas las que tenemos en contra que llega el momento en que nos puede la impotencia y acabamos pronunciando esa maldita frase que soporto a duras penas. Me refiero a cuando nos encojemos de hombros y decimos: es lo que hay. Frase que significa que lo que hay no nos gusta, pero tenemos que aceptarlo porque las circunstancias son las que son y no cabe otra que resignarse.

Esto que digo lo sufro como el primero, no vayan a pensar que soy inmune al desaliento. Todo lo contrario. Suelo venirme abajo con más frecuencia de la que quisiera, solo que he descubierto una formula muy barata y muy eficaz para darme ánimos. Cuando estoy en mis horas bajas me asomo por la ventana y me fijo en un árbol que hay en el pequeño jardín que tengo delante de casa. Un árbol que está al borde mismo de la calle y aguanta con una dignidad asombrosa todo lo que le viene encima. La fría escarcha, la lluvia, los vientos huracanados, el bufido toxico de los autobuses y hasta los corrosivos orines de unos perros que no tienen culpa de que sus amos los animen a usar los árboles como urinarios.

Eso hago. Me fijo en el árbol y pienso que sigue, ahí, orgulloso y dispuesto a no arredrarse ante nada. Quién sabe si en vez de ser un ciprés le hubiera gustado ser un manzano, pero asume la realidad, en todos sus sentidos, y supera los inconvenientes y los días tristes porque tiene un propósito vital que cumplir. De modo que, en mi opinión, si logramos plantearnos un propósito y nos empeñamos en conseguirlo, no solo podremos superar las adversidades, sino que las convertiremos en un desafío.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 23 de diciembre de 2019

En Navidad, desconecta para conectar

Milio Mariño


Uno, que ya tiene sus años, se siente antediluviano cuando intenta recordar aquellas nochebuenas en las que no había teléfono móvil, ni Facebook, Instagram o WhatsApp. No crean que fue hace tanto, pero parecen sacadas de la noche de los tiempos por lo mucho que han cambiado las cosas. También las familias, que antes eran más una piña y a ninguna se le ocurría pasar esa noche fuera de casa, en una casa rural, como al parecer se ha puesto de moda. La nochebuena se pasaba en casa, generalmente con los abuelos, hablando entre todos y compartiendo risas y confidencias. Pero llegó el teléfono móvil y, sin que apenas nos diéramos cuenta, consiguió que cambiáramos nuestras costumbres, incluso las más arraigadas.

La sensación puede ser que el móvil lleva una eternidad con nosotros, pero no es para tanto. Fue a principio de los noventa, cuando, para animar la nochebuena, los de “Martes y 13” cantaban aquello de “Maricón de España” o “Mi marido me pega” y nos partíamos de risa sin que nadie pensara que se mofaban de los homosexuales o hacían chistes de un problema tan grave como la violencia machista. En aquel tiempo, 1993, empezaba a comercializarse MoviLine, el primer servicio de telefonía móvil para quienes pudieran permitírselo porque un móvil costaba 120.000 pesetas de las de entonces y darse de alta otras 25.000, mientras que el salario mínimo era de 58.000 pesetas al mes.

Aquello fue el comienzo de lo que vendría luego, unas redes sociales que tardarían en llegar, pues Facebook llegó en 2004, Twitter en 2006 y WhatsApp en 2009. Que es como quien dice ayer, hace solo diez años, pero ahí están y han cambiado nuestras costumbres de una forma que si uno se para a pensarlo no puede por menos que sorprenderse. Aunque bueno, no sé si será sorpresa el resultado de una encuesta en la que se apunta que el año pasado solo dos de cada diez hogares españoles lograron pasar la cena de nochebuena sin ningún teléfono móvil sobre la mesa.

El dato da que pensar, pero lo curioso es que la mayoría de los que confesaron que en nochebuena habían puesto el móvil al lado del pan, entre los cubiertos y el plato, están en desacuerdo con esa forma de proceder. Un 77% de los encuestados confesó haber tenido la sensación de que, durante la cena, estaban más pendientes del teléfono que de lo que hablaban en familia. Por otra parte, un 44% admitió que, para ellos, era más importante recibir un mensaje que lo que se estaba tratando en la mesa en ese momento.

Podemos admitirlo como normal y no darle importancia, pero la encuesta refleja hasta qué punto estamos condicionados por el móvil. Cosa que entendió mejor que nadie una compañía sueca de muebles que el año pasado lanzó su campaña navideña invitándonos a reflexionar sobre este comportamiento que asumimos, casi, como normal y quizá deberíamos replantearnos. La campaña tenía como lema desconecta para conectar y su intención era convencernos de que apagáramos el móvil, o lo dejáramos fuera de nuestro alcance, cuando nos sentáramos a la mesa para cenar en nochebuena. Planteaba algo tan sencillo como que intentáramos hacer lo que hacíamos antes de que los móviles condicionaran nuestras vidas. Simplemente que charláramos con nuestra familia sin interrupciones y mirándonos a la cara como en una conversación normal.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 16 de diciembre de 2019

Luces que no alumbran la verdad

Milio Mariño

Paseando al anochecer, con las luces de Navidad ya encendidas, recordé que hemos pasado de unas calles iluminadas con apenas cuatro bombillas, cosa que ocurría hace nada, cuando decían que la crisis obligaba al ahorro, a este derroche de luz y adornos en el que ningún Ayuntamiento quiere quedarse atrás y todos justifican el gasto como una inversión que atrae a los visitantes y hace que aumenten las ventas en los comercios y en el sector hostelero.

Seguramente es verdad, pero esto que se dice ahora también era válido hace unos años, cuando presumían de gastar poco porque había otras prioridades antes que emplear el dinero en bombillas de navidad. Además, tampoco vale la disculpa de que entonces estábamos en crisis porque hay multitud de avisos en el sentido de que la economía ha frenado su crecimiento y podemos estar a las puertas de otra recesión. Cosa que, por lo visto, ahora da igual pues cada Ayuntamiento rivaliza en poner más bombillas que nadie y ninguno habla de que hay que ahorrar. Madrid ha destinado cuatro millones de euros para iluminar sus calles, Vigo anda por el millón y medio y el resto sigue la moda, según las posibilidades de cada cual.

No tengo por qué ocultarlo; me gustan las calles iluminadas. Me gusta la luz y el color porque creo que influyen positivamente en nuestro estado de ánimo, pero pienso que no estamos para derroches y me llama la atención que se pase de la nada al todo con tanta facilidad. Debe ser que el término medio no les vale porque, a lo mejor, consideran que es para los mediocres.

Así es que nada, todo a lo grande. Vengan bombillas y adornos para que la clase media disfrute y se olvide de que un poco más allá de donde alcanzan las luces sigue habiendo penumbra y gente que lo pasa mal. Y no crean que son pocos pues según los datos del INE y Eurostat, relativos al mes de octubre, en España hay 12,3 millones de personas que están en riesgo de pobreza o exclusión social. La percepción puede ser que hemos mejorado, pero estamos peor. Tenemos un nivel de pobreza mayor que el de antes de la crisis y somos el tercer país con más desigualdad de Europa, solo por detrás de Bulgaria y Lituania.

La intención no es amargarles las navidades, es evitar que las luces nos deslumbren y nos impidan ver la realidad. Tenemos una ciudad bonita que, incluso, luce mejor adornada, pero en la que también hay necesidades sociales que no deberíamos olvidar. Necesidades que, en ningún caso, se solucionan con más bombillas sino siendo sensatos en la distribución del presupuesto municipal y la forma de repartir el gasto, pues ese porcentaje de la población que pasa dificultades sigue ahí, aunque no lo veamos, y su poder de compra no depende de la cantidad de luces que se instalen en las calles. Al contrario, cuantas más luces haya más se darán cuenta de que no les alumbran a ellos. Por eso parece absurda esta carrera de las bombillas que, al parecer, se inició en Vigo y han copiado los ayuntamientos que hace nada iban de pobres y, ahora, aparentan que se han vuelto ricos sin darse cuenta de que, en realidad, lo que alumbran con el exceso es la desigualdad en la que vivimos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 9 de diciembre de 2019

El cuento de Greta Thunberg

Milio Mariño

Hay palabras que a uno le salen del alma. El otro día, cuando vi, por televisión, a Greta Thunberg en el puerto de Lisboa, delante de un micrófono, dije en voz alta: “Probina”. Lo dije atendiendo al significado que los asturianos damos a esa palabra. Nada que ver con la situación económica de la niña porque ya me dirán quien consigue que los Grimaldi le dejen un barco para ir desde el Reino Unido a Nueva York, y que, una vez allí, otra familia se ofrezca para llevarlo en catamarán desde Salt Ponds hasta Lisboa. En ese sentido, Greta Thunberg no es una niña pobre. Lo es por cuanto está soportando la presión de ser famosa a nivel mundial y el futuro dirá si tiene la fortaleza suficiente para aguantar el tirón o corre el riesgo, como les ocurrió a otros niños y adolescentes, de convertirse en un juguete roto que acaba siendo olvidado y abandonado por todos.

