lunes, 26 de agosto de 2013

Las vacas tristes

Milio Mariño

Fieles a la cita, las vacas vuelven a desfilar por la pasarela del Concurso Exposición de Ganado y enseñan sus tetas a los miles de visitantes que acuden, como todos los años, a ese certamen más que centenario que se celebra, en Avilés, coincidiendo con las fiestas de San Agustín.

Podría decirlo de otra manera pero la realidad es así. Las vacas, además de dar leche, participan en desfiles y tienen que someterse a una preparación más dura incluso que la de algunas top model. Si creen que exagero solo tienen que acercarse por el recinto ferial. Las vacas, no todas pero sí la mayoría, lucen unas tetas que asombran por su tamaño. La explicación es sencilla. Los ganaderos copian de las mujeres que aumentan sus pechos, valiéndose de lo que sea, y recurren a los más sofisticados trucos para que las vacas impresionen al jurado y al público en general.

Ya sé que algunos, y sobre todo algunas, dirán que la comparación no hace al caso. Llevan razón. Las vacas, a diferencia de las mujeres, no aumentan el tamaño de las tetas por su propia voluntad, son víctimas de una violencia doméstica que podría considerarse maltrato animal.

Aprecio mucho a los animales y ese aprecio me llevó a la sensación de que las vacas, en general, parece como que siempre estuvieran tristes. A lo peor es que sufren. Y, aunque cabe la disculpa de que todo el mundo sufre, qué quien no padece del reuma, tiene un pariente en el paro o un hijo que suspendió matemáticas, conviene reflexionar. Las vacas no tienen vanidad, de modo que si por ellas fuera no aceptarían nunca esa tortura de distorsionar sus tetas para conseguir una supuesta belleza que, aparte de cruel, resulta cómica.

El caso que centrados, casi exclusivamente, en otros animales domésticos, como los gatos y los perros, muchos ignorantes, entre los que me cuento, dábamos por cierto que la tristeza de las vacas era de nacimiento. Es decir, que las vacas eran tristes por naturaleza y que su tristeza no se debía a posibles trastornos emocionales o problemas de convivencia. Vivimos una época en que lo cómodo es no complicarse, es aceptar la tristeza como algo innato y no hacer preguntas. Bastantes problemas tenemos como para preocuparnos por las vacas.

Afortunadamente no todos piensan así. Ahí están los científicos, abordando investigaciones que, muchas veces, no trascienden a las primeras páginas de los periódicos para evitar que los ignorantes pongamos el grito en el cielo y repliquemos con la monserga de que investigar ciertas cosas es derrochar el dinero.

Seguro que muchos, y las autoridades por supuesto, juzgaríamos innecesario que se investigara la tristeza de las vacas. Pues bien, un grupo de científicos argentinos, coordinados por Atilio José Mangold, abordó ese problema y llegó a la conclusión de que la tristeza bovina es real y puede curarse.

"La tristeza de las vacas puede y debe curarse porque, aparte del sufrimiento, lleva implícita la muerte de muchos animales", manifestó, en declaraciones a la BBC, Atilio José Mangold, investigador del INTA y responsable de un estudio científico, publicado por la revista BBC Mundo, en el que señala que mediante la administración de un fármaco, llamado “Bio-Jajá”, de cien vacas tratadas, las cien se pusieron contentas. De modo que no caben disculpas. A las vacas hay que tratarlas bien y si, aun así, siguen tristes, darles una pastilla.


Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

lunes, 19 de agosto de 2013

Comer pescado lejos del mar

Milio Mariño

Hablando con un madrileño, tuve que oír que el pescado que comemos aquí es tan bueno y tan fresco como el que se come en Madrid. Ahí queda eso, y lo curioso es que lo dijo como un halago pues, según él, lo bueno que pueda haber en provincias siempre va para la capital.

Seguro que sí. De todas maneras, como estoy muy de acuerdo con aquello que decía Agustín Moreto, que nadie se sabe librar de un bobo, sino otro bobo, procuré no contradecirlo por miedo a que siguiera halagándome con la fabada madrileña, o el pitu de La Gran Vía.

Lo que sí hice, al volver a casa, fue repasar unas notas en las que había escrito que hasta hace poco, hasta casi los años sesenta del siglo pasado, lo que entendemos por comer pescado, pescado fresco se entiende, solo podían comerlo quienes vivían cerca del mar o a un día o dos de camino. Debió ser por eso, porque a los ricos y los nobles de Castilla les resultaba imposible comer pescado fresco, que el pescado tuvo fama de que alimentaba poco, apenas tenía sabor y no podía compararse con la carne; de ahí que la iglesia lo pusiera como penitencia, en las vigilias y las témporas.

