lunes, 20 de agosto de 2018

Desconectar de todo

Milio Mariño

Hay quien asegura que el quince de agosto se acaba el verano. Otros van más allá y apuntan que justo ese día empieza el invierno. No hablan por hablar, aluden a dos viejos refranes que algo de razón tendrán, pues lo que conocemos como canícula, la temporada más calurosa del año, abarca del quince de julio al quince de agosto. Pero bueno, aún quedan días para que las terrazas se llenen de gente y el atardecer se prolongue más allá de las nueve. Días para que los nativos, los que veraneamos donde vivimos, apuremos el debate de seguir con la rutina o desconectar como si estuviéramos de vacaciones. Una tentación que siempre está al acecho y pasa por hacerse el loco, no poner la televisión ni la radio, no leer los periódicos y no saludar a los amigos que encontremos por la calle. O sea, una especie de remedio casero para esa enfermedad del estrés y el cansancio que exige un paréntesis temporal que nos aparte de todo.

La receta es sencilla, pero desconectar casi resulta imposible. Agobia el remordimiento de si no te estarás perdiendo algo verdaderamente importante. Lo piensas aunque luego compruebes que las noticias se repiten, como en un bucle, y solo son novedad las que acaban siendo mentira. Así es que vuelves a encontrarte con lo de siempre, con otro asesinato machista, el atropello de un ciclista o un nuevo exabrupto de Trump que tiene de original que llama perra y escoria a una de sus colaboradoras en la Casa Blanca.

Con todo, desconectar sería más fácil si no viviéramos en Avilés, donde es imposible encontrar eso que los filósofos llaman un no lugar. Un espacio donde las personas se cruzan o pueden estar unas al lado de otras ignorándose por completo. Aquí no. Aquí cada rincón tiene su encanto y la posibilidad de un encuentro. Sales a pasear por las calles y, aunque no encuentres a ningún conocido, te encuentras con tu infancia y tu juventud reflejada en cada rincón. De modo que no puedes hacer un paréntesis que te abstraiga y te desconecte de la realidad. Es más, tampoco te deja el Ayuntamiento, que acaba de traer al parque del Muelle a dos clásicos del rock de los años ochenta y te devuelve al pasado con Ramoncín y Barón Rojo.

Por si fuera poco, a todas esas dificultades que nos impiden desconectar, hay que añadir el teléfono móvil. Ya sé que podemos apagarlo o ponerlo en modo avión pero no lo hacemos. Eso dice una encuesta que acaba de publicarse. Dice que nueve de cada diez españoles no desconectan ni apagan su móvil durante las vacaciones. Y cada cual alega lo suyo. Unos que lo dejan encendido para mantener el contacto con su círculo personal, otros para que se les pueda localizar en cualquier momento y los más previsores para tenerlo a mano en caso de apuro.

No sabemos vivir sin estar conectados. No desconectamos ni aquí, donde la brisa del mar nos envuelve y la tranquilidad del ambiente corre por nuestras venas. Pero aún estamos a tiempo. Aunque cuidado, en algunos escaparates ya están anunciando la vuelta al cole. De modo que si aún no lo hemos hecho deberíamos desconectar. Lo digo porque cuántas veces hemos creído que sabíamos lo que es vivir y luego ha resultado que ignorábamos lo más sencillo y lo que la vida tiene de bueno.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 13 de agosto de 2018

Ancianos con derecho al rock

Milio Mariño

Sé que estamos en verano y conviene echarlo todo a la espalda pero, la semana pasada, leí una noticia que me puso de mal humor. Era una noticia de agencia, de esas que reproducen casi todos los periódicos porque entienden que son graciosas y provocan la sonrisa del lector. En mí caso fue lo contrario. No solo no me reí sino que, además, me indignó.

Sucedió lo siguiente: Resulta que el pasado 4 de agosto, en la localidad alemana de Dithmarschen, se celebró el Wacken Open Air, un festival de rock al que acudieron 75.000 personas. Pues bien, a las tres de la mañana, unos jóvenes observaron la presencia de dos ancianos, en mitad del gentío, y, seguramente con buena intención, avisaron a la policía. A un par de agentes que, según informaron luego, tuvieron que intervenir porque los ancianos se negaban a abandonar el festival. No querían irse pero, al final, lograron meterlos en un taxi y los acompañaron con el coche patrulla hasta el geriátrico donde residen y de dónde, al parecer, se habían ausentado sin pedir permiso.

La noticia hará sonreír a más de uno, pero a mí no. Pienso que los ancianos tienen derecho a no ser discriminados por razón de la edad. Lo suyo es que puedan disfrutar libremente y conservar su independencia tanto tiempo como deseen o sean capaces de hacerlo. Y, por supuesto, nadie debería quebrantar ese derecho ni el de salir por la noche de juerga o ir a un concierto de rock, si les apetece.

Dicho esto, apuesto a que ni los jóvenes que dieron el chivatazo, ni los policías que detuvieron a los ancianos, conocen qué hace más de 40 años la banda británica Jethro Tull ya cantaba aquello de: “Soy demasiado viejo para el rock pero demasiado joven para morir”. Una canción que pretendía contar la historia de un rockero que, al enfrentarse a una sociedad cada vez más confusa, optaba por el suicidio, aunque no lograba consumarlo y acababa en coma. Después, cuando pasado un tiempo conseguía despertar, se encontraba con que su música y su look se habían vuelto a poner de moda.

Igualito que en este caso. Seguro que ni los jóvenes chivatos ni los policías que detuvieron a los ancianos, repararon en que Jerry Lee Lewis tiene 82 años, Chuck Berry 90, Little Richard 85 y Ringo Starr 78. Cuatro rockeros que casi están olvidados pero son contemporáneos de los ancianos y forjaron el rock desde sus inicios. A lo que hay que añadir que, a los jóvenes de hoy, tal vez les cueste hacerse a la idea de que los ancianos de ahora son aquellos que en los años sesenta gritaban sexo, drogas y rock and roll. De modo que debería verse como normal que les apetezca salir de marcha y disfrutar del rock. No estaban fuera de lugar, estaban pasándolo en grande cuando apareció la policía y les dijo que ya no tenían edad. Que lo suyo era no salir del geriátrico y tomar una pastilla para dormir.

Podría recurrir a muchas citas pero creo que Saramago resume muy bien, en unos versos, el pensamiento de los ancianos que disfrutaban del rock. “¿Qué cuántos años tengo? -¡Qué importa eso!- ¡Tengo la edad que quiero y siento! La edad en que puedo gritar lo que pienso. Los años que necesito para vivir libre y sin miedos”.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España