lunes, 24 de octubre de 2022

Oscurece y quedamos a dos velas

Milio Mariño

Mientras el otoño se afana en pintar árboles, para que podamos disfrutarlos antes de que los desnude el invierno, prescindimos del paisaje y solo se nos ocurren lamentos. Que si el Coronavirus, que si la guerra de Ucrania, el cambio climático, la inflación por las nubes… Problemas de todo tipo que auguran que no nos quejamos de vicio. El bicho todavía anda suelto, la guerra, si es que no nos arruina, nos matará de frio y, por si fuera poco, dentro de una semana oscurecerá una hora primero. A media tarde se hará de noche y serán muchas horas con la luz encendida y el contador agujereándonos el bolsillo.

Este nuevo cambio de hora lo justifican, precisamente, por eso. La excusa de los Gobiernos y el Parlamento Europeo es el ahorro energético. Un ahorro que, según los expertos, no alcanza ni para el chocolate del loro. Dicen que la medida podía tener sentido hace cuarenta años, que fue cuando se implantó, pero ahora la iluminación pública, sustituida por luces led, no representa, ni mucho menos, un consumo importante de energía.  Además,  las jornadas de trabajo han cambiado de forma significativa y las rutinas de los ciudadanos tampoco coinciden con las de 1981, que fue cuando se empezó con la historia de adelantar o atrasar el reloj en marzo y en octubre.

Pese a todo, insisten en qué es por nuestro bien, pero la gente considera un incordio cambiar de hora dos veces al año. El pasado septiembre, el CIS publicó una encuesta en la que el 64% de los encuestados opinaba que se debía acabar con esta práctica este mismo año. Nadie les hará caso porque la continuidad ha quedado garantizada, en principio hasta 2026, por una Orden Ministerial que apareció en el BOE la primavera pasada.

De momento, seguiremos como estábamos. Así que seguirá habiendo gente cabreada por qué en verano sea de día a las diez de la noche y gente deprimida porque en invierno oscurezca a las cinco de la tarde. Que es lo que toca ahora. Dentro de una semana volveremos a la oscuridad y la vida se hará más dura aunque haya quien asegure que a la oscuridad podemos sacarle partido porque sirve para estimular nuestro desarrollo personal y nuestra intimidad.

No digo que no. Es posible que la oscuridad nos invite a la paz y la ternura y a reflexionar sobre aspectos personales y emocionales de nuestra vida, pero también puede llevarnos a pasarlo mal antes de tiempo y proyectar situaciones que tememos e imaginamos peores de lo que finalmente serán. Es muy probable que nos volvamos, incluso, más pesimistas. Y eso supone un peligro importante porque el pesimismo suele traer consigo la resignación y la apatía que, a su vez, vienen acompañadas por la frustración y la tristeza. Por esa sensación de que no podemos hacer nada y lo único que nos queda es convertirnos en víctimas.

Un ejemplo de que ya estamos en ello es que, en vez de rebelarnos y plantar cara, hemos pasado del miedo a la factura de la luz al terror de que nos la racionen y también racionen gas. Lo que tememos ahora es quedarnos a dos velas, que, además, de significar una situación muy precaria frente a la oscuridad, también significa quedar sin dinero y sin comprender nada de lo que sucede a nuestro alrededor.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 17 de octubre de 2022

Impuestos que van de culo

Milio Mariño

Habrán oído mil veces que llegará el día en qué pagaremos hasta por espirar. Pues bien, ese día casi ha llegado. Por coger aire todavía no nos cobran, pero si no lo devolvemos por donde lo hemos cogido tocará pagar. Lo acaba de anunciar Jacinda, la presidenta del  gobierno de Nueva Zelanda,  que hace unos días presentó un nuevo impuesto con el que pretende que, en 2025, los ganaderos paguen por los gases emitidos por las vacas y las ovejas.

La excusa es frenar el cambio climático y el efecto invernadero, pero el impuesto no frenará nada porque las vacas seguirán tirándose pedos como usted y como yo, e incluso como las princesas más delicadas y el propio Papa de Roma, que en esto no hay distinciones. Nadie se libra de que el gas de sus intestinos se abra paso por donde todos sabemos, haciendo ruido, silencioso o gimiendo, pues no se conoce método que propicie que nuestra voluntad se imponga, de modo que salga cuando queramos y sin un efecto sonoro que nos delate. Por algo los médicos y las personas con estudios lo llaman meteorismo, porque es una fuerza de la naturaleza, incontrolable, como el viento huracanado o los truenos.

