lunes, 30 de noviembre de 2020

La Ley Celaá decepciona

Milio Mariño

A mí también me ha decepcionado la nueva ley de enseñanza de la ministra Isabel Celaá. Pienso que ha sido otra oportunidad perdida para acabar con los privilegios de la escuela concertada y suprimir las subvenciones a los centros tutelados por la iglesia católica, que siguen y seguirán gozando del mismo trato de favor que tenían cuando el franquismo.

La decepción ha sido todavía mayor después de comprobar que España es el país de la Unión Europea con menos porcentaje de alumnos en centros públicos. Aquí apenas llegamos al 67%, mientras que la media en Europa es el 81% y hay países, como Francia, donde la escuela pública, y laica, acoge al 85% del alumnado total.

Así las cosas, viendo como estamos y como están en Europa, y que, a pesar de todo, hace un par de domingos salieron en procesión un buen número de coches repletos de globos, lazos naranja y monjitas gritando libertad, a mí también me entraron las ganas de salir a la calle y contramanifestarme al grito de quiero una enseñanza pública para todos que cumpla ciertas premisas fundamentales como la igualdad, el respeto mutuo y la no discriminación por razón del poder adquisitivo o el estatus social. Una escuela democrática, independiente del poder adquisitivo o el pedigrí de las familias, en la que los niños y los jóvenes tengan derecho a formarse como ciudadanos libres y acabar siendo lo que, realmente, quieran y no lo que les impongan sus padres.

Pedir libertad, en la enseñanza, es pedir eso y no lo que están pidiendo quienes tienen la desfachatez de gritar libertad, al tiempo que ignoran, de forma interesada, qué en la escuela pública, al contrario que en la privada, no se adoctrina. La escuela pública es un espacio libre, sometido a la ley y sin privilegios, en el que los docentes imparten los contenidos curriculares con verdadera libertad de cátedra. Cosa que no ocurre en los centros privados o concertados, donde los profesores tienen que someterse a los dictados ideológicos del dueño del centro, que es quien les contrata y les paga, aunque sea con dinero público.

Por eso, nunca mejor dicho aquello de que cae antes un mentiroso que un cojo. Quienes, ahora, gritan libertad y se oponen a la nueva ley, no lo hacen porque les importe la calidad de la enseñanza. Lo hacen por un interés que ocultan con mucho cinismo. Unos para defender el negocio de la concertada y otros para no perder el privilegio de mandar a sus hijos, por poco dinero, a escuelas que se diferencian de la pública porque no tienen inmigrantes, ni pobres que no puedan pagar las cuotas de actividades complementarias, ni niños que no superen los filtros que imponga el centro.

La verdad es la verdad y lo demás son milongas para quien quiera escucharlas. Resulta, cuando menos, curioso que siempre que gobierna la izquierda, la derecha salga con el cuento de que la escuela pública es una institución que adoctrina. No es casualidad, tampoco, que traten de liarla confundiendo la libertad de todos, la ciudadana, con una supuesta libertad que se sacan de la manga para defender que ciertos padres tengan derecho a mandar a sus hijos a un colegio privado, subvencionado con dinero público.

Pueden estar tranquilos, por desgracia, la Ley Celaá decepciona. Es otra oportunidad perdida que no modifica, apenas, la enseñanza que tenemos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España



lunes, 23 de noviembre de 2020

Ahora nos toca a nosotros, dicen ellos

Milio Mariño

Tengo unos amigos que son tan benévolos y me quieren tanto que, todavía, no aceptan que diga que soy un viejo y me regañan cuando lo digo. Lo agradezco, pero sé que para el trabajo lo soy, porque ya estoy jubilado, y para la política también, pues lo uno va con lo otro o, al menos, así es como lo entiendo yo. Otra cosa es que no me sienta viejo para opinar y que me preocupe en manos de quién he dejado el país para este trámite de la vejez y para los que vengan detrás de mí.

Justo por eso, por lo que acabo de decir, leí con mucha atención estas declaraciones de Adriana Lastra de hace apenas una semana: “Yo siempre escucho atentamente a nuestros mayores, pero ahora nos toca a nosotros. Somos una nueva generación a la que le toca dirigir el país”.

