lunes, 22 de agosto de 2016

Gustavo Bueno prefería al malo

Milio Mariño

Entre las pequeñas cosas que guardo, como oro en paño, están las dos horas que pasé con Gustavo Bueno. Fue por casualidad. Gustavo venía con Pepe Martínez, aparecí yo, Pepe tuvo que ausentarse y me encargó que acompañara al filósofo hasta la hora de la conferencia. Fuimos al Monterrey, a tomar un café. No se me olvida. Lo que no recuerdo es la fecha. Debió ser a principio de los ochenta y quizá en diciembre porque Gustavo hablaba, sin parar, de la lotería. Decía que hacerse rico así era lo más injusto del mundo y peor, incluso, que atracar un banco, pues no requería ningún esfuerzo. Cargaba contra el Estado, asegurando que transformaba el bombo del sorteo en el dios de los calvinistas. Yo estaba embobado con su discurso. Y con sus manos. Las movía de una forma muy peculiar, vueltas hacia sí y con la habilidad de un trilero.

Años después, hará nueve o diez, le dediqué un artículo a propósito de unas declaraciones suyas, en este periódico, en las que decía que Zapatero era bobo porque pensaba como Alicia la del espejo. Gustavo acababa de publicar un libro,  “Zapatero y el pensamiento Alicia”, en el que comparaba el cuento de Lewis Carroll con el ideario del líder socialista.

Discrepaba entonces, y discrepo ahora, de que lo único aprovechable del espejo sea la parte opaca. Es decir, lo que no aparece reflejado y, a juicio del filósofo,  deberían ser cualidades del buen gobernante: la insensibilidad, la desconfianza, el distanciamiento, el autoritarismo y la mala uva.
 Eso, precisamente, era lo que Gustavo Bueno reprochaba a Zapatero, que tuviera esas carencias, que fuera bobo en ese sentido. Lo denunciaba en el libro. Un libro que escribió, según sus  palabras, por patriotismo.

Creo, sinceramente, que Gustavo había entrado, ya, en una deriva imparable. Y no me refiero a sus apariciones en los programas de la tele basura. Me refiero a sus ideas y al empeño por proclamarse patriota, contra el que no tengo nada, pero apelar al patriotismo para reclamar que merecemos ser gobernados por una persona malvada que ejerza el poder sin escrúpulos, equivale a dar por bueno que, para Gustavo, quienes gobiernan como está mandando son los dictadores y los sátrapas.
Ignoro si ese autoritarismo, y esa mala uva, que Gustavo reclamaba para el Presidente del Gobierno también lo hacía extensible a otros ámbitos, como los empresarios, los guardias de la porra, los alcaldes e, incluso, los filósofos. Menos mal que el libro que le dedicó a Zapatero tenía un objetivo pedagógico. Según él, había hecho un esfuerzo para, sin perder el rigor de los conceptos,  procurar que todo el mundo lo entendiera.

 Se agradece el esfuerzo, pero ni con esas logré entenderlo. En parte, porque soy muy corto y, lo que resta para el todo, porque el filósofo empleaba un discurso que cada vez se entendía menos. Metía en el mismo saco a Zapatero, Mao, Kofi Annan y Abimael Guzmán, el que fuera líder de Sendero Luminoso. Y, yo, cuando me hablan del pensamiento Gonzalo ya es que me pierdo. Mi cabeza no da para tanto.


Lo que digo no quita para que siga considerando que Gustavo Bueno fue un genio. Lamento que haya fallecido y guardo aquellas dos horas, que pasé con él, como oro en paño, pero discrepo en lo que se me alcanza. No me gustan los malos. Prefiero que me gobierne una buena persona antes que un malvado.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 15 de agosto de 2016

Prohibido cantar

Milio Mariño

Los chigres y los bares han cambiado mucho. No se parecen en nada a lo que fueron hace unos años. Ahora sirven tapas en platos cuadrados y donde ponía “Se prohíbe cantar” pone “Prohibido fumar”. Casi todo es distinto. Lo único que sigue igual son los baños. El otro día entré en uno y estoy por apostar que la mosca gorda y azul que daba cabezazos contra el ventanuco oxidado que había encima del inodoro era la misma que hace veinte años intentaba salir de allí. Ya sé que las moscas no duran tanto, pero si no era la misma sería de la familia, la hija o la nieta, porque tenía un parecido asombroso.

La nostalgia nos lleva a cosas así; es manipuladora y frustrante. Dicen que recurrimos a ella cuando presentimos el futuro vacío. Lo que yo presentía era una necesidad imperiosa de hacer aguas menores. Por eso entré en aquel chigre y me vino a la memoria lo que dijo Faulkner: “El pasado no está atrás ni olvidado, ni siquiera estoy seguro de que esté en el pasado”. Bien dicho. La prueba es que, en la tele, aparecen las mismas películas de cuando éramos niños. Tal vez por eso, volví a encontrarme con el letrero: “Se prohíbe cantar”. Eché de menos que no estuviera acompañado de otro que siempre estaba a su lado: “Se reserva el derecho de admisión”.

