lunes, 30 de diciembre de 2019

Propósitos para 2020 y después

Milio Mariño

Hoy, y sobre todo mañana, estamos obligados a brindar por el año nuevo. Un brindis que solemos hacer con la frase de rigor. Ya saben: salud y suerte. Pero no estaría mal que a esas palabras añadiéramos aquello que dijo Nietzsche: “Quien tiene un por qué para vivir puede soportar, casi, cualquier cómo”. Una reflexión a tener en cuenta pues encarar la vida con un propósito es lo que nos permite seguir adelante y darle sentido a nuestra existencia.

El propósito al que me refiero no son las promesas que solemos hacer estos días con la idea de empezar a cumplirlas pasado mañana, cuando despertemos de la moña y la farra de nochevieja. El propósito ha de ir más allá del aquí y ahora, ha de ser eso que nos haga saltar de la cama con la motivación suficiente para enfrentarnos a la vida, de modo que consigamos vivir de la mejor manera posible y no ser víctimas de las circunstancias.

No es fácil, ya lo sé. Sobre todo, porque, mientras brindamos por la salud y la felicidad, insisten en amargarnos el brindis con noticias negativas sobre la situación política, la economía, la contaminación, el clima y cualquier cosa que se les ocurra para evitar que pensemos que podemos mejorar, aunque solo sea un poco. El objetivo es que tiremos la toalla y acabemos convenciéndonos de que, estemos como estemos, nuestra aspiración a futuro debe ser no ir a peor, lo cual ya sería un triunfo.

La realidad va por ahí. Así que no debería extrañarnos que el último día del año mucha gente decida coger una moña y olvidarse de todo. Son tantas cosas las que tenemos en contra que llega el momento en que nos puede la impotencia y acabamos pronunciando esa maldita frase que soporto a duras penas. Me refiero a cuando nos encojemos de hombros y decimos: es lo que hay. Frase que significa que lo que hay no nos gusta, pero tenemos que aceptarlo porque las circunstancias son las que son y no cabe otra que resignarse.

Esto que digo lo sufro como el primero, no vayan a pensar que soy inmune al desaliento. Todo lo contrario. Suelo venirme abajo con más frecuencia de la que quisiera, solo que he descubierto una formula muy barata y muy eficaz para darme ánimos. Cuando estoy en mis horas bajas me asomo por la ventana y me fijo en un árbol que hay en el pequeño jardín que tengo delante de casa. Un árbol que está al borde mismo de la calle y aguanta con una dignidad asombrosa todo lo que le viene encima. La fría escarcha, la lluvia, los vientos huracanados, el bufido toxico de los autobuses y hasta los corrosivos orines de unos perros que no tienen culpa de que sus amos los animen a usar los árboles como urinarios.

Eso hago. Me fijo en el árbol y pienso que sigue, ahí, orgulloso y dispuesto a no arredrarse ante nada. Quién sabe si en vez de ser un ciprés le hubiera gustado ser un manzano, pero asume la realidad, en todos sus sentidos, y supera los inconvenientes y los días tristes porque tiene un propósito vital que cumplir. De modo que, en mi opinión, si logramos plantearnos un propósito y nos empeñamos en conseguirlo, no solo podremos superar las adversidades, sino que las convertiremos en un desafío.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 23 de diciembre de 2019

En Navidad, desconecta para conectar

Milio Mariño


Uno, que ya tiene sus años, se siente antediluviano cuando intenta recordar aquellas nochebuenas en las que no había teléfono móvil, ni Facebook, Instagram o WhatsApp. No crean que fue hace tanto, pero parecen sacadas de la noche de los tiempos por lo mucho que han cambiado las cosas. También las familias, que antes eran más una piña y a ninguna se le ocurría pasar esa noche fuera de casa, en una casa rural, como al parecer se ha puesto de moda. La nochebuena se pasaba en casa, generalmente con los abuelos, hablando entre todos y compartiendo risas y confidencias. Pero llegó el teléfono móvil y, sin que apenas nos diéramos cuenta, consiguió que cambiáramos nuestras costumbres, incluso las más arraigadas.