Igual son los años, pero pienso que, en realidad, lo que quiso decir la portavoz socialista fue: Aquí se hace lo que nos salga de la entrepierna y el que no esté contento ajo y agua. Ya va siendo hora de que los de la vieja escuela se retiren de una pajolera vez y dejen de dar la vara cada dos por tres.

Las declaraciones a las que me refiero, fueron a propósito del ruido que se formó por el posible acuerdo del PSOE con Bildu para los presupuestos. Ruido que no comparto porque creo que quienes, ahora, se escandalizan y hablan de arcadas y vómitos tienen un estomago a prueba de bomba que no hace tanto digería, sin escrúpulos, sapos y culebras a dar por un tubo. De todas maneras, que tenga esa opinión de algunos de los llamados “Barones Socialistas” y de otros del PP, Ciudadanos y Vox que están buenos para callar, no quiere decir que avale lo que dijo Adriana Lastra sobre el relevo generacional que reivindica y, en mi opinión, no debería producirse, únicamente, por la edad de los protagonistas sino también, y sobre todo, por la calidad humana, el compromiso y la credibilidad necesaria de quienes, finalmente, lo lleven a efecto.

Ahora nos toca a nosotros, dicen ellos. De acuerdo, muy bien. Pero “el toca” al que se refieren no sería bueno que lo tomaran como el premio de esa tómbola que es la vida. La edad no garantiza inteligencia, honradez ni capacidad de liderazgo. No garantiza nada, a no ser una visión diferente del presente que nos toca vivir.

La cuestión es que si hablamos del presente no podemos pasar por alto que la dedicación a la política se ha convertido para muchos en una salida profesional exclusiva, de modo que, a día de hoy, la propia Adriana Lastra, Pablo Casado, Santiago Abascal y un buen número de políticos de más de cuarenta años, no han hecho otra cosa en su vida que desempeñar cargos públicos. Así que menos lobos y más empatía para reconocer que la necesaria renovación política tiene mucho que agradecer a los veteranos que han arropado a esta generación y la han ayudado a crecer.

Los políticos de ahora tal vez tengan varios doctorados, master a tutiplén, hablen correctamente inglés y manejen el ordenador como mi abuelo manejaba la fesoria, pero les sobra mucha soberbia y les falta humildad. Esperemos que, además, no sean sordos del todo porque si lo son, mal negocio.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 16 de noviembre de 2020

Quienes superen el virus enfermarán de la crisis

Milio Mariño

Mientras paseaba por el parque, contemplando la desnudez de los árboles y las hojas secas que alfombraban el suelo, recordé que hace apenas un año, el otoño pasado, vivíamos en una sociedad donde la capacidad económica y el tiempo disponible eran la única limitación para nuestros sueños. Cada cual tenía los suyos y aunque la desigualdad social marcaba las diferencias, había confianza en que todo marchaba bien y lo que iba mal se iría corrigiendo. La tecnología y el desarrollo científico parecían no tener límites. Y como, además, los ricos volvían a ganar mucho dinero, no era descabellado pensar que nosotros podríamos volver a donde estábamos hace diez años. Era lo que nos habían prometido, que nuestro sacrificio y las penurias que habíamos padecido durante la crisis del ladrillo servirían para fortalecernos y que volviéramos a la felicidad del 2007, ahora en el 2020, o en el 2021.

Seríamos unos ingenuos, pero era lo que pensábamos hace apenas un año. Creíamos que alcanzaríamos la felicidad de diez años atrás, porque era lo que nos habían prometido y un mensaje repetido acaba convirtiéndose en la verdad, aunque la lógica diga lo contrario.

Ahora ya no pensamos así. Pensamos en lo frágil que es el mundo, al menos para nosotros, y en el poco sentido que tiene hacer planes sin contar con la salud. En solo unos meses hemos recuperado reacciones tan humanas y prácticamente olvidadas como el miedo a la ruina y, sobre todo, a la muerte. También nos hemos dado cuenta de que podemos vivir sin salir todos los días de bares, aunque sea muy divertido.