A Madrid llegaba poco pescado y el poco que llegaba era de río. Francisco Martínez Moñino apunta que el menú de palacio, en tiempos de Felipe IV, era de cuarenta platos, pero solo había tres de pescado: empanada de truchas, truchas cocidas y truchas en escabeche.

Quiere decirse, a tenor del menú de palacio, que ni el Rey ni los nobles comían pescado fresco. Comían pescado de río y no en muy buenas condiciones, pues una gacetilla, fechada el 16 de agosto de 1.616, informaba que la Reina había padecido un grave ataque de fiebre que los médicos achacaron a un pastel de anguilas, del que también había comido la Condesa de Berlips, a la que, también, hizo mal.

El problema del pescado era, lógicamente, su transporte. Mucho después de aquel incidente, en 1.728, los antepasados de quienes hoy son dueños de ALSA, tenían un servicio de carruajes que transportaba personas y mercancías entre Asturias y Madrid, pero tardaban más de seis días en hacer el viaje. De modo que por mucho que metieran el pescado entre nieve, que está por ver, era imposible que, a Madrid, llegara pescado fresco.

El ferrocarril y el automóvil redujeron el tiempo de transporte pero la revolución en la conservación de alimentos y, sobre todo, del pescado, llegó con el refrigerador industrial, que fue descubierto en 1.876, aunque no se transformó en lo que luego serían los frigoríficos hasta 1.931, y no llegaría a España hasta 1.952, que fue cuando empezaron a comercializarse las primeras neveras, a un precio exagerado. Un precio que fue reduciéndose aunque, once años después, en 1963, una nevera costaba 9.914 pesetas y un obrero ganaba 1.800 al mes. Así es que hace poco, muy poco tiempo, que la gente de tierra adentro come pescado fresco.

Lo de poco tiempo lo digo yo, que utilizo una forma de medir, tal vez, muy particular. Siempre digo, y es verdad, que aunque solo fuera por unos días, llegó primero el hombre a la luna que una nevera a mi casa. No obstante, lo de comer pescado fresco creo que empecé a comerlo cuando dejé el biberón.


Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España

lunes, 12 de agosto de 2013

Sucedió en agosto



Junto a las viejas historias que conocemos hay otras que se contaron en voz baja y fueron, pronto, olvidadas para liberar conciencias y proteger reputaciones, pero esas historias, mal conocidas o ignoradas, están ahí lo mismo que las estatuas están donde están aunque no lo merezcan.

Esto que digo viene a cuento de una historia que sucedió en agosto de 1910, cuando Avilés era una pequeña villa, de 13.000 habitantes, que tenía ferrocarril, telégrafo y alumbrado eléctrico, y había consolidado el despegue económico iniciado a finales del XIX, época en la que se instalaron las empresas importantes y se construyó la dársena de San Juan de Nieva, por donde llegaba el comercio y el capital americano.

Por aquellas fechas ya se habían puesto de moda los terapéuticos baños de mar, de modo que los veraneantes ya venían a Salinas y los indianos aprovechaban el verano para volver a la villa y presumir de dinero.

Sitios donde presumir no había muchos. Estaba por construirse el Gran Hotel y Avilés tenía tres fondas: La Serrana, La Ferrocarrilana y La Iberia. También tenía cafés como el Colón y el Imperial, al que acudían señoritas y era refugio de bohemios y noctámbulos.

El Colón y el Imperial estaban, frente por frente, en la calle La Muralla. En la misma calle pero próxima a Las Meanas, que entonces era una especie de bosque al que acudían los homosexuales y las prostitutas, había una casa de citas regentada por Jesús Gutiérrez, un homosexual que ejercía de "madame" y controlaba la prostitución masculina.

El caso fue que el 31 de agosto de 1910, a las cinco de la mañana, un obrero que pasaba por Las Meanas encontró el cadáver de un hombre al que habían estrangulado. La víctima resultó ser Manuel García, natural de Soto del Barco pero indiano de procedencia pues hacía un par de semanas había vuelto de Cuba con una considerable fortuna.

La policía anotó en su informe que el cadáver llevaba encima unas gafas con montura de oro, unas coplas, una llave, de la Fonda La Ferrocarrilana, un cinturón, con hebilla de plata y las iniciales MG en oro, y una carta de crédito por valor de 35.000 pesetas, de las de entonces.