La sensación puede ser que el móvil lleva una eternidad con nosotros, pero no es para tanto. Fue a principio de los noventa, cuando, para animar la nochebuena, los de “Martes y 13” cantaban aquello de “Maricón de España” o “Mi marido me pega” y nos partíamos de risa sin que nadie pensara que se mofaban de los homosexuales o hacían chistes de un problema tan grave como la violencia machista. En aquel tiempo, 1993, empezaba a comercializarse MoviLine, el primer servicio de telefonía móvil para quienes pudieran permitírselo porque un móvil costaba 120.000 pesetas de las de entonces y darse de alta otras 25.000, mientras que el salario mínimo era de 58.000 pesetas al mes.

Aquello fue el comienzo de lo que vendría luego, unas redes sociales que tardarían en llegar, pues Facebook llegó en 2004, Twitter en 2006 y WhatsApp en 2009. Que es como quien dice ayer, hace solo diez años, pero ahí están y han cambiado nuestras costumbres de una forma que si uno se para a pensarlo no puede por menos que sorprenderse. Aunque bueno, no sé si será sorpresa el resultado de una encuesta en la que se apunta que el año pasado solo dos de cada diez hogares españoles lograron pasar la cena de nochebuena sin ningún teléfono móvil sobre la mesa.

El dato da que pensar, pero lo curioso es que la mayoría de los que confesaron que en nochebuena habían puesto el móvil al lado del pan, entre los cubiertos y el plato, están en desacuerdo con esa forma de proceder. Un 77% de los encuestados confesó haber tenido la sensación de que, durante la cena, estaban más pendientes del teléfono que de lo que hablaban en familia. Por otra parte, un 44% admitió que, para ellos, era más importante recibir un mensaje que lo que se estaba tratando en la mesa en ese momento.

Podemos admitirlo como normal y no darle importancia, pero la encuesta refleja hasta qué punto estamos condicionados por el móvil. Cosa que entendió mejor que nadie una compañía sueca de muebles que el año pasado lanzó su campaña navideña invitándonos a reflexionar sobre este comportamiento que asumimos, casi, como normal y quizá deberíamos replantearnos. La campaña tenía como lema desconecta para conectar y su intención era convencernos de que apagáramos el móvil, o lo dejáramos fuera de nuestro alcance, cuando nos sentáramos a la mesa para cenar en nochebuena. Planteaba algo tan sencillo como que intentáramos hacer lo que hacíamos antes de que los móviles condicionaran nuestras vidas. Simplemente que charláramos con nuestra familia sin interrupciones y mirándonos a la cara como en una conversación normal.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 16 de diciembre de 2019

Luces que no alumbran la verdad

Milio Mariño

Paseando al anochecer, con las luces de Navidad ya encendidas, recordé que hemos pasado de unas calles iluminadas con apenas cuatro bombillas, cosa que ocurría hace nada, cuando decían que la crisis obligaba al ahorro, a este derroche de luz y adornos en el que ningún Ayuntamiento quiere quedarse atrás y todos justifican el gasto como una inversión que atrae a los visitantes y hace que aumenten las ventas en los comercios y en el sector hostelero.

Seguramente es verdad, pero esto que se dice ahora también era válido hace unos años, cuando presumían de gastar poco porque había otras prioridades antes que emplear el dinero en bombillas de navidad. Además, tampoco vale la disculpa de que entonces estábamos en crisis porque hay multitud de avisos en el sentido de que la economía ha frenado su crecimiento y podemos estar a las puertas de otra recesión. Cosa que, por lo visto, ahora da igual pues cada Ayuntamiento rivaliza en poner más bombillas que nadie y ninguno habla de que hay que ahorrar. Madrid ha destinado cuatro millones de euros para iluminar sus calles, Vigo anda por el millón y medio y el resto sigue la moda, según las posibilidades de cada cual.