Nos hemos dado cuenta de muchas cosas y otras preferimos no pensar en ellas porque nos aterrorizan. Hace poco leí una encuesta en la que el 58% de los españoles reconocía que su economía doméstica se había deteriorado durante la crisis sanitaria y las expectativas de futuro eran, todavía, peores. Algo que todos sabemos, y callamos, porque somos conscientes de que realidad ha desbordado todas las previsiones. Las estadísticas siguen empeorando y aunque la vacuna pueda estar disponible de aquí a unos meses, todo apunta a que las cicatrices serán tan profundas que durarán no se sabe el tiempo. Así que ya no pedimos volver al 2007, pedimos volver al 2019, aunque desde todos los ámbitos nos llegue la falsa promesa de que saldremos más fuertes.

Más fuertes ni de broma. Quienes tengan la fortuna de no contagiarse, o de padecer la enfermedad y superarla, se enfrentarán a una crisis económica que los convertirá en enfermos crónicos. No estarán curados, como dirán las estadísticas oficiales. Estarán vivos, eso sí, pero el sufrimiento se habrá instalado en sus vidas y la vuelta a la normalidad será la vuelta a una crisis aún peor que la pasada.

Los miles de millones, en subvenciones, que aporta el Estado y la Comunidad Europea, significan que estamos y estaremos en deuda. El dinero nos lo dan poniéndonos como aval de una fianza que tendremos que ir pagando con más trabajo, más impuestos y nuevos recortes sociales. Lo están vendiendo como si fuera gratis. Pero, de gratis nada, ya verán cómo, de aquí a unos meses, nos exigen que volvamos a equilibrar las cuentas. Y eso es costumbre que se haga como se hizo siempre: con la sangre, el sudor y las lágrimas de los que menos tienen.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 9 de noviembre de 2020

Trump no acepta que se acabe la broma

Milio Mariño

Hace cuatro años, los estadounidenses estaban tan aburridos que no se les ocurrió otra cosa que gastarnos una broma y votar a Donald Trump como presidente del gobierno. Lo que vino luego fue que enseguida se dieron cuenta de que había sido una broma pesada que no solo no tenía gracia, sino que les perjudicaba a ellos más que a nosotros. Y, entonces intentaron disimular y hacerse los sorprendidos. En primer lugar los más altos cargos de la Casa Blanca, que se explayaron a gusto y llegaron a calificar al personaje elegido como “un jodido idiota”, “un pasmoso ignorante”, o “un cabeza de chorlito al que no puedes dejar solo un minuto porque sus conocimientos del mundo no superan los de un niño de 11 o 12 años”. Nunca ningún presidente de Estados Unidos había recibido tantas críticas, ni tan unánimes, desde la Casa Blanca. Fue como si confesaran que la broma se les había ido de las manos y el personaje un patán descerebrado que no alcanzaba ni para presidir una comunidad de vecinos.

Pero, el daño ya estaba hecho. Lo que había empezado siendo una broma, se había convertido en un problema de Estado. Un problema que exigía una solución inmediata, que no era fácil. Los expertos se devanaban los sesos hasta que, al final, después de darle mil vueltas, llegaron a la conclusión de que lo mejor era utilizar el humor como arma. El humor es un arma muy poderosa, así que la primera medida fue impartir la consigna de que a Trump había que tomarlo a risa. Reírse de todo lo que hiciera y dijera porque, en la Casa Blanca, no le dejarían hacer barbaridades y, además, solo estaría cuatro años en el cargo.

La consigna surtió efecto. El personaje empezó a ser tratado, por la televisión y la prensa, como el protagonista de una película cómica. Como una especie de Míster Bean, inofensivo, que daba más risa que miedo. Hubo, incluso, quien acogió la consigna con tanto entusiasmo que llegó a comparar a Trump con aquel emperador romano llamado Calígula, quien, carente de remordimientos y de sentido del ridículo, se creía por encima del bien y del mal y llegó a nombrar senador a su caballo Incitatus.