Vuelvo a insistir sobre el tema porque no son pocas las chifladuras que nos proponen en materia de impuestos. En el año 2012, el famoso economista nipón Takuro Morinaga propuso al gobierno la idea de aplicar un impuesto especial a los guapos. Según su fórmula, los ciudadanos serían divididos en cuatro categorías por un jurado seleccionado al azar. Así tendríamos a los guapos, a los normales, a los medianamente feos y a los feos sin discusión. Los guapos pagarían un nuevo impuesto y los feos podrían disfrutar de un 20% de deducción fiscal.

No lo digo porque, con toda seguridad, saldría beneficiado, pero me parece un impuesto más racional y sensato que el de los pedos de las vacas. De todas maneras, la medida nunca llegó a aplicarse. Desconozco si fue que no tuvo el suficiente apoyo parlamentario o se encontró con alguna traba legal que no pudo superar. La cuestión es que ahí se quedó, en el archivo, como muestra de que en materia de impuestos cabe cualquier propuesta por descabellada que parezca. Ahora mismo, en Arkansas, quienes se hacen un tatuaje o se ponen un piercing pagan un 6% extra de impuestos. En Maine existe un impuesto especial para los arándanos y en Maryland solo está exento de impuestos un cuarto de baño por vivienda, quienes se permitan el lujo de tener más, pagan un impuesto adicional por cada uno de ellos.  

Dice Jacinda, la presidenta de Nueva Zelanda, que parte de lo que recauden con el impuesto de los pedos de las vacas lo dedicarán a plantar árboles. Sería estupendo que cambiaran pedos por árboles si la fiscalidad medioambiental estuviera pensada para reducir la contaminación y ayudar en la lucha contra el cambio climático, pero, en realidad, solo sirve como una nueva vía para aumentar la recaudación de los ingresos públicos. No se paga por contaminar sino que se puede contaminar si se paga, así que aquellos que se lo pueden permitir pueden seguir contaminando.

No creo que aquí se atrevan con los pedos de las vacas, pero no me extrañaría que, con el tiempo, tuviéramos que declarar cuantas fabadas comemos al año.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 10 de octubre de 2022

El otoño de los jóvenes

Milio Mariño

Ahora que ha vuelto el otoño, vuelven las estadísticas y nos recuerdan que la esperanza de vida aumenta, la natalidad disminuye, la juventud se alarga y los jóvenes tardan más en emanciparse. Tardan tanto que algunos tienen casi cincuenta años y siguen portándose como adolescentes. Se visten que no sabes si llorar o reírte, se tatúan ridiculeces y salen a divertirse como los guiris en Magaluf. No son conscientes de que han entrado en lista de espera para la vejez. En el segundo tiempo del partido de la vida, como dijo no sé quién.

No hay prisa, aseguran cuando los miras y notan que te sorprendes. Antes de que digas nada ya te lo explican. Acabo de cumplir cuarenta y cinco, pero me siento más joven que cuando tú tenías veintitrés.  No pienso meterme en líos. Viajo mucho, disfruto sin preocuparme de nada y tengo sexo, siempre que quiero, sin compromisos ni malos rollos. Vivo cojonudamente, de modo que voy a seguir así hasta que me aburra. Luego ya veremos.

Sin darnos margen ni para un mínimo reproche, advierten que saben lo que hacen y nos dejan el recado de que quienes nos casamos con veinte y pocos años y tuvimos hijos que ahora tienen su edad, fuimos tontos, muy tontos.

Seguro que llevan razón. De todas maneras, uno se aguanta y no les dice, porque no serviría de nada, que si algún día deciden tenerlos, sus hijos empezarán la universidad cuando ellos ya estén jubilados.

La juventud podemos alargarla todo lo que queramos, podemos creer que seguimos siendo jóvenes con casi cincuenta años, pero la naturaleza humana y la sociedad siguen rigiéndose por unas pautas que indican que para una persona que ya ha cumplido esa edad, lo normal es que viva en pareja, tenga hijos que vayan al instituto y, en su trabajo, haya conseguido algún éxito profesional.

Soy de otra época. No me gusta ver a una pareja con un niño pequeño de la mano y tener que adivinar si serán los padres o los abuelos.  Se ha extendido tanto eso de que la edad es un estado mental, que tenemos la edad que queremos tener, que la edad subjetiva lleva a mucha gente a vivir en una especie de limbo que entiende como posible la eterna juventud.