No tengo por qué ocultarlo; me gustan las calles iluminadas. Me gusta la luz y el color porque creo que influyen positivamente en nuestro estado de ánimo, pero pienso que no estamos para derroches y me llama la atención que se pase de la nada al todo con tanta facilidad. Debe ser que el término medio no les vale porque, a lo mejor, consideran que es para los mediocres.

Así es que nada, todo a lo grande. Vengan bombillas y adornos para que la clase media disfrute y se olvide de que un poco más allá de donde alcanzan las luces sigue habiendo penumbra y gente que lo pasa mal. Y no crean que son pocos pues según los datos del INE y Eurostat, relativos al mes de octubre, en España hay 12,3 millones de personas que están en riesgo de pobreza o exclusión social. La percepción puede ser que hemos mejorado, pero estamos peor. Tenemos un nivel de pobreza mayor que el de antes de la crisis y somos el tercer país con más desigualdad de Europa, solo por detrás de Bulgaria y Lituania.

La intención no es amargarles las navidades, es evitar que las luces nos deslumbren y nos impidan ver la realidad. Tenemos una ciudad bonita que, incluso, luce mejor adornada, pero en la que también hay necesidades sociales que no deberíamos olvidar. Necesidades que, en ningún caso, se solucionan con más bombillas sino siendo sensatos en la distribución del presupuesto municipal y la forma de repartir el gasto, pues ese porcentaje de la población que pasa dificultades sigue ahí, aunque no lo veamos, y su poder de compra no depende de la cantidad de luces que se instalen en las calles. Al contrario, cuantas más luces haya más se darán cuenta de que no les alumbran a ellos. Por eso parece absurda esta carrera de las bombillas que, al parecer, se inició en Vigo y han copiado los ayuntamientos que hace nada iban de pobres y, ahora, aparentan que se han vuelto ricos sin darse cuenta de que, en realidad, lo que alumbran con el exceso es la desigualdad en la que vivimos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 9 de diciembre de 2019

El cuento de Greta Thunberg

Milio Mariño

Hay palabras que a uno le salen del alma. El otro día, cuando vi, por televisión, a Greta Thunberg en el puerto de Lisboa, delante de un micrófono, dije en voz alta: “Probina”. Lo dije atendiendo al significado que los asturianos damos a esa palabra. Nada que ver con la situación económica de la niña porque ya me dirán quien consigue que los Grimaldi le dejen un barco para ir desde el Reino Unido a Nueva York, y que, una vez allí, otra familia se ofrezca para llevarlo en catamarán desde Salt Ponds hasta Lisboa. En ese sentido, Greta Thunberg no es una niña pobre. Lo es por cuanto está soportando la presión de ser famosa a nivel mundial y el futuro dirá si tiene la fortaleza suficiente para aguantar el tirón o corre el riesgo, como les ocurrió a otros niños y adolescentes, de convertirse en un juguete roto que acaba siendo olvidado y abandonado por todos.

Aclaro, entes que nada, que estoy a favor de la Cumbre del Clima. No soy un negacionista de esos que sostienen que es mentira que tengamos un problema con el medioambiente. Tenemos un problema y muy gordo, pero la utilización de esa niña no me parece bien. Creo que es víctima de su fama y una marioneta en manos de no sabemos quién, a la que sus padres no han sabido, o no han querido, proteger. Además, me sorprende su aspecto de niña siempre enfadada y su discurso y forma de proceder, más propios de una persona adulta que de una preadolescente. No me gusta que los niños se comporten como adultos ni tampoco que los adultos lo hagan como niños de primaria.

El caso que después de todo, por más que insistan en que ya tiene 16 años, Greta no deja de ser una niña que aborda el problema del cambio climático como si fuera un cuento de hadas. Como si hubiera una solución mágica que los políticos no están aplicando porque son como la bruja mala que se empeña en fastidiarnos. Quizá sea por su inocencia, pero es una forma muy peligrosa de abordar el problema, pues abona la idea de que la clase política es la única responsable del calentamiento global y pasa por alto el papel de las empresas contaminantes y las grandes corporaciones industriales como si no tuvieran ninguna responsabilidad.

