lunes, 29 de abril de 2019

Hablar solos

Milio Mariño

No hablo de lo que todo el mundo hablará porque estos artículos, que aparecen los lunes, suelo escribirlos los sábados, de modo que como no soy adivino me resulta imposible hablar de las elecciones. Tiempo habrá para analizar lo que pasó y lo que pasará. Así es que este sábado, que fue jornada de reflexión, se me ocurrió reflexionar sobre lo que estoy haciendo y solemos hacer muchas veces a lo largo del día, que es hablar solos. Continuamente estamos diciéndonos cosas: desde como tenemos que actuar a darnos ánimos o reprendemos si es que hemos hecho algo mal. Pero siempre, claro está, de forma oculta. En conversaciones qué si salen a la luz, es decir si hablamos solos en voz alta y percibimos que alguien nos escucha, sentimos una vergüenza que nos apetece salir corriendo. Otra cosa es cuando hablamos por teléfono, en plena la calle, o cuando lo hacemos con los animales o con cualquier aparato de los muchos que nos rodean. Eso, que viene a ser como hablar solos, en voz alta, lo vemos como más normal y no sé por qué.

Se me ocurrió darle vueltas porque creo que nuestra relación con los animales y los aparatos, va en aumento mientras disminuye la conversación con nosotros mismos y con las personas que nos rodean. Yo, por ejemplo, cada vez hablo más con el gato. Pero es que mi mujer habla con el gato y con los electrodomésticos. Ya la sorprendí varias veces hablando con un robot aspirador, de esos que van solos por casa quitando el polvo. Le echa unas broncas tremendas. ¿No hablas tú con el ordenador? Contestó enfadada cuando se lo advertí. Tenía razón. Ahora menos, pero sí que es verdad que tengo llegado, incluso, a insultarlo. Me fastidia sentirme observado igual que cuando curioseas por unos grandes almacenes y notas que un empleado sigue tus pasos.

También es cierto que hay aparatos discretos y aparatos impertinentes. Yo jamás le dije nada a la nevera, la lavadora o el lavavajillas, sobre todo porque suelen ir a lo suyo y no acostumbran a darnos la vara.

De todas maneras, hablar solos, y voz alta, dicen que no es ningún signo de locura sino de éxito. Lo recomiendan muchos sicólogos. Y seguro que llevan razón porque hablar con uno mismo no deja de ser hablar con alguien interesante, inteligente y que nos conoce a la perfección. Ahora, lo de hacerlo en voz alta, por más que digan que ayuda a que nos sintamos mejores y nos da confianza… Tengo mis dudas. Yo seguiré hablando solo, pero, a ser posible, en voz baja. También seguiré hablando con el gato y con algunos aparatos. Sobre todo con aquellos que, aunque los riñas, no te responden. No se imaginan lo que detesto que me salude el surtidor de gasolina, confirmando que elegí súper, o que me dé las gracias la expendedora de tabaco. Detesto, todavía más, hablar con el contestador de las compañías telefónicas o con cualquier servicio de consulta o reclamación. Pienso que tiene menos sentido que hablar con el ordenador, o con la máquina que limpia el polvo. De acuerdo que, en cualquier caso, es como si habláramos solos, en voz alta, pero al menos no te tienen colgado al teléfono como un gilipollas. Así es que cuando oigo: repita alto y claro el motivo de su consulta, siempre digo: desahogarme.

Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 22 de abril de 2019

En la calle con mesa y mantel

El gran invento del lunes de Pascua


Cuando la gente se echa a la calle suele ser para protestar. Pero no siempre porque hay días, como este lunes en Avilés, que las calles son un paisaje de mesa y mantel y personas pasándolo bien. Días que rompen con la rutina y calles que lo agradecen dejándose acariciar. Será que están contentas de llamarse como se llaman, aunque tal vez no olviden que hace cuarenta años por estas fechas la nueva corporación democrática iniciaba un proceso que culminaría, tres meses después, con el abandono de los concejales de UCD del pleno del ayuntamiento en el que se aprobó el cambio de denominación de 32 calles y plazas. Protesta que se justificó, entonces, alegando que con los nuevos nombres de las calles se ponía en peligro la unidad nacional, al tiempo que se pedía a los vecinos que colgaran banderas de España en los balcones.