Aclaro, entes que nada, que estoy a favor de la Cumbre del Clima. No soy un negacionista de esos que sostienen que es mentira que tengamos un problema con el medioambiente. Tenemos un problema y muy gordo, pero la utilización de esa niña no me parece bien. Creo que es víctima de su fama y una marioneta en manos de no sabemos quién, a la que sus padres no han sabido, o no han querido, proteger. Además, me sorprende su aspecto de niña siempre enfadada y su discurso y forma de proceder, más propios de una persona adulta que de una preadolescente. No me gusta que los niños se comporten como adultos ni tampoco que los adultos lo hagan como niños de primaria.

El caso que después de todo, por más que insistan en que ya tiene 16 años, Greta no deja de ser una niña que aborda el problema del cambio climático como si fuera un cuento de hadas. Como si hubiera una solución mágica que los políticos no están aplicando porque son como la bruja mala que se empeña en fastidiarnos. Quizá sea por su inocencia, pero es una forma muy peligrosa de abordar el problema, pues abona la idea de que la clase política es la única responsable del calentamiento global y pasa por alto el papel de las empresas contaminantes y las grandes corporaciones industriales como si no tuvieran ninguna responsabilidad.

Al final, no deja de ser una historia infantil, otra más, que contribuye a esa tendencia al alza que es la infantilización de la sociedad. Lo preocupante, y no lo digo con suficiencia, es que un adulto de inteligencia media crea que una niña, así por las buenas, puede convertirse en un icono mundial, viajar en un velero acompañada de un príncipe monegasco, tener voz en la ONU y ser recibida por los dirigentes de los países más importantes del mundo.

Llámenme desconfiado si quieren, pero sospecho que si esa niña se ha convertido en la superheroína del cambio climático no ha sido por casualidad. Pienso que tiene que haber una serie de patrocinadores que están detrás y se encargan de promocionarla. ¿Con qué fin? Pues no sé, a lo mejor porque antes de recurrir a un lobby, les viene mejor que una niña inocente nos cuente el cuento de que son los políticos quienes se están cargando el planeta y no los intereses económicos del ultraliberalismo de moda.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 2 de diciembre de 2019

Los acuerdos y las palabras

Milio Mariño

En el PSOE andan preocupados con eso de que la realidad que salió de las urnas supuso que ganaran las elecciones, pero no les alcanza para formar Gobierno ni pactando con Podemos y otros partidos minoritarios que aportan uno o dos diputados. Lo cual puede ser positivo o perverso, pues supone una pérdida de control que les obliga a devanarse los sesos y tener que elegir entre lo que ellos entienden por realidad y la realidad pura y dura. Una realidad que suele ser cruel y en este caso lo es.

 Deberían empezar por ahí, por entender que realidad funciona con sus propias reglas y no le importan las consecuencias ni los posibles excesos. Primero fue Podemos, que pedía el oro y el moro, y ahora es Izquierda Republicana, que parece que le hizo la boca un fraile y pide lo que sabe que no pueden darle, advirtiendo que quita y pone gobiernos como ya hizo y piensa seguir haciendo. Y lo dice no solo con arrogancia sino con un punto de chulería que sitúa a su líder, Gabriel Rufián, más cerca de Lavapiés que del Paseo de Gracia. Vuelve con la misma actitud que cuando sacó aquella impresora en el Congreso y presumió de que era con la que hacía las papeletas del prohibido Referéndum. Cree que puede hacer lo que le venga en gana y que el posible acuerdo que facilite la investidura ha de pasar por lo que él diga .

Nadie sabe cómo acabará la cosa, pero haría mal el PSOE si llegara a un acuerdo que no pudiera explicar a las claras. Uno de esos acuerdos en los que, para explicarlos, el portavoz tiene que hacer de contorsionista o de mago que, con su varita mágica, saca del sombrero nuevas palabras para nombrar lo que pudiera ser innombrable. Alguna vez se ha hecho y es una tentación peligrosa por cuanto recurrir a ese truco supone convertir el lenguaje político en una retahíla de sinónimos y subterfugios que confirman el poco respeto que los políticos sienten por la inteligencia ajena.

La tentación del PSOE, acuciado por la necesidad de romper el bloqueo, y la postura de los partidos de la derecha, puede ser esa. Puede ser pactamos lo que haga falta y luego lo disfrazamos de forma que la gente no se entere de lo que, en realidad, hemos pactado.

El temor de que pueda ocurrir algo así no es infundado. Las exigencias se han elevado tanto que sí, al final, hay acuerdo alguien tendrá que reconocer que se ha bajado del burro. Lo ideal sería que se bajaran todos. Que unos y otros pusieran los pies en la tierra y dejaran de enseñar la patita, pero como eso se nos antoja difícil, por no decir imposible, lo que se pide es que sean honestos y no nos engañen. Que no jueguen con las palabras e intenten darnos el timo diciendo que nadie ha cedido y que, aun así, se ha llegado a un acuerdo.

Será importante, por tanto, que estemos atentos a cómo explican ese acuerdo, si es que, al final, se produce. A las palabras les ocurre lo qué a las monedas, que no siempre tienen el mismo valor, pero es diferente que lo pierdan por el paso del tiempo a que los políticos se dediquen a falsificarlas y luego las usen como si fueran auténticas.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 25 de noviembre de 2019

Meter miedo a la esperanza

Milio Mariño


Los que eran poderes fácticos y, para despistarnos, se rebautizaron como instituciones que prestan un servicio al Estado: los bancos, los fondos de inversión, los grandes empresarios… Todos los que no pasan por las urnas, pero tienen poder para impulsar o detener el desarrollo económico y, en general, influir en la marcha de la sociedad, es evidente que ejercen su poder de muchas maneras y una de ellas consiste en meternos miedo de una forma tan sibilina que casi llegamos a creer que lo hacen por nuestro bien y no por el suyo.

El miedo siempre ha sido un arma de primer orden, un poderoso instrumento que acostumbran a utilizar los poderes fácticos para atemorizarnos y convertimos en ciudadanos sumisos. Es por eso que cuando llega el caso, como ahora, recurren al miedo. Y es lo que han hecho, han elegido un monstruo, Frankenstein, que así es como llaman al posible gobierno de coalición, para anunciar un futuro monstruoso y lleno de calamidades.

 Los malos augurios empezaron a raíz de que el PSOE y Podemos manifestaran que estaban de acuerdo en formar un gobierno de izquierdas. No pasó ni un día y ya volvieron los mete miedos de siempre con la amenaza de que sería catastrófico. Al parecer, la primera equivocación sería que pretendiéramos una sociedad más justa. Lo que nos conviene, y conviene a España, es que haya un retroceso en este modelo de sociedad que tanto nos ha costado construir. La prosperidad de la economía, dicen los asustadores, es incompatible con conservar unos derechos sociales que son insostenibles. Sería un grave error, y anuncian que lo pagaríamos caro, que el Gobierno aumentara el gasto social y pretendiera financiarlo con medidas fiscales como endurecer el impuesto de Sociedades o penalizar a las rentas altas en el IRPF. Otras medidas que nos llevarían a la ruina serían elevar el SMI a 1.200 euros, desmontar la reforma laboral o regular el mercado del alquiler de viviendas. Y, para que no quede nadie sin amenaza, han llegado a decir que un gobierno de izquierdas también perjudicaría al fútbol, pues la regulación de las casas de apuestas y la subida fiscal al juego, podría suponer que los clubes, entre patrocinios y publicidad, dejaran de ingresar 500 millones de euros.