El tratamiento que la prensa local dio al suceso casi justificaba el asesinato. Decía que Manuel García era un hombre dominado por hábitos contrarios a la naturaleza humana, un degenerado que había sido visto esos días con un chico muy joven que tenía aspecto de marinero. La prensa daba a entender que la condición de homosexual llevaba consigo un final de tragedia y se interesaba poco, o nada, por el autor del crimen.

Algunos testigos afirmaron que la mañana antes de ser asesinado, Manuel García había amenazado, en el café Imperial, a un joven de familia adinerada y muy conocida en Avilés, exigiéndole cierta cantidad de dinero a cambio, probablemente, de silenciar su homosexualidad. Quizá ese joven se tomase la justicia por su mano y acabara con la vida del indiano, o quizá fuera el otro, el joven con aspecto de marinero, el autor del crimen. No lo sabremos nunca; el crimen no fue resuelto.

Más de un siglo después no sé si será razonable pensar que no detuvieron al asesino por falta de pruebas, pero quizá, y sobre todo, porque alguien conocido, y muy influyente en Avilés, andaba de por medio.

Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España



lunes, 5 de agosto de 2013

San Balandrán fantástico

Milio Mariño

La fantasía vuelve a Avilés, decía un titular de este periódico, refriéndose a la segunda edición de Celsius 232, un festival literario que acaba de concluir con éxito, demostrando que seguimos teniendo la misma necesidad de lo fantástico que quienes vivieron en la Edad Media o nuestros abuelos. Lo único que las historias que se contaban entonces, para mí excelentes, han sido sustituidas por otras del tipo Star Wars, y cosas por el estilo, que no están entre las que prefiero.

Tiene su mérito que un festival de literatura fantástica haya llenado los hoteles de nuestra villa, pero esa literatura de género no trajo, ni mucho menos, la fantasía a Avilés. La fantasía ya estaba aquí. Por eso, coincidiendo con el Celsius, un par de amigos organizamos un viaje fantástico y fuimos a San Balandrán navegando.

Zarpamos de donde zarpaba la lancha de Velilla y estaba más emocionado que si hubiera embarcado en un crucero de lujo. Hacía cincuenta años que no navegaba por la ría de Avilés en lancha motora. Así es que volví al recuerdo de una playa que detrás tenía un pequeño bosque y, allá en la infancia, imaginaba más parecida a la de Crusoe, que a la invadida por aquellas familias que cruzaban la ría con lo estrictamente necesario para pasar un día de playa y no morir de hambre: tortilla, filetes, empanda y fruta. No llevaban bebida, la compraban en el bar a cambio de que les dejaran una mesa, que reservaban colocando encima las bolsas de la comida.

Lo que no sabía entonces, y se ahora, es que frente a la playa había una ciudad sumergida. La ciudad de Argentola, donde, según los antiguos vecinos de Nieva, está enterrado el primer obispo de Oviedo. Es más, decían aquellos vecinos que a dos pasos de la orilla podía verse el reflejo de un campanario cubierto de algas. Y ahí debe seguir, lo que ya no está es la isla. Una isla que las autoridades afirman haber volado con dinamita, en 1953, para facilitar el acceso al antiguo muelle de Ensidesa, cuando todo apunta a que no fue nunca una realidad geográfica sino una isla prodigio, que aparecía y desaparecía como una gigantesca ballena dormida. La isla a la que arribó el santo irlandés Balandrán y sus catorce monjes. Que, aunque gustaron, gozosos, de aquella isla maravillosa, no les fue concedido, por misterioso secreto, quedarse en ella y regresaron a Irlanda, donde murieron, en paz y contentos, después de referir tan extraordinaria aventura.

La ciudad de Argentola, sumergida bajo la ría, y la visita de San Balandrán al lugar que, desde entonces, lleva su nombre, quizá se tomen por fantasías o leyendas pero enlazan con la teoría del ingeniero y geólogo Federico Botella, quien, en una Memoria publicada en 1884, afirmaba qué desde Aveiro, en la costa de Portugal, hasta Avilés, en la de Asturias, hay un cordón de terrenos primitivos, sumergidos, que lícito será aceptar, si no la certidumbre, si una fuerte probabilidad de que hayan pertenecido a la Atlántida.

Pasamos el día en Zeluán y cuando volvíamos, con la mar en calma, el viento suave y el sol naranja acariciando la cúpula del Niemeyer, Avilés no parecía Avilés, parecía una ciudad fantástica. Una obra de arte que ampliaba su transformación estética con dos preciosos veleros, el Sagres y el Saltillo, y una escultura de picos que parecían los pétalos de un sortilegio.

Milio Mariño/Artículo de Opinión/Diario La Nueva España.