Ahora que ha vuelto el otoño,
vuelven las estadísticas y nos recuerdan que la esperanza de vida aumenta, la
natalidad disminuye, la juventud se alarga