Lo bueno, de un futuro tan catastrófico, es que tiene solución. Bastaría con un acuerdo entre el PP y el PSOE. Una propuesta sorprendente ya que no deja de ser curioso que quienes ahora piden un pacto así no lo hubieran pedido cuando en Madrid y Andalucía ganó la izquierda y el PP pactó con Vox. Lo que tocaba, entonces, era alcanzar el poder al precio que fuera. Era dar por bueno que no existe violencia contra las mujeres, que la única forma de que haya trabajo es que se realice en condiciones de esclavitud y que eso de que vamos hacia un desastre ecológico es un invento de los progres.

El caso que, ahora, los asustadores proponen un pacto PP-PSOE. Pero no lo proponen por patriotismo, lo proponen por dinero. Apuestan por una política ultraliberal que les garantice el máximo beneficio. Por eso insisten con el miedo y quieren que se imponga sobre la esperanza de una sociedad más justa. Algo que no es imposible ni supone una catástrofe. Catástrofe sería que aceptáramos, como única solución, que solo podemos ir a peor.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 18 de noviembre de 2019

Animales por sentencia

Milio Mariño

A veces se nos olvida que somos animales. Se nos olvida con frecuencia, menos mal que ahí están los jueces para recordárnoslo y devolvernos a la realidad con sentencias como esa que considera objetivo el despido de un trabajador que falte un veinte por ciento de los días laborales, durante dos meses, aunque sea por enfermedad y con justificación del médico.

La sentencia, que se conoció a finales de octubre, avala el despido de una trabajadora de Barcelona, aquejada de hernia discal, que faltó nueve días, justificados con baja médica, y declara constitucional el artículo 52 del Estatuto de los Trabajadores que había sido modificado por la reforma laboral de Mariano Rajoy. Considera que, en base a la libertad de empresa y la defensa de la productividad, las bajas médicas son causa de despido objetivo. Además, y por si fuera poco, según el Tribunal: “Despedir a un trabajador por superar un número de faltas de asistencia al trabajo, justificadas o no, en un determinado periodo de tiempo, no comporta actuación susceptible de afectar a la salud del trabajador”. Es decir, que, para esos jueces, ir a trabajar con gripe, o cualquier enfermedad contagiosa, no afecta a la salud de quien la padece ni tampoco a la de sus compañeros de trabajo.

Leyendo sentencias como esta, es fácil llegar a la conclusión de que creer que los trabajadores tienen derechos viene a ser como creer en Dios. Una ilusión que algunos siguen manteniendo a pesar de que las evidencias indican que hay razones para pensar que es solo eso, una ilusión. Esto lo mismo. La supuesta protección laboral significa, en la práctica, que los empresarios tienen carta blanca para despedir a quien les apetezca, incluidos los trabajadores enfermos que justifiquen su ausencia con un certificado médico.

Podría parecer que hablamos de África, pero estamos hablando de España, un país que presume de su Estado de Bienestar y de tener una sociedad culta y civilizada. Pues bien, en esta sociedad civilizada, los jueces acaban de sentenciar que cualquier trabajador que se ponga enfermo podrá ser despedido por vago. Al final, es como queda. El trabajador queda como un vago o un indeseable que se escaquea y comete un fraude, cuando lo único que ha hecho es tener la desgracia de caer enfermo.

Según los Magistrados del Tribunal Constitucional, la productividad de las empresas está por encima de la salud de las personas. Por lo visto, quienes nos contratan, y nos pagan un salario, tienen derecho no solo a pagarnos poco y exigir que trabajemos mucho sino a tratarnos como animales. Pero no como animales domésticos, que ya quisiéramos, sino como animales de la selva, donde solo sobreviven los más fuertes. Esa, al parecer, es la legalidad vigente. Así que apenas unos pocos, los que tengan una salud de hierro, conseguirán no ponerse nunca enfermos y superar con éxito una exigencia que parece más propia del tiempo de la esclavitud que de los empresarios del siglo XXI.

La salud es un derecho fundamental que debe estar protegido por encima de cualquier otra consideración, incluidas la llamada libertad de empresa o el cálculo de la productividad. Por eso que la sentencia, además de condenarnos al despido, nos condena a perder la condición de personas y establece que somos, solo, animales. Cosa que también son los jueces, pero deben pertenecer a otra especie distinta de la vulgar homo sapiens.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 11 de noviembre de 2019

Política del corazón

Milio Mariño

Escribí lo que están leyendo sin conocer los resultados electorales que hoy serán públicos. Decidí arriesgarme porque pienso que, para el caso, no son necesarios. Acierten o no los pronósticos, será imposible que podamos tener un Gobierno soltero. El próximo Gobierno tendrá que ser de matrimonio. Así que lo más probable es que volvamos a oír que se inician uno o varios noviazgos con la esperanza de que, esta vez, alguno acabe en boda.

 No será fácil porque el novio y las posibles novias ya se conocen y habrán de revisar cuales fueron las causas por las que no acabaron formando pareja. Sabemos, por los periódicos, que hace unos meses el novio había manifestado la voluntad de casarse con quien, en principio, perecía que compartía sus valores. En eso estuvo, pero luego resultó que la novia no se fiaba de sus promesas y tampoco estaba de acuerdo con la dote, que consideraba escasa y por debajo de su valía. Cierto que casi acaban en boda, pero al final la relación se fue al traste y quedó en evidencia lo que algunos sospechaban.  Que aquel matrimonio, de haberse consumado, no hubiera sido por amor.

Amor es otra cosa. Es el desinterés y la entrega sin contrapartidas. Era lo que el novio pedía, apelaba a los sentimientos y los ponía por encima de las diferencias y los intereses para iniciar un proyecto juntos, repartiéndose las responsabilidades. Ahora bien, también advertía que sería él quién llevara los pantalones en casa. Ese fue el primer escollo porque, en el tema de los pantalones, el novio no aceptaba que cada uno llevara una pernera. Aceptaba que las opiniones y los deseos contaran, aunque llegado el momento, después de discutir el asunto, era a él a quien le correspondía la última palabra.

Eso, y lo de la dote, hicieron que la cosa acabara en ruptura. Así que cada cual volvió con los suyos y justificó, a su manera, que la relación se rompiera. Los dos se echaron la culpa y lamentaron que no hubiera boda haciéndose mutuos reproches, mientras la sociedad recibía la noticia acusándolos de irresponsables. Había calado la idea de que estaban destinados a casarse. De todos los matrimonios posibles era el único que se veía factible. Cierto que había otras novias y también podían formarse otras parejas, pero en un caso no compartían los mismos valores y en el otro, en el caso de otras parejas, aunque los compartían, ni contando con un amante les alcanzaba para que la boda surtiera efectos legales.

La pregunta ahora es si aquella pareja que estuvo en un tris de casarse, valdrá la pena que vuelva a intentarlo. Si habrá servido de algo que tuvieran un tiempo para pensarlo. No lo sabemos. No sabemos si los reproches, el rencor y el desafecto habrán ido en aumento o si, por el contrario, los dos están desando volver y no saben cómo hacerlo. Claro que también puede ser que cada uno piense que el otro ha cambiado y los dos sigan igual de tozudos.

Dicen los expertos que volver siempre es duro, pero que cuando deciden darse una segunda oportunidad, más de la mitad de las parejas superan sus diferencias y acaban reconciliándose. Ojalá sea así. El desbloqueo exige una política de corazón. Exige amor y buen rollo porque si, al final, volvemos con que no hay matrimonio, estamos perdidos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 4 de noviembre de 2019

Otro noviembre

Milio Mariño

Dicen de noviembre que es el mes más triste del calendario. Un mes que se estrena con esa vuelta de reloj que acerca la noche a lo que era la tarde y también con el día de Todos los Santos, una celebración que, ahora, llaman Halloween y pretende banalizar la muerte convirtiéndola en un espectáculo. En eso ha quedado nuestro homenaje a los muertos, en una fiesta cuyos destinatarios son, sobre todo, los niños que ya reciben instrucciones en los colegios invitándolos a que se disfracen de zombis. Algo que, a tenor de los disfraces, no puede ser nada bueno.