Digo que lo eché de menos porque, cuando era niño, pasé mucho tiempo sin comprender el significado de aquella frase. Y me intrigaba no saben hasta qué punto. La otra no. “Se prohíbe cantar”, para mí estaba claro. Imagino que le encontraba sentido porque como, aquí, llueve tanto tiene su lógica. También la tiene otro letrero que recuerdo porque debió parecerme sensato: “Prohibido blasfemar sin motivo”.

Repasando algo tan simple como los letreros de los bares, pensaba que ya va siendo hora de olvidar ciertas cosas pero, luego, al recordar mi infancia y mi juventud no pude evitar el reproche hacia aquellos energúmenos que lo prohibían todo. Porque, lo de prohibir cantar en los bares, no creo que viniera de la Sociedad General de Autores.

Lo curioso es que ahora, cuando apenas queda ninguno de aquellos letreros, a casi nadie se le ocurre ponerse a cantar en un bar. Solo unos pocos, como los clientes del bar “La Eritaña”, se rebelan contra la vieja prohibición y todos los lunes disfrutan cantando tonada, habaneras y lo que se tercie.

También es partícipe de la rebelión, la Asociación Folklórico-Musical “Villa y Condado de Noreña”, que ya va por la octava edición de un certamen tan curioso como: “Prohibido cantar... desentonáu”. Todo un acontecimiento en el que participan las sidrerías, bares y chigres de la localidad, reviviendo lo que, al parecer, era una costumbre burguesa. Cantar después de beber, o a los postres de una buena comida.

La gente seria no suele fijarse en estas cosas, pero cualquier tarambana nostálgico que tenga mis años, o alguno menos, no solo se fija sino que habrá aprovechado, alguna vez, para disfrutar y regalarse los sentidos, literario y estético, con las prohibiciones y los mensajes, esmeradamente enmarcados o pintados en azulejos de colorinos, que todavía encontramos en algunos bares. Mensajes que no todos son prohibitivos o han desaparecido. Los hay simpáticos como uno que vi hace poco: “En este Bar no tenemos Wifi, hablen entre ustedes”.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diaro La Nueva España

lunes, 8 de agosto de 2016

¡¡ Qué reblinquen !!

Milio Mariño

Por falta de presupuesto -eso dijeron- el paseo de la ría no acogerá este año lo que hubiera sido la cuarta edición de Bitácora. Una semana dedicada al mar cuyo coste no creo que arruinara las arcas municipales. Pero ellos sabrán. Es cuestión de prioridades. Así que viendo la decisión y, aun, contando con que Bitácora no fuera gran cosa, parece ser que los regidores locales consideran una pérdida de dinero, y de tiempo, que Avilés recuerde lo que fue: un pueblo de pescadores. De pescadores y pescaderas, que allá se van en importancia.

Marcos del Torniello, en un romance titulado “¡Que reblinquen!”, ya hacía un precioso retrato de las mujeres que recorrían las calles de Avilés, llevando sobre sus cabezas una “paxa”, una especie de cesta plana, repleta de pescado. Llanzones, xibiellos, chicharrinos… Y sobre todo, ahora por estas fechas, sardinas.

Aquella “paxa” solía pesar entre cuarenta y cincuenta quilos y las mujeres, casi siempre vestidas de negro, o de alivio, cargaban con ella en la cabeza mientras pregonaban la mercancía con una frase que se hizo muy popular y hace tiempo que ya no se usa: “¡Que reblinquen!”

La frase no era, solo, publicidad. Tenía sentido. Por eso la recuerdo y la traigo aquí. Porque tal vez quede alguien que, aún, no sepa que estamos en el mejor momento del año para comer sardinas. Pasó la Virgen del Carmen y está por venir la Virgen de la Asunción. Entre una y otra es cuando las sardinas están más sabrosas. La temperatura del agua es mayor, el plancton es más abundante, las sardinas comen más, tienen más grasa y saben mejor.

Las sardinas siempre saben bien, pero se convierten en manjar si se asan a la brasa, se colocan sobre un trozo de pan y se comen con los dedos. No obstante, a pesar de su extraordinario sabor, fueron despreciadas hasta, como quien dice, hace dos días. Influía su bajo precio, el intenso olor que desprenden y que los restaurantes de postín se cuidaban de incluirlas en la carta. Pero desde que se dio a conocer que tienen omega 3 y que son buenas para el colesterol, los triglicéridos y la arterosclerosis, podemos darnos un festín y echarle la culpa al médico.