Como ven, aunque sean el doble de lo que dice el tango, cuarenta años son nada. Casi estamos igual. Lo único que el aire es más limpio y si te asomas a Ruiz Gómez ves el Niemeyer al fondo. Eso y que, ahora, los lunes de Pascua tenemos la comida en la calle, de modo que si el tiempo no lo impide volveré a sentir la emoción de sentarme a comer con los amigos.

Nunca se me ocurrió preguntarle a Mariví Monteserin, que fue la autora del invento, cómo le vino la idea de semejante festejo. No creo que fuera viendo alguna de esas películas americanas, ambientadas en Nueva York, en las que la gente sale corriendo para comer en la calle y volver al trabajo. Dicen los yanquis, lo leí hace poco, que lo de comer en la calle no es por falta de tiempo. Que ahora lo hacen por gusto, porque les encanta salir a la caza de los puestos callejeros y las furgonetas de comida, en Nueva York hay más de 3.000, que venden perritos calientes, pinchos morunos, pizzas y cualquier cosa que coja entre dos servilletas y pueda comerse de pie.

Es posible que los americanos sean amantes de la buena cocina, pero, desde luego, no lo son de la buena mesa. Ya ven donde comen: apoyados en una esquina, dentro del coche, sentados en las escaleras o, si tienen suerte y lo pillan, en un banco del parque. Ni punto de comparación con la dignidad que supone comer en la calle con mesa y mantel. Algo que aquí nació para ser festejo y fue creciendo a pesar de las críticas que vaticinaban un estrepitoso fracaso. El argumento de los detractores no lo recuerdo. Quizá vieran en ello una vulgaridad o estuvieran influidos por el antecedente de que no era de buena educación comer en la calle. Las normas de urbanidad no lo admitían, de ahí que los manuales de buena conducta llegaron a plantearse si procedía, o no, desear buen provecho a quienes tuvieran el mal gusto de comer en la calle. Saludo que estaba reservado para quienes comían en lugares cerrados.

La realidad es que hoy en día, ya sea en sitio cerrado o abierto, casi se ha perdido la costumbre de decir buen provecho. Tal vez la gente lo piense y lo deje dentro por pereza. Así es que, para que no se diga, yo lo digo y lo deseo con todas mis fuerzas a todos los avilesinos.

Milio Mariño / artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 15 de abril de 2019

Agujeros negros

El lado obscuro de casi todo


Cuando tropiezo con algo que no entiendo procuro no romperme la cabeza, pero a veces me da la neura y sigo dándole vueltas hasta que acabo como una cesta de grillos. Debe ser ese afán que nos lleva a querer saberlo todo y a conocer, incluso, el futuro. Un empeño bastante absurdo porque hay cosas que ya pueden explicárnoslas mil veces que seguimos sin entenderlas. Ya me dirán quién es el guapo que entiende eso de una región finita del espacio en cuyo interior existe una concentración de masa lo suficientemente elevada y densa como para generar un campo gravitatorio del que ninguna partícula material, ni siquiera la luz, puede escapar de ella. Eso no se entiende por más que te enseñen la foto y veas que es algo así como una ecografía del espacio con una figura que parece un donut.

Para consolarme pensé que había picado muy alto y pretendía entender cosas que, tal vez, no estaban a mi alcance, pero justo delante tenía el periódico y resulta que tampoco entendía esa propuesta de Isabel Diaz Ayuso de considerar al concebido no nacido como un miembro más de la familia. Intenté razonar y darle sentido, pero lo primero que me vino a la cabeza fue que, aplicando ese criterio, también podían considerar fallecido al abuelo de 80 años que es un estorbo en casa. Uno ya tiene una edad y se mosquea con estas propuestas que parecen sacadas del agujero negro que todos tenemos en el cerebro. Y cuando digo todos no salvo a nadie porque seguro que de uno de esos agujeros salió la idea de subir el salario mínimo a 850 euros, en 2020. La idea y la explicación que dieron luego de que no supone bajarlo sino respetar los acuerdos entre la Patronal y los Sindicatos.