La cuestión es que Halloween ha ido ganando terreno y no por casualidad. Antes, en noviembre, llevábamos flores a los difuntos y pare de contar. No había festejos ni celebraciones de ningún tipo. Volvíamos del cementerio y, al día siguiente, la vida seguía igual de aburrida o peor. Un detalle que no pasó desapercibido para quienes controlan la marcha del mundo, que se dieron cuenta de que no podían permitir que nos aburriéramos y no compráramos nada hasta que llegara la Navidad. No les bastaba con vender cuatro ramos de crisantemos, tenían que vender mucho más. Y eso explica que, para noviembre, inventaran la fiesta de Halloween y también el Black Friday y el día del soltero, una tradición china que ha acabado por consolidarse como el día de más ventas online de todo el año.

¿Qué cómo respondimos a esto?… Pues tan contentos. Todo lo que sea celebrar algo, hacer fiesta o que las tiendas anuncien descuentos, es bien recibido. Halloween, el Black Friday, el día del soltero y lo que se tercie… Todo vale. Mucho me temo qué si nos propusieran celebrar el Ramadán, inventando cualquier festivo o descuentos en las tiendas, también nos apuntaríamos.

De todas maneras, es muy posible que la culpa la tenga noviembre, un mes que deprime y nos recuerda la muerte por aquello de la frialdad del mármol y el silencio de los epitafios. Pensándolo bien, tal vez sea un mes innecesario. Lo sería si no fuera que es tiempo de castañas. Para mí es lo que le salva, ese manjar exquisito qué durante siglos, hasta que la patata llegó de América, fue un alimento básico y ahora es casi un lujo. Que digo casi, un lujo auténtico. Soy de los de antes, así que cuando quiero saber el valor real de algo lo calculo en pesetas. Y, al final, termino asustándome. Cualquiera no: las castañas están a 750 pesetas el kilo.

Una barbaridad, pero todo sea por alegrar noviembre sin caer en las garras de las compras por internet o la tentación de comprar en los chinos. Los chinos son quienes venden más disfraces de Halloween y, también, crisantemos. Han visto el negocio y trabajan las flores y los disfraces igual o mejor que los cachivaches de plástico.

Estaba rodeado. Lo de Halloween, el Black Friday y las compras por internet ni tocarlo. Lo de comprar crisantemos en los chinos ni de broma. Me quedaba una única salida para salvar noviembre sin sucumbir a la dictadura de esa globalización que se ha colado por todos los sitios. Las castañas. Las castañas las pagaré caras, pero son algo nuestro que nadie puede quitarnos. La mala noticia es que China tiene un excedente de más de un millón de toneladas y sus castañas ya están llegando a los supermercados.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 28 de octubre de 2019

Cataluña y la llamada de la tribu

Milio Mariño

Imagino que se habrán dado cuenta, más de una vez, de qué en la calle, en los bares y en cualquier sitio, es fácil encontrar a personas que presumen de tener solución para todo y están deseando dar su opinión. Gente que, sin que nadie se lo pida, se apresura a decirnos cómo se resuelve cualquier problema, convencida de que no podríamos sobrevivir sin esos gratuitos consejos que ofrecen desde una superioridad que no se molestan en disimular. Al contrario, su actitud parte de la premisa de que deberíamos estar agradecidos por su inestimable ayuda.

A mí me tocó esta semana. Esta semana entré en un bar y allí estaba un señor que hablaba, para que todos le oyeran, dando consejos sobre qué era lo que había que hacer en Cataluña. Nadie le hacía caso y el camarero, a quien tomaba por su interlocutor, trajinaba sin prestar atención. Así que se dirigió a mí y volvió con lo que debía haber sido el principio de su discurso. En Cataluña lo que hace falta es mano dura. Los presos que se pudran en la cárcel y en cuanto a las calles tendrían que mandar al ejército, si es necesario, con tanques. No podemos consentir que cuatro niñatos levanten hogueras en el centro de Barcelona y se rían de la policía y de todos nosotros. Eso lo arreglaba yo en dos minutos.

Decidí hacerme el sordo, en cierta medida lo soy, y pedí lo que pido siempre: un cortado. Un cortado para mí y otro para Cataluña, pensé acordándome de los que no se cortan y proponen que la democracia actúe allí como lo haría cualquier general golpista en un país suramericano. Pero bueno, al fin y al cabo, era un simple comentario de bar. Son peores otros discursos, de algunos responsables políticos, que vienen a decir lo mismo, aunque lo disimulen un poco. Es peor lo de Albert Rivera, que cada día está más ridículo en su empeño por echar gasolina al conflicto. Otro tanto se puede decir de Pablo Casado, que se olvida de su reciente giro centrista y habla de reconquistar Cataluña dando más protagonismo a la Guardia Civil. Luego está lo de Santiago Abascal, que para que les voy a contar. Pide el estado de excepción, la ley marcial, la intervención del ejército y el encarcelamiento, inmediato, de Torra y todos los que le acompañan en el gobierno.

Los tres recurren a la llamada de la tribu. Y, en eso coinciden con el señor del bar y los nacionalistas violentos, cuya pertenencia a la tribu les permite justificar todo lo que están haciendo. Algo que rechazamos pero que también haríamos si hiciéramos caso a Casado, Abascal y Rivera, cuya propuesta es que nos enfrentemos a los violentos pegando más fuerte.

Si los nacionalistas actúan de forma insensata, ciega y violenta, no cabe apelar a los instintos primarios y responder con una violencia mayor. Al extremismo nacionalista no procede contraponerle ningún otro extremismo. Los extremismos se retroalimentan y agravan la situación. Por eso pienso que acierta el Gobierno en su estrategia de dar una respuesta firme pero contenida. No podemos volver a la tribu. Alguien tiene que mantener la cordura. Alguien que no parece que sean Casado, Abascal y Rivera quienes, con sus arrebatos, están más cerca de liarla parda que de ofrecer una solución aceptable y sensata.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / diario La Nueva España

lunes, 21 de octubre de 2019

Agua de otoño

Milio Mariño

Superados los veranillos de San Martín y San Miguel, esperamos un otoño que nos traiga agua porque por aquí, aún, llueve algo, pero, por ahí abajo, los pantanos están medio secos y las previsiones son como las de aquel cura párroco que era apremiado por sus feligreses para que les dejara sacar al santo. El cura, que se oponía en principio, al final acabó cediendo, aunque no sin advertirles primero: Si queréis sacar al santo sacarlo pero que sepáis que he mirado en internet y no vaticinan que vaya a llover.

Lo de sacar al santo, ahora se lleva menos, pero antes, cuando había sequía, era normal hacerle novenas y sacarlo en procesión para pedir que lloviera. Lo curioso es que sí no llovía no crean que el santo se iba de rositas. Había pueblos, como Torrejoncillo, en los que le perdían el respeto y llegaban a insultarlo y a ponerle un trozo de bacalao en la boca. Claro que también había otros en los que la conclusión, si el santo no les mandaba lluvia, era que habían pecado mucho.

Es cierto que pecamos. Lo único que, si nos referimos a la lluvia, esos pecados no los provoca el demonio, el mundo o la carne, sino los desmanes contra el medio ambiente. Son pecados que nos han llevado a un calentamiento global que algunos, los países ricos, siguen negando, porque les interesa y, otros, los que están en vías de desarrollo, porque reclaman el derecho a contaminar para crecer, como hicimos nosotros durante décadas.

De todas maneras, los científicos aseguran que, en general, llueve igual ahora que hace setenta años. La diferencia está en que la caída de agua se produce en menos tiempo. Hay menos días de lluvia, aunque el resultado final, en litros, al parecer es el mismo. No puede llover más de lo que lo hace en un país como el nuestro. Circunstancia que nos lleva a fijarnos en la demanda y tener en cuenta que hemos aumentado, de forma exagerada, nuestro consumo de agua.

Según la OMS, lo que necesitamos para vivir son 50 litros de agua por persona y día. Ese sería el mínimo para mantener un nivel adecuado de salud e higiene y atender las necesidades domésticas. Sin embargo, la media de consumo en España casi triplica esa cantidad. Gastamos, o malgastamos, 132 litros por persona cada día. Un dato, referido a 2018, que ha sido facilitado por AEAS.