Al final, no deja de ser una historia infantil, otra más, que contribuye a esa tendencia al alza que es la infantilización de la sociedad. Lo preocupante, y no lo digo con suficiencia, es que un adulto de inteligencia media crea que una niña, así por las buenas, puede convertirse en un icono mundial, viajar en un velero acompañada de un príncipe monegasco, tener voz en la ONU y ser recibida por los dirigentes de los países más importantes del mundo.

Llámenme desconfiado si quieren, pero sospecho que si esa niña se ha convertido en la superheroína del cambio climático no ha sido por casualidad. Pienso que tiene que haber una serie de patrocinadores que están detrás y se encargan de promocionarla. ¿Con qué fin? Pues no sé, a lo mejor porque antes de recurrir a un lobby, les viene mejor que una niña inocente nos cuente el cuento de que son los políticos quienes se están cargando el planeta y no los intereses económicos del ultraliberalismo de moda.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 2 de diciembre de 2019

Los acuerdos y las palabras

Milio Mariño

En el PSOE andan preocupados con eso de que la realidad que salió de las urnas supuso que ganaran las elecciones, pero no les alcanza para formar Gobierno ni pactando con Podemos y otros partidos minoritarios que aportan uno o dos diputados. Lo cual puede ser positivo o perverso, pues supone una pérdida de control que les obliga a devanarse los sesos y tener que elegir entre lo que ellos entienden por realidad y la realidad pura y dura. Una realidad que suele ser cruel y en este caso lo es.

 Deberían empezar por ahí, por entender que realidad funciona con sus propias reglas y no le importan las consecuencias ni los posibles excesos. Primero fue Podemos, que pedía el oro y el moro, y ahora es Izquierda Republicana, que parece que le hizo la boca un fraile y pide lo que sabe que no pueden darle, advirtiendo que quita y pone gobiernos como ya hizo y piensa seguir haciendo. Y lo dice no solo con arrogancia sino con un punto de chulería que sitúa a su líder, Gabriel Rufián, más cerca de Lavapiés que del Paseo de Gracia. Vuelve con la misma actitud que cuando sacó aquella impresora en el Congreso y presumió de que era con la que hacía las papeletas del prohibido Referéndum. Cree que puede hacer lo que le venga en gana y que el posible acuerdo que facilite la investidura ha de pasar por lo que él diga .

Nadie sabe cómo acabará la cosa, pero haría mal el PSOE si llegara a un acuerdo que no pudiera explicar a las claras. Uno de esos acuerdos en los que, para explicarlos, el portavoz tiene que hacer de contorsionista o de mago que, con su varita mágica, saca del sombrero nuevas palabras para nombrar lo que pudiera ser innombrable. Alguna vez se ha hecho y es una tentación peligrosa por cuanto recurrir a ese truco supone convertir el lenguaje político en una retahíla de sinónimos y subterfugios que confirman el poco respeto que los políticos sienten por la inteligencia ajena.

La tentación del PSOE, acuciado por la necesidad de romper el bloqueo, y la postura de los partidos de la derecha, puede ser esa. Puede ser pactamos lo que haga falta y luego lo disfrazamos de forma que la gente no se entere de lo que, en realidad, hemos pactado.

El temor de que pueda ocurrir algo así no es infundado. Las exigencias se han elevado tanto que sí, al final, hay acuerdo alguien tendrá que reconocer que se ha bajado del burro. Lo ideal sería que se bajaran todos. Que unos y otros pusieran los pies en la tierra y dejaran de enseñar la patita, pero como eso se nos antoja difícil, por no decir imposible, lo que se pide es que sean honestos y no nos engañen. Que no jueguen con las palabras e intenten darnos el timo diciendo que nadie ha cedido y que, aun así, se ha llegado a un acuerdo.

Será importante, por tanto, que estemos atentos a cómo explican ese acuerdo, si es que, al final, se produce. A las palabras les ocurre lo qué a las monedas, que no siempre tienen el mismo valor, pero es diferente que lo pierdan por el paso del tiempo a que los políticos se dediquen a falsificarlas y luego las usen como si fueran auténticas.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España