 No sería justo que, en ese empeño por parecer siempre jóvenes, incluyéramos, solo, a los que ya han cumplido cuarenta años y siguen portándose como adolescentes. También hay sesentones que se portan como si tuvieran cuarenta, creen que el tiempo no pasa por ellos y pretenden seguir haciendo lo que, en buena lógica, no deberían hacer. Unos y otros enarbolan la libertad como un derecho que les permite vivir y hacer lo que quieran sin dar explicaciones. Y es lo que hacen. Lo que no saben, o no quieren saber, es que no  son libres. Son prisioneros de una obsesión que, incluso, ya tiene nombre: midorexia.  Un concepto acuñado para definir a las personas que no solo se visten sino que actúan como si fueran mucho más jóvenes.

Que una mujer de sesenta años se ponga una minifalda o un hombre con la misma edad se vista con unos vaqueros rotos no significa que parezca como que tienen veinte años menos. Significa que Oscar Wilde acertó de pleno cuando dijo: Envejecer no es nada, lo terrible es seguir sintiéndose joven.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 3 de octubre de 2022

Los ricos y el nuevo impuesto

Milio Mariño

Ser rico es algo que puede pasarle a cualquiera; nadie está libre. Unos por genética, porque inevitablemente lo heredan de la familia, otros por caprichos que tiene la vida y algunos porque lo buscan aunque estén avisados de sus consecuencias. Lo advirtió Jesús hace ya muchos años: Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos.

La sentencia no ofrece dudas. Los ricos van al infierno, seguro. Tal vez por eso, porque somos conscientes del terrible destino que les espera, se ha suscitado una fuerte polémica en torno a si es justo que el Gobierno les ponga un nuevo impuesto. Hay quien lo ve como una tortura innecesaria. Como una venganza, alentada por esa envidia malsana que siempre recurre a la crueldad. Después de todo, aunque sean ricos, siguen siendo seres humanos. No debería cegarnos la soberbia de algunos ni aquel desplante de María Antonieta cuando dijo: si los pobres no tienen pan que coman pasteles.

Ahí queda eso. Pero, volviendo a lo del impuesto, no creo que el Gobierno tenga fácil determinar quién merece la consideración de rico. Algunos sostienen que lo es quien posee un patrimonio superior al millón de euros y otros lo niegan alegando que nadie puede considerarse rico hasta que le resulte difícil guardar su dinero y tenga que colocarlo en un paraíso fiscal.

No faltan, tampoco, los que denuncian que hay gente con mucho dinero que se viste de pobre y alega con voz quejumbrosa que, por supuesto, es a otros, y no a ellos, a los que hay que quitarles parte de lo que tienen.  El ejemplo que ponen es Pablo Iglesias y su chalet de Galapagar. Dicen que si sigue contando como pobre, los ricos van a tener una buena disculpa para no pagar.

Estaremos atentos a ver qué pasa. La experiencia nos dice que, por más impuestos nuevos que pongan, será igual de imposible empobrecer a los ricos que enriquecer a los pobres. La brecha económica, entre ambos extremos de la sociedad, sigue creciendo  al tiempo que cada vez son más las triquiñuelas que se descubren, en cuanto a cómo se las arreglan los ricos para no pagar. Según los últimos datos, el Estado español pierde cada año 7.222 millones de dólares por culpa de los impuestos que deberían pagar y no pagan las grandes fortunas. De ahí que, en mi opinión, servirá de poco ese nuevo impuesto que quieren poner a los ricos.

Si es por presumir, sacar pecho y celebrarlo como quien marca un gol, no digo nada.  Pero la realidad demuestra que los ricos se valen de muchos trucos para no pagar. Al parecer esos 7.222 millones de dólares que se calcula que defraudan todos los años son, solo, la punta del iceberg. Así que antes de poner un nuevo impuesto  deberían poner más empeño en hacer que paguen los que es evidente que no suelen pagar como pagamos los que vivimos de un sueldo. La democracia, además de dictar las reglas del juego, tiene que hacerse respetar porque, de lo contrario, se convertirá en el Reino de Jauja.

Gobernar no es, solo, dictar muchas leyes es hacer que se cumplan. Por eso me temo, muy mucho, que ponerles un nuevo impuesto a los ricos será, en la práctica, como hacerles cosquillas en los testículos. 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España