Así estamos. Llueve lo que llueve, lo mismo que hace 70 años, y no podemos pedir a las nubes que nos manden más lluvia porque nosotros hayamos aumentado el consumo de agua. Por eso que los expertos no proponen sacar a los santos en procesión ni aumentar el número de pantanos. Dicen que el precio medio del agua de uso doméstico es de 1,84 euros por metro cúbico, lo que representa un 0,89 % del presupuesto familiar. Muy por debajo del 3 % que fija la ONU como límite asequible del Derecho Humano al Agua. De modo que la solución, según ellos, es poner el agua más cara para que limitemos su consumo. Lo de siempre en estos casos. Así que no sé yo si no volveremos a sacar, en procesión, a los santos. No para que llueva, que es evidente que no sirve de nada, sino para que no nos suban el recibo del agua.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 14 de octubre de 2019

El móvil, lo primero

Milio Mariño

Según varias encuestas, por término medio, consultamos el móvil cincuenta veces al día. Pero bueno, tampoco conviene alarmarse ni hacer mucho caso. Ya saben lo que son las encuestas y el término medio. Son qué si uno está comiéndose un pollo y otro mirando como lo come, resulta que se han comido medio pollo cada uno. Así que es fácil deducir que consultamos el móvil más veces de lo que apuntan las encuestas y que la dependencia, al decir de varios estudios, ha llegado al punto de que muchos padres atienden al teléfono antes que a sus hijos.

Llamarlo abandono tal vez sería demasiado, pero hemos llegado a eso, a que muchos padres estén más pendientes del móvil que de sus hijos. Hay creado un universo en el que se supone que todos tenemos el móvil conectado y siempre a mano para responder cualquier mensaje en, como mucho, treinta segundos. Si se tarda más tiempo ya hay impaciencia en los dos lados, en el que ha mandado el mensaje y en el que tiene que contestarlo. Por eso damos prioridad al teléfono antes que a cualquier otra cosa. Y lo curioso es que la mayoría de esos mensajes, a los que damos prioridad absoluta, suelen ser memes, chascarrillos y tonterías sin transcendencia. Nada importante para nosotros ni para nuestras vidas.

Esto de que los padres atiendan al teléfono y desatiendan a sus hijos lo leí en una revista que reproducía un estudio realizado en diez países. Pero, ni siquiera hacía falta leerlo. Basta con salir a la calle y fijarse un poco. Todo el mundo está con el móvil en la mano o colgado del cuello, que según The Wall Street Journal es lo último de lo último. Es lo que acaban de poner de moda los modelos masculinos en los desfiles de Prada, Dior y Versace, como algo muy práctico para leer los mensajes sin tener que sacar el teléfono del bolsillo.

Era lo que nos faltaba, llevar el móvil al cuello igual que las vacas llevan un cencerro. Dice el profesor David Greenfield que esto pasa porque la adicción al móvil es muy similar a la que sienten los ludópatas. Cada vez que suena el móvil, al parecer, causa interferencias en la producción de dopamina, el neurotransmisor que regula el circuito cerebral de recompensa. Cuando recibimos el aviso de un mensaje sube el nivel de dopamina porque pensamos que nos ha llegado algo nuevo y muy interesante. Y como no podemos saber qué es lo que nos llega, esa incertidumbre provoca el impulso de estar siempre pendientes y coger el teléfono cuando suena.

Lo primero es el móvil. Está con nosotros desde que nos levantamos hasta que nos acostamos o, incluso, en la cama o la mesilla de noche. Y por supuesto, en los transportes públicos, la calle, el trabajo, el parque, el restaurante o donde quiera que vayamos, incluido el cuarto de baño.
Apuesto a que coincidimos en qué el móvil solo deberíamos usarlo cuando, de verdad, lo necesitamos. Que deberíamos ser nosotros quienes controláramos el teléfono y no al revés. Pero es evidente que, el móvil, se ha convertido en nuestro amo y nosotros en sus esclavos. Estamos a su servicio. Aunque no sé, tal vez piense así porque pertenezco a una de las últimas generaciones que recuerdan cómo era la vida antes de que tuviéramos móvil.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 7 de octubre de 2019

El Brexit y los ingleses

Milio Mariño

Cada vez que leo alguna noticia sobre el Brexit me acuerdo del genial escritor Julio Camba, quien decía que mientras había vivido en Inglaterra nunca había tenido la sensación de vivir entre personas mayores. Según él, Inglaterra es un pueblo de niños y los niños, todos los niños, son terriblemente egoístas y amigos de hacer travesuras. Así definía a los ingleses, decía que no querían hacerse adultos, que prolongaban su infancia hasta la vejez.

El comentario del escritor gallego es de principios del siglo pasado, pero no creo que pueda haber una explicación mejor para definir el carácter de los ingleses y lo que ocurre con el Brexit. Todo apunta a que son como niños y que el Brexit ha acabado por convertirse en el cuento de Pedro y el lobo. Aquel cuento en el que un pastor se había divertido tanto con la broma de que venía el lobo que cuando de verdad vino, la gente no le hizo caso y el lobo se comió las ovejas. En esas estamos. El lobo está relamiéndose mientras contempla el desconcierto del rebaño.

 Nadie pone ya en duda que el Brexit, y sobre todo un Brexit sin acuerdo, será una ruina para los ingleses. Hasta el propio Gobierno británico acabó por reconocerlo en un informe que tuvo que publicar a instancias del Parlamento, en vísperas de su clausura. La previsión del informe es que habrá colas kilométricas en las carreteras de acceso a los puertos y el túnel del canal de la Mancha, disminución de los alimentos frescos en los supermercados y escasez de medicinas, sangre y plasma. Añadan precios más caros de la gasolina y la comida, depreciación de la libra esterlina y subida de los aranceles. Un cúmulo de consecuencias, todas negativas, que para la mayoría de los ingleses serán problemillas menores comparados con la inyección de adrenalina patriótica que supone que la gente del resto de Europa tenga que enseñar el pasaporte en la frontera inglesa. Esa, al parecer, será la única satisfacción de su espantada de la Unión Europea. La satisfacción de volver a una Inglaterra con fronteras y soñar con su antigua grandeza.

Parece un anhelo infantil pero ya habíamos dicho que los ingleses son como niños y a las pruebas me remito. Solo hay que ver la Cámara de los Comunes, con sus anticuados procedimientos, los exabruptos del teatrero y despeinado Boris Johnson y los bancos de cuero verde escenario de acalorados discursos. También está el gato Larry, que vive en el número 10 de Downing Street y tiene la consideración de funcionario público, con un sueldo de 100 libras y el rango de “ratonero jefe" de la residencia oficial del primer ministro. Y, todavía hay más. Inglaterra es un país donde los jueces siguen usando peluca, los coches llevan el volante a la derecha y el sistema métrico decimal no existe. Las distancias en carretera se cuentan por millas y yardas, la gasolina en galones y la cerveza, la sidra y la leche en pintas y medias pintas.

Viendo estos detalles no debería extrañarnos que los ingleses quieran salir de Europa; siempre se han considerado otra cosa. Y tal vez lo sean. Tal vez sean ese pueblo de niños que decía Julio Camba. A lo mejor, la equivocación de la Unión Europea, y de todos nosotros, es que nos empeñamos en tratarlos como si, realmente, fueran adultos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 30 de septiembre de 2019

Partidos a trozos

Milio Mariño


Que Iñigo Errejón haya decidido fundar un nuevo partido y presentarse a las próximas elecciones es algo que, para muchos, era muy necesario. Según el Ministerio del Interior en España hay 4.772 partidos, pero, de todos ellos, solo 61 se presentaron a las elecciones del pasado 28 de abril. Con lo cual la oferta se redujo bastante y es muy probable que hubiera gente que se vio obligada a abstenerse porque, entre esos 61 partidos, no encontró ninguno que encajara con su perfil ideológico.  No todos tienen tan claro el voto como las monjitas de los conventos que, por más que digan que no les interesa la política, siempre saben a quién votar y acuden a las urnas, aunque ese día caigan chuzos de punta.

No es lo común. Los electores, en general, suelen ser exigentes a la hora de dar el voto. Quieren que haya alternativas que se ajusten a lo que piensan para, así, no romperse la cabeza y votar con comodidad. Les da lo mismo que esa exigencia obligue a que algunos líderes políticos tengan que dejar la formación que venían representando y fundar un nuevo partido. Ahí está Llamazares que, después de llevar algo de más de tres décadas en Izquierda Unida, tuvo que montar Actúa, porque quienes le seguían se lo exigieron, al ver que no iba como cabeza de lista por Asturias.

Con Errejón ha pasado algo parecido. Errejón siempre dijo que era partidario de que las fuerzas progresistas se unieran, pero las bases exigieron que se separara y concurriera a las elecciones con un nuevo partido cuyo objetivo es favorecer la unidad.