El caso que, entre risas y disparates, como aquel de beber lejía para combatir el covid-19, fue transcurriendo el tiempo y, cuatro años después, hace solo unos días, todas las encuestas decían que los estadounidenses habían aprendido la lección y se había acabado la broma. Que no podía ser que volvieran a elegir a Donald Trump como presidente del gobierno. Que, si sucediera algo así, sería que medio Estados Unidos había enloquecido o perdido el juicio. Se daba por hecho que conservaría el apoyo de sus más fieles seguidores, pero nadie contaba, ni por asomo, con que pudiera haber gente que diera su voto a quien le humilla y le trata con desprecio.

Se equivocaron. Las elecciones americanas volvieron a poner de manifiesto que la estupidez humana es impredecible y no tiene límites. Lo lógico y lo sensato, hubiera sido que Trump perdiera por una mayoría aplastante, pero ha perdido por la mínima. De todas maneras, alguien tendrá que decírselo porque sigue con su delirio y no acepta que se haya acabado la broma. Acepta que lo tomen a risa, pero quiere seguir en el cargo. 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 2 de noviembre de 2020

Cerrar Avilés, además de imposible, es ineficaz

Milio Mariño

Cuando un político no sabe qué hacer es mejor que no haga nada; que no trate de aparentar como que domina la situación y cometa una estupidez. Algo que sucede, con demasiada frecuencia, en cuanto a las medidas que se adoptan para luchar contra el covid-19. Una, la que traemos aquí, es el cierre perimetral de Avilés, que no sirve si no para que parezca como que se hace algo cuando, en realidad, lo único que se consigue es desconcertar a la población y lograr que desconfíe, todavía más, de las autoridades.

Desde que estalló la pandemia, la evolución de los gobernantes ha sido curiosa. Han pasado de celebrar la derrota de la enfermedad con un entusiasmo infundado, pues el virus seguía ahí, a responder con arrebatos que tienen poca o ninguna eficacia y escaso sentido común. Ya me dirán qué sentido puede tener decretar el cierre perimetral de Avilés, sobre todo, si nos atenemos a cómo y dónde se establecen las fronteras de un concejo pequeño que está en medio de otros dos, Corvera y Castrillón, con los que comparte un espacio urbano de continuidad, de modo que cualquiera puede ir caminando, sin bajarse de la acera, desde Los Campos a Piedras Blancas. Y a eso añadan otras circunstancias comunes que, en la práctica, hacen que nadie tenga en cuenta los límites de cada concejo y la vida discurra como si los tres fueran uno.

Son tantos los ejemplos que podríamos poner que es fácil llegar a la conclusión de que, en nuestro caso, resulta prácticamente imposible que el cierre perimetral se pueda cumplir. De hecho, y afortunadamente, no he visto a ningún Policía Municipal, apostado en ninguna de las fronteras de Avilés, pidiendo el carnet de avilesino a quienes iban o volvían con total tranquilidad. Pero es que, además, aunque el cierre perimetral fuera posible, se ha demostrado que no sirve para frenar los contagios. Y no es que lo diga yo, lo dicen varios especialistas virólogos y, entre ellos, Ignacio de Blas, investigador en epidemiología y profesor del departamento de Patología de la Universidad de Zaragoza, quien asegura que el cierre perimetral de las capitales de Aragón no ha servido para nada. Las capitales aragonesas, como también León, ya suman más de 20 días de restricción de accesos y los contagios no solo no se frenaron, sino que aumentaron.

¿A qué viene, entonces, que se adopten medidas como esta? Pues viene a lo que decíamos al principio, a que cuando los gobernantes se ven desbordados y no saben qué hacer intentan aparentar como que hacen algo y echan mano de lo primero que se les ocurre. Inventan nuevas medidas, tal vez para que no les preguntemos que han hecho ellos. Que, por cierto, no han hecho lo que prometieron. No han reforzado los centros de atención primaria, ni han contratado más médicos y más enfermeras, ni aumentaron el número de rastreadores que pudieran detectar casos, aislarlos y vigilar las cuarentenas. No han hecho, apenas, nada, pero exigen que hagamos lo que no tiene sentido.

Que analicemos esta medida con una actitud crítica no quiere decir que les invitemos a que no la cumplan. Quiere decir que, para que podamos asumir nuestro deber con disciplina y responsabilidad, las medidas deben ser razonables y transmitir confianza. No estamos para ocurrencias ni para ver si, por casualidad, suena la flauta.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España