Dándole vueltas, a los agujeros negros, se me ocurrió que los políticos es muy posible que vivan dentro de un agujero del que no pueden salir. Un agujero que engulle todo lo que les rodea y genera un campo gravitatorio que les impide asomarse al universo exterior, que es donde vivimos nosotros. Solo así se explicarían las exhibiciones de ignorancia de Adolfo Suárez Illana, las fanfarronerías y los desafíos del engreído Aznar, los rifirrafes entre Casado y Rivera, los desahogos patrióticos en lugar de las propuestas sensatas, la nueva pasión por la tauromaquia que incluye el rescate de toreros para la política y la aparición de un buen número de militares que prescinden del ordeno y mando y se apuntan al debate parlamentario.

También parecen salidos de un agujero negro la amenaza de un crecimiento económico negativo, el calentamiento del planeta, la expansión de la pobreza, la pérdida del estado del bienestar y la ceguera de una sociedad indecisa que duda entre volver al pasado o dar un paso adelante.

De otro agujero negro acaba de salir nada menos que Julián Assange, el autor de las filtraciones de Wikileaks y los Papeles de Panamá. Un personaje incómodo para muchos gobiernos por su afán de abrir agujeros que tienen que ver con la impunidad de aquellos que han cometido crímenes o participan en redes de blanqueo y corrupción.

Al final, no queda otra que tomar en consideración lo que dicen los científicos. El lado obscuro está lleno de agujeros negros que roban todo lo que hay a su alrededor y dejan a las estrellas sin luz.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 8 de abril de 2019

Pensiones y aprensiones

Los partidos deberían pronunciarse sobre un tema que es capital


Cuando me puse a escribir sobre las pensiones pensé que la parte buena es que ya estoy jubilado y muy mal se tienen que dar las cosas para que quiebre el sistema antes de que me muera. Igual soy demasiado optimista. Ahora bien, eso no quiere decir que el miedo desaparezca. El miedo solo cambia barrio, aunque también es cierto que podría ir por los dos: por el de la edad y el de la pensión. Sería un castigo excesivo porque con la incertidumbre de que la revaloricen, o no, alcanza y sobra para tenernos con el alma en vilo. Otra historia es que alguien proponga recortar las pensiones actuales, lo cual supondría una crueldad a la que quizá no se atrevan, no por falta de ganas sino por cálculo electoral. De modo que el miedo no afecta tanto a los jubilados como a los futuros beneficiarios, a quienes hace tiempo que les vienen diciendo que se resignen y disfruten mientras puedan porque van a tener que trabajar hasta los 70 años y cobrar la mitad.

En la calle, es lo que se comenta. Pero, ahora, llegan las elecciones y la gente tiene derecho a saber la verdad. Tiene derecho a exigir que los partidos se mojen y dejen de disimular sobre algo que, en este momento, afecta al 26% del electorado y es seguro que afectará al 100%. Por eso que, sin desmerecer el debate sobre la conveniencia de tener una pistola en casa o sobre el aborto en la época del neandertal, todos deberían retratarse y decir lo que piensan sobre un tema que es capital.

Lo que sabemos es que han tirado por la borda dos años de trabajo de la comisión del Pacto de Toledo con la excusa del adelanto electoral. Otro intento fallido, mientras la sociedad sigue demandando un debate en el que los partidos ofrezcan sus alternativas y dejen de marear la perdiz con ese bombardeo constante sobre la supuesta quiebra del sistema público y las predicciones geriátricas de quienes se jubilen en el 2050 y posiblemente vivan cien años.

Está bien que se aborde el futuro, pero antes tenemos derecho a saber cómo se ha llegado a la situación actual y a que se diga la verdad sobre la sospecha de una estrategia deliberada para desvalijar la Seguridad Social. Sospecha que tiene su origen en la decisión de aminorar sus ingresos y multiplicar los gastos.