Esto de lo que hablamos, esto de que un dirigente abandone el partido y funde una nueva formación política, que ocurre sobre todo en los partidos de izquierdas, es algo natural y sencillo por más que siempre haya interesados que traten de darle vueltas y buscar contradicciones donde no las hay. Los partidos surgen por la demanda de los electores. No se trata de personalismos ni caprichos de personas que digan aquí se hace lo que yo digo y si no se hace fundo yo mi partido. Podrá parecerlo, pero no es así. Que Podemos esté formado por En Mareas, Compromís, Barcelona en Comú, Elkarrekin, Adelante Andalucía, Equo, IU, Unidad Popular, Anticapitalistas y no sé si alguien más no obedece a que, quienes están al frente de cada una de esas organizaciones, se nieguen a someterse a las estructuras de un partido tradicional, con su “aparato” y su jerarquía. Obedece a la idea de que haya un mayor pluralismo sin que tengan que ver, para nada, los intereses personales o el afán de protagonismo.

La explicación oficial va por ahí. Es lo que suelen decir y yo me lo creo porque soy optimista y no veo malicia en seguirles la corriente y usar la ironía. Pero claro, si me preguntan por qué algunos partidos acaban a trozos mi opinión es distinta. Para mí, lo que ocurre no es que surjan diferencias ideológicas insalvables o haya enfoques políticos radicalmente distintos. Lo que, de verdad, provoca que alguien, como ahora Errejón, funde un nuevo partido es la falta de mimos. Si Errejón se hubiera sentido mimado no se habría embarcado en esta nueva aventura. De modo que la mejor receta, para evitar que los partidos se rompan, es que haya más mimos y menos debates políticos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 23 de septiembre de 2019

El funeral de las elecciones

Milio Mariño

Comparto la indignación popular por el fallecimiento de las pasadas elecciones.  Tampoco yo consigo explicarme por qué no ha sido posible que los partidos políticos llegaran a un acuerdo para salvar de la muerte lo que votamos hace seis meses. Así que bueno… Más que pesaroso, estoy cabreado. Cabreado con todos porque ninguno, ni unos ni otros han tenido la dignidad ni la valentía de decirnos cuales han sido las verdaderas razones por las que han actuado como han actuado y, al final, han sido incapaces de mantener con vida el mandato de las urnas.

Solo se oyen excusas. Excusas y más excusas, aunque parezca evidente que, desde el primer momento, cada partido se enrocó en lo suyo, los intereses particulares primaron sobre los generales y las apetencias personales sobre la obligación de entender que todos tenían que ceder para alcanzar un acuerdo. Pero que si quieres arroz Catalina. Los dirigentes se dedicaron a dejar que pasara el verano y en cuanto a los partidos políticos Ciudadanos quiso sustituir al PP y Podemos al PSOE.

Se había dicho, con alegría, que uno de los grandes logros había sido acabar con las mayorías absolutas y el bipartidismo. Que el bipartidismo se había acabado y era la hora de los partidos bisagra. No contaban, supongo, con que la bisagra se convertiría en cerrojo y volveríamos a lo de antes o, incluso, peor. Peor porque se pensaba que los partidos mayoritarios se verían forzados a ser más modestos, pero nada ha cambiado. El PSOE se ha mantenido igual de soberbio y el PP se ha fragmentado en tres, con el agravante de que ha dado pie a que apareciera la ultraderecha.

Total, que hemos vuelto a los rojos y los azules sin que fuera posible que el color original aceptara mezclarse con otros colores. Por eso, ya lo dije antes, comparto la indignación por el fallecimiento de las elecciones de abril y, además, estoy cabreado. Siento una especie de malestar general, una sensación como de dolor de estómago que no creo que vaya a desaparecer cuando empiece la campaña electoral. Al contrario, vaticino que la campaña será la más absurda de los últimos años. No habrá propuestas, lo único que dirán será vótame a mí porque los otros son peores. Son malísimos, de ahí que la alternativa sea elegir al peor y no darle el voto.

No parece, por tanto, que haya mucho entusiasmo ni que la gente esté muy dispuesta para acudir, de nuevo, a las urnas. De todas maneras, yo he votado siempre y volveré a votar en noviembre, aunque mi voto de abril haya ido a parar a la morgue. Sé que no lo merecen, pero no votar sería despreciar un derecho que nuestros padres y nosotros mismos hemos conquistado a costa de muchas penalidades y tras muchos años de lucha y sacrificios. Así que votaré por respeto a todo eso, por respeto a mí mismo y porque me parece de buena educación. Como dar los buenos días, ceder el paso o sujetar la puerta a un desconocido. No porque me vayan a convencer de que llegamos a donde hemos llegado por culpa de alguien que fue muy malo. Todos han sido peores de modo que lo que digan ahora, en el funeral de las elecciones, es como aquel que va al tanatorio a contar chistes y decir tonterías.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 16 de septiembre de 2019

Libros de texto a capricho

Milio Mariño

La vuelta al cole supondrá que alrededor de ocho millones de niños y jóvenes vayan a estudiar una Historia, una Geografía y una Literatura diferentes, según la Comunidad Autónoma en la que residan. Cito tres y no sé si me quedaré corto, en cuanto a las asignaturas que las Comunidades modifican a capricho, porque viendo los esfuerzos que hacen por diferenciarse, y el nivel de locura al que hemos llegado, tampoco me extrañaría que metieran mano a las matemáticas y, en algunas Comunidades, dos más dos dejaran de ser cuatro. No lo descarten. En la geografía que se enseña en Canarias apenas se da importancia a los ríos, porque allí no los tienen, y en los libros de historia, que se estudian en Cataluña, se pasa por alto que los Reyes Católicos existieron y se dice que Jaime I Rey de Cataluña, cuando lo era de Aragón, emprendió la expansión de Cataluña por tierras hispánicas.

Que denuncie estos disparates no significa que ponga en cuestión el Estado de las Autonomías, entre otras cosas porque no me gusta el Estado centralista y porque pienso que las Comunidades son fundamentales para acercar la política a los ciudadanos y para la estabilidad y el buen gobierno de España. Pero, que piense así, no me impide ver que tenemos diecisiete Comunidades Autónomas y diecisiete sistemas educativos distintos que, en su afán por diferenciarse, cometen auténticas barbaridades. Barbaridades y despropósitos como que en el pasado curso se hicieran de una sola asignatura, Ciencias Sociales de 4º de Primaria, 25 ediciones diferentes.

Es cierto que los libros de texto tienen que cumplir los criterios curriculares que marca el Ministerio de Educación, pero también lo es que han de cumplir los criterios aprobados por las Comunidades Autónomas. Y aquí es donde empieza el lio y se instala la insensatez porque una materia como Matemáticas, que es neutra y debería estar sujeta a pocos o ningún cambio, tiene hasta 19 manuales distintos para el mismo curso. Manuales como el de Andalucía, en el que se dice que para explicar geometría hay que poner como ejemplo la Alhambra.

Así estamos. El orgullo patriótico, la exaltación de los símbolos y la reivindicación y sentimiento de diferencia de cada Comunidad Autónoma, frente al resto de España, configuran una realidad que evidencia la dejación del Estado en sus funciones de supervisión y control del sistema educativo. El Estado no interviene, con el pretexto de evitar conflictos, y el resultado es una caótica realidad que nadie quiere abordar. Nadie, ni la clase política ni la sociedad hacen nada por solucionar el desbarajuste actual y encontrar el lógico equilibrio entre las competencias de las Comunidades y las del Ministerio de Educación.

Es lo que se echa en falta, que sus señorías, de una vez por todas, aborden el modelo educativo con criterios racionales y partiendo de una base común. Que se llegue a un verdadero pacto de Estado, lo cual no quiere decir que se pida la homogeneidad absoluta, sino un acuerdo básico que evite estar al albur de lo que legisle la ideología que ostente el poder en cada momento y unos nacionalismos que están utilizando la educación para marcar diferencias sin que les importe tergiversar la historia o la ciencia.
No deberían permitirse los caprichos de las Comunidades Autónomas en materia de educación. Habría que acabar con ellos cuanto antes mejor.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 9 de septiembre de 2019

Carteristas y corruptos

Milio Mariño

Cada vez parece más evidente que estamos en una sociedad idiotizada por la televisión y las redes sociales, en la que todo está pensado para convencernos de que el mundo es como lo pintan y nada ni nadie puede cambiarlo. Por eso se sigue apelando a que siempre hubo pobres y ricos, ladrones, abusadores, asesinos, políticos corruptos... Toda una lista de estereotipos que, a fuerza de repetirse, hace que acabemos creyendo que son lo propio del sistema establecido y que la vida es así. Que lo único que sucede es lo que nos cuenta la tele, nuestro móvil y lo que vemos por internet. Esa parece ser la única realidad existente y con eso nos entretenemos sin cuestionar nada ni mirar más allá. Nos enseñan la zanahoria y vamos tras ella con los ojos cerrados.