Ya no está mal visto comer sardinas. Solo me queda la duda de sí, en una fiesta social, se aceptaría que comiéramos un bocadillo de sardinillas en aceite. La duda es casi certeza del no. Saber, saben a gloria pero me temo que aquí estamos lejos del refinamiento de los franceses. En Francia clasifican las latas de sardinas por añadas, como el vino bueno. Los envases ponen la fecha en que fueron enlatadas y una lata que tenga diez años es considerada Gran Reserva. Así que ya saben, miren en la despensa y si encuentran una lata de sardinas añeja, han encontrado un tesoro.

Sería un hallazgo y un buen aliciente para salvar este verano de días grises y regidores municipales que suprimen pequeños festejos con la excusa del presupuesto. Una docena de sardinas, a la brasa, o una lata de sardinas, añeja, puede alegrarnos el día y hacer que gritemos: “¡Que reblinquen!”. Pero no las sardinas… Que reblinquen quienes están en el gobierno municipal o los que ejercen la oposición. Cualquiera nos vale si lo hace para rebelarse y que vuelvan a reponer lo que era un pequeño festejo y un homenaje al Avilés de la mar.

MIlio Mariño / Mi artículo de Opinión de los Lunes

lunes, 1 de agosto de 2016

Samalandrán

Milio Mariño

En la Ría de Avilés, a poco más dos millas del embarcadero que había junto a la Rula vieja, aquella que estaba frente al paso a nivel de Larrañaga, los avilesinos teníamos una playa que llamábamos Samalandrán. Digo llamábamos porque el nombre, oficial, era San Balandrán. Un promontorio de arena flanqueado por un bosque de eucaliptos, un chigre, que lucía el ostentoso letrero de Club de Mar, y un algo extraño que hacía qué fuera diferente a otras playas que conocíamos.

Como palabra, Samalandrán, me parece preciosa. Es sincopa afortunado de San Balandrán y la utilizábamos para nombrar aquel lugar que hizo realidad la leyenda, pues desapareció hará medio siglo, o más. Algunos tuvimos suerte y, en nuestra niñez, pudimos disfrutar de aquel paraje sin saber que era la famosa isla del monje irlandés Balandrán, quien, a finales del siglo VI, después de vagar siete años por el océano, en compañía de otros catorce monjes y abandonando el timón a la voluntad de Dios, llegó a la Ría de Avilés el día de Pascua y desembarcó en una isla, advirtiendo que su viaje había concluido allí. Poco después y, con gran pesar, el monje regresó a Irlanda y escribió un libro en el que relata aquélla expedición, pero los historiadores están empeñados en tomar esta historia por otra leyenda más.

Yo no. A mí no me pueden venir con leyendas porque fui testigo de que allí, en Samalandrán, había una playa que ya no hay. De modo que cumple la principal cualidad de la isla que descubrió el santo irlandés, que es la de aparecer y desaparecer. Cosa que los estudiosos de la historia pasan por alto porque no tienen en cuenta que los magos celtas eran capaces de hacer surgir la tierra del fondo del mar y crear una isla para que los navegantes pudieran descansar. Luego, cuando volvían a zarpar, la isla se sumergía y volvía al fondo del mar.

El recuerdo de Samalandrán vino porque la semana pasada se celebró en Avilés otro festival Intercéltico que tuvo como protagonistas el mar y las islas. Y, como es natural, se hablaría de las islas británicas, pero supongo que pocos, o nadie, pondrían sobre la mesa que nosotros también tenemos un territorio insular. Nada menos que cuatro islas fijas, La Deva, La Ladrona, El Carmen y Hervosa, y una a tiempo parcial, San Balandrán, que ya explique cómo es que aparece y desaparece, aunque no pueda concretar si es por capricho del mago celta o decisión del monje irlandés.

De lo que puedo dar fe es de qué estuve allí: en Samalandrán. Y el viaje no vayan a creer que era cualquier cosa, eran dos millas de travesía en una barca motora que si se cruzaba con algún barco, mercante o de pesca, sufría los embates de un oleaje que los niños temíamos como si se tratara de una galerna. Nos aferrábamos al asiento y quedábamos quietos, siguiendo el consejo de un paisano que iba al timón y nos parecía poco menos que Marco Polo.

Donde estaba Samalandrán, cierto que no hay nada, pero eso no quiere decir que hayamos perdido nuestra isla del tesoro. Hace cincuenta años decidió sumergirse en el fondo de la ría, pero pienso que la añoranza y, sobre todo, el recuerdo de los avilesinos hicieron que recapacitara y volviera a emerger. Lo que ocurre es que ha emergido en un sitio distinto y con un centro cultural a cuestas. Ahora la llaman Isla de la Innovación.

Milio Mariño / Diario La Nueva España / Artículo de Opinión