Es evidente que se vació la hucha de las pensiones, se obligó al sistema a financiar las bonificaciones a las empresas y las tarifas planas de cotización; se trasladaron y cargaron en sus cuentas quebrantos que no le pertenecían para que otros organismos como el de Empleo cuadraran sus balances; y se completó la faena con una devaluación salarial que ha impedido que el aumento de cotizantes aporte mayores ingresos.

Estos detalles deben tenerse en cuenta antes echarle la culpa a la crisis y a que el sistema es insostenible. En los años más duros resulta que no hubo déficit ni fue necesario recurrir a las reservas. Eso vino después, cuando el gobierno del PP regaló 60.000 millones a los bancos y dijo que no había dinero para las pensiones. Dinero hay, lo que falta es voluntad política para abordar un tema en el que no valen medias tintas, todos tienen que mojarse y decir cuáles son sus alternativas.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 1 de abril de 2019

La trinidad de la derecha

Tres partidos para una de las dos Españas


Tres eran tres las hijas de Elena, tres los mosqueteros, tres los cerditos y tres los partidos que aspiran a sumar votos y que la suma alcance los 176 escaños que les darían la mayoría en el Congreso y la posibilidad de formar un gobierno de derechas. En eso, los tres están de acuerdo. La discrepancia surge cuando uno de los partidos apela a que también son tres quienes forman la Santísima Trinidad y, sin embargo, hay un solo Dios verdadero. Un Dios padre, que reclama para sí el PP, un Dios hijo que podría ser Ciudadanos y el Espíritu Santo que, aunque sea a regañadientes, asumen pueda ser Vox, como portador de la esencia más pura y colaborador, indispensable, con el padre y el hijo, en ese empeño por alcanzar la salvación de la derecha que sería, según ellos, la salvación de España.

La trinidad siempre fue difícil de comprender, pero para eso está la fe. La fe verdadera, que es la que invoca Pablo Casado cuando insiste en reivindicarse como el único y más legítimo representante de la derecha. Opinión que comparten y defienden los suyos negando, muy enfadados, que sean la derechita cobarde. Y es que, al final, el voto es el voto y en el PP no ven muy católico que tenga que repartirse entre tres. Por eso apelan al racionalismo de lo útil, cuya utilidad sería votarlos a ellos.

El caso es que resulta, casi, una paradoja que el PP se reivindique como el más fiel representante de la derecha, después de que Rajoy hubiera convertido el partido en un batallón de gestores, proclamando que lo importante no era la ideología sino los resultados. Se insistía, entonces, en que las ideas políticas se habían agotado y era el tiempo de los expertos. Es más, se llegó a decir que ya no había izquierdas ni derechas sino buena o mala gestión. En eso se resumía todo, en gestionar el gobierno como quien gestiona una empresa. Y con esa idea, para parecer menos de derechas y ganarse a la opinión pública, el PP pasó a denominarse centrista. En principio dijeron que eran de centro-derecha, pero finalmente acabaron diciendo que eran de centro reformista, no fuera a ser que los identificaran con alguna ideología.

Así estaban las cosas hasta hace más o menos un año. Pero las ideologías han vuelto y con ellas la trinidad de la derecha. La gente se ha cansado de aceptar, de forma resignada, que la única finalidad de la política sea, pura y simplemente, gestionar lo que hay y ha vuelto al discurso emocional. Por eso la derecha está divida. Está como siempre estuvo la izquierda, debido a que es muy difícil que, en un solo partido, puedan confluir distintas sensibilidades.

Lo de ahora parece más lógico. Como también parece lógico que los populares se desangren y pierdan votos en favor de Vox, un partido muy ideologizado que invoca la vuelta a las esencias y la reacción frente a la hegemonía cultural de la izquierda, al tiempo que critica el buenismo del PP de Rajoy. También se desangra Ciudadanos, que solo tenía una carta para presentarse como voto útil. Dibujar un escenario peligrosamente polarizado y arrogarse acabar con los extremismos apostando por el centro, pero ha arruinado esa posibilidad alineándose con la derecha. De modo que ya lo ven, al final, tenemos tres derechas para una de las dos Españas.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España