La zanahoria, estos días pasados, fue la alarma social que se creó en Barcelona por la proliferación de carteristas y la ineficacia, más que de la policía, de una justicia que no consigue meterlos en la cárcel y que pasen allí una buena temporada.

Sería lo lógico, pero no deja de ser curioso que esa alarma y ese reproche a la justicia surjan por la incidencia de los carteristas y no genere ninguna alarma que los miembros de una familia, el clan Puyol-Ferrusola, sigan en libertad y disfrutando de la buena vida, después de haber amasado una fortuna de 290 millones de euros, cifra que no es definitiva pues cada día aparece más dinero, obtenido, presuntamente, de comisiones ilegales, robos y saqueos.

Lo dijo, hace poco, en este periódico, el catedrático de derecho penal Ignacio Berdugo. En España, un carterista genera más alarma social e inseguridad ciudadana que un corrupto. Salta a la vista. Solo hay que ver lo que ocurre en Madrid. En Madrid, Esperanza Aguirre, Ignacio González y Cristina Cifuentes, tres expresidentes de la Comunidad, y otras 72 personas, entre políticos y empresarios, están imputadas por corrupción y no hay ni atisbo de alarma social. Menuda panda de carteristas, dirán ustedes. Seguro que son bastantes más de los que puede haber en el Metro o en La Gran Vía madrileña. Seguro que sí, pero, ya ven, de alarma social nada de nada.

Tal vez influya que la Academia de la Lengua define el oficio de carterista como “ladrón de carteras de bolsillo”. Y el otro, el de corrupto, como una depravación moral que consiste en aceptar sobornos y sacar provecho económico de forma ilegitima.

La diferencia es notable. Y, a lo mejor, es por eso que los carteristas generan alarma social y los corruptos una especie de resignación colectiva que sustituye la alarma por el desánimo. Por la falta de coraje para luchar contra un robo que creemos inevitable. Actitud que tal vez se entienda si tenemos en cuenta el estudio llevado a cabo por Paul Piff y un grupo de investigadores del Departamento de Psicología de la Universidad de California, quienes señalan que los pobres y las clases bajas aceptan, casi con empatía, que los ricos y los de clase alta son más inmorales y llevan en su naturaleza una mayor avaricia y una menor honradez.

Eso, seguramente, es lo que explica que seamos más duros con los carteristas que con los corruptos. Unos, al parecer, robarían por vicio y los otros porque lo llevan en la sangre y es su forma de ser.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 2 de septiembre de 2019

Manzanas traigo

Milio Mariño

Cuando habíamos logrado vivir como si el verano no se acabara nunca, como si la vida transcurriera en un eterno esperar por el lejano otoño, resulta que llegó septiembre con su circo de todos los años. Ya saben: el cole, el trabajo y la vuelta al tajo de unos políticos enfrentados que prometen que harán lo imposible por conseguir un acuerdo y evitar que haya elecciones.

Así que en esas estamos. Según el calendario, llegó septiembre, pero seguimos como hace dos meses. Como si estuviéramos en julio, sin el Sella y el Xiringüelo de por medio. Sin festejos y ya casi sin tiempo, de modo que sumen al lio de formar Gobierno, el lío más gordo de otras elecciones, la sentencia sobre el juicio del Procés y la sacudida europea por ese Brexit a las bravas que propone Boris Johnson. Menuda la que nos espera. Habrá que prepararse para un bombardeo informativo sin precedentes. Para la caricatura del adversario, el eslogan victimista, la ocurrencia del listo de turno y, hasta, para que cada cual haga suyo el pronóstico del tiempo. Se puede esperar cualquier cosa. Incluso que le pregunten a Pedro Sánchez por su propuesta para lograr un acuerdo y que éste responda: “Manzanas traigo”.

Ya sé que es una frase hecha para cuando a uno le preguntan y quiere escabullirse sin decir nada, pero a mí me ha venido a la cabeza como la mejor explicación del momento que vivimos. Creo que lo explica todo. Pedro Sánchez estaría diciendo que tiene sobre la mesa la cosecha de un manzano que le ha dado 123 manzanas preciosas de un color entre rojo y rosa. Manzanas que están todas en un cesto, dispuesto para que lo lleven al mercado del Congreso. Quien quiera que las compre y quien no que se abstenga.

En principio así están las cosas, pero Pablo Iglesias también pone en valor lo suyo y dice: aquí tengo yo otras 42 manzanas, de piel tersa y más rojas que las tuyas, que podríamos echar en ese cesto y juntar una cosecha de izquierdas que diera para un gobierno. Parece lo propio. Sería juntar manzanas con manzanas, nada de mezclar frutas distintas. Es mejor que en el cesto haya solo manzanas que, por ejemplo, manzanas y naranjas. La naranja, además de que no liga bien con la manzana, es una fruta agria. Un cítrico con sabor ácido que dejaría mal sabor de boca.

La propuesta tiene sentido. Podrá discutirse la calidad y coloración de las 42 manzanas que ofrece Pablo, pero todo apunta a que ese no es el problema. El problema es el miedo de Pedro Sánchez a que esas manzanas, que lucen frescas, rojas y apetecibles, tengan el bicho dentro. Tengan ese gusano que no se ve, pero suele salir al cabo de un tiempo. Con lo cual se echaría a perder la primitiva cosecha y quedaría patente que hubiera sido preferible que las manzanas permanecieran en dos cestos, sin mezclarse, aunque para el computo se sumaran todas juntas.

No sé si la metáfora servirá para explicar el momento y la situación política en la que estamos, pero se nos fue agosto y Pedro Sánchez sigue en La Moncloa, indiferente al paso de los días y contemplando su cesto de manzanas. Para mí que sigue pensando “Manzanas traigo”, aunque, por aquello de que quedaría feo, no lo diga así de claro.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 26 de agosto de 2019

Islas no tan lejanas

Milio Mariño

Una isla puede tener el tamaño que tenga; puede ser como Australia, no mayor que un barco o un inhóspito peñasco solo accesible para los cormoranes y las gaviotas, que siempre aporta misterio y un raro hechizo que nos invita a soñar. Algo que quienes vivimos por estos pagos tenemos fácil pues podemos disfrutar de varias islas situadas en la vecindad. Ahí están la Deva, la Ladrona, la Herbosa y la mítica San Balandrán. Isla, hoy, desaparecida que estaba en la ría de Avilés y es capítulo aparte por las leyendas e interpretaciones que circulan sobre su origen. Desde la más romántica que asegura que el monje Saint Brandán pisó suelo avilesino allá por el siglo VI, pasando por los que defienden que algún marinero irlandés bautizó así a la isla, o los que señalan que el nombre se debe a un barco llamado San Balandrán que a finales del siglo XIX estuvo varado allí largo tiempo.

San Balandrán, o Samalandrán que era como la llamábamos, fue isla que propició que muchos avilesinos viviéramos nuestra primera aventura en la mar. Una aventura que suponía cruzar la ría en una lancha motora que partía del muelle de Avilés, justo enfrente de donde está el paso a nivel. Eran poco más de dos millas, pero subíamos a bordo expectantes y con los nervios a flor de piel porque si la lancha se cruzaba con algún barco, mercante o de pesca, sufría los embates de un oleaje que a los niños nos parecía como que fuera una galerna. Nos aferrábamos al asiento y quedábamos quietos, siguiendo el consejo de aquel paisano que iba al timón y derrochaba autoridad.

Otra isla cercana es La Ladrona. Isla donde Dolores Medio sitúa uno de los personajes de su novela “Juan sin tierra”. En la novela aparece como “La Volgona” y el personaje dice de ella que es una isla que te llama y te llama con su voz de sal y de algas, con la canción salada de una mujer que tiene pechos de roca, y cola de sirena, y promete lo que no puede darte. Dolores Medio reproduce, en la novela, lo que a nivel popular se decía de La Ladrona, que era una isla que robaba vidas. Lo que ocurría, en realidad, era que las corrientes arrastraban hasta esa zona los cadáveres de los ahogados. Pero, la leyenda podía más. Se llegó a decir, incluso, que allí, a los pies de La Ladrona, había una terrible fosa marina con un calamar gigante que absorbía a la gente.

La Deva goza de mejor fama. Es la isla más grande del litoral asturiano y recibe su nombre de una deidad prerromana. Tiene nombre de diosa, diosa del agua, y tal vez por eso, y por su majestuosidad, fue admirada por pintores y poetas. Rubén Darío, el Nóbel Seamus Heaney y Joaquín Sorolla, se cuentan entre sus admiradores y nos hacen partícipes de una belleza que ha sido inmortalizada en lienzos y poemas.

La Herbosa es otra isla que está junto al Cabo Peñas y fue testigo de naufragios y curiosos sucesos como el abordaje del buque corsario “Stag”, y su capitán Fool, a la delegación asturiana que, en 1.808, acudía a Inglaterra para solicitar la intervención británica en favor de Asturias y contra Napoleón.

Como ven no necesitamos inventarlas, tenemos islas no tan lejanas que nos invitan a soñar y vivir aventuras.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 19 de agosto de 2019

Avilés hace un siglo

Milio Mariño


Son mayoría quienes sostienen que la historia es progresiva y lineal, que avanza sin vuelta atrás; pero tampoco faltan los que defienden que se repite a pesar de que las condiciones nunca son repetibles. Cierto que no lo son, pero hace ahora cien años, en 1919, también se habían celebrado elecciones, el 1 de junio, y España vivía un período de gran incertidumbre política. El presupuesto estaba prorrogado y no había manera de que pudiera formarse un Gobierno estable. En cosa de cuatro meses hubo hasta tres presidentes distintos y, al final, tuvieron que volver a convocar elecciones.

Las similitudes son evidentes, solo que entonces, hace un siglo, Avilés era una pequeña villa, de apenas 14.000 habitantes, que contaba con ferrocarril, telégrafo, una nueva iglesia con porte catedralicio, la de Sabugo, y un vistoso alumbrado eléctrico, el primero que hubo en Asturias, regalo del marqués de Pinar del Río. Además, había consolidado el despegue económico iniciado a finales del XIX, cuando se instalaron numerosas empresas y se construyó la dársena y el muelle de San Juan de Nieva, por donde llegaba el comercio y el capital de los indianos que hacían fortuna en América.

Aquel verano, el de 1919, también llegó, procedente de Bilbao, el vapor Mendi, que traía los raíles del Tranvía Eléctrico que se inauguraría dos años después, sustituyendo al tranvía de vapor. Otra buena noticia fue que, por fin, concluyeron las obras de construcción del Teatro Palacio Valdés, que duraron casi veinte años debido a problemas técnicos, pero sobre todo económicos. De todas maneras, Avilés ya tenía dos teatros: el “Teatro-Circo Somines” y el “Pabellón Iris”. También tenía tres fondas: La Serrana, La Ferrocarrilana y La Iberia; dos buenos cafés, El Colón y El Imperial, y un fenomenal Gran Hotel. Un hotel que hacía honor a su nombre, construido mirando al parque del muelle y al que no le faltaba de nada. Sus habitaciones, de gran lujo y corrientes, tenían cuarto de baño, con agua caliente y fría, teléfono urbano e interurbano, calefacción y ascensor eléctrico; el primero que funcionó en Avilés. El Gran Hotel disponía, además, de un coche oficial para servicio de los huéspedes, un espectacular Hispano–Suiza, matrícula O-475, que pasaría a la historia por ser en el que murió, en un accidente de tráfico, el, entonces, famoso actor teatral Bernardo Jambrina, que llevaba varios días representando su obra “La tragedia del amor”, en el “Pabellón Iris”.

Jambrina, se alojaba en el Gran Hotel y una tarde, después de almorzar, lo invitaron a una breve excursión por los alrededores de Avilés. Fueron por San Juan de Nieva y tras visitar Salinas y Arnao, regresaban por la carretera de La Plata. El caso que, subiendo La Plata, a la salida de la curva que da inicio a la pendiente, el coche volcó, se precipitó prado abajo y tres de los viajeros salieron despedidos. Jambrina no. Jambrina tuvo la mala suerte de quedar atrapado en el vuelco y recibió un golpe en la cabeza que le causó la muerte.

Fue un año importante aquel de hace ahora un siglo.  En Europa se firmó la paz de Versalles, tras la Primera Guerra Mundial, en España se instauró la jornada laboral de ocho horas y en Avilés las lecheras que bajaban de las aldeas, a vender leche a la Plaza, se declararon en huelga como protesta por los excesivos impuestos del Ayuntamiento.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 12 de agosto de 2019

Lo que fue Salinas

Milio Mariño

Tomando un café en la terraza de La Toldilla, que mucho antes de lo que es ahora ya era cantina de aquel tranvía que iba de Avilés a Salinas y tardaba 40 minutos, recordé que tengo unos apuntes por casa que llevan a la conclusión de que Salinas no es lo que fue ni so sombra. Cierto que tiene el Longboard, esa disciplina elegante del surf de tabla larga que está siendo un éxito y un negocio, pero es apenas nada si comparamos estos tiempos con los de principios del siglo pasado, cuando los veraneantes eran personajes que estaban en la élite de la sociedad. 

Salinas era, entonces, una plaza de segunda división, pues en los círculos de la burguesía se decía que quienes venían a veranear Salinas era porque no tenían dinero para veranear en San Sebastián, pero es que, ahora, no pasamos de primera regional. Ahora quien ha salvado un poco los muebles, en estos últimos años, ha sido el Nóbel de Literatura Seamus Haney, un habitual de Salinas que la última vez que vino fue en abril de 2013, poco antes de morir. 

Quitando algún famosillo de la tele que pasa por Salinas poco menos que de incógnito, no hay color entre lo que fue, en sus buenos tiempos, y lo que es ahora. En Salinas veranearon Palacio Valdés, Clarín, Antonio López, Vaquero Palacios, Juan Antonio Vallejo Nájera, Gómez de la Serna y el también premio Nobel Santiago Ramón y Cajal, que pasó algunas vacaciones en el antiguo hotel de la calle Príncipe de Asturias, cuyo comedor de huéspedes era lo que, desde hace muchos años, es la farmacia Vázquez. 

Por Salinas también pasaron muchos de los integrantes de la famosa colonia artística de Muros del Nalón. Casto Plasencia, Tomás García Sampedro, Agustín Lhardy y otros intelectuales y pintores que celebraban animadas tertulias en el antiguo Balneario de madera que luego dio paso al Club Náutico fundado por Álvarez Buylla. 

De aquellos tiempos hay infinidad de anécdotas. Desde el naufragio de Clarín que, el 19 de agosto de 1889, fue a pique a la altura de El Espartal y pudo ganar la orilla, aunque perdió el sombrero y los anteojos, a la mala suerte de Palacio Valdés, que se fracturó una cadera al bajar de un tranvía, o la buena de Juan Antonio Vallejo Nájera, que con cinco años, y veraneando en la Fonda Lola, lo llevaron a las Fiestas de San Agustín, en Avilés, le compraron una papeleta de la Xata de la Rifa y acabó tocándole aunque no pudo recoger el premio. Lo cuenta en su libro “Vallejo y yo”. 

Gómez de la Serna fue otro de los habituales que pasó buena parte de su juventud en Salinas. Tal es así que el 9 de agosto de 1909 recibió en la casa donde veraneaba una citación en la que le indicaban que debía incorporarse al servicio militar y presentarse en la Alcaldía de Avilés para tallarse y recoger su pase como recluta. 

Pero a quien Salinas le debe un buen homenaje es a Vaquero Palacios, un extraordinario pintor, escultor y arquitecto que murió, con 98 años, pintando la playa de El Cuerno. Hacía mucho tiempo que Vaquero Palacios no venía por Salinas, pero todos los años volvía a pintar la playa basándose en sus recuerdos. El Cuerno, quizá sea lo único que queda intacto de aquel Salinas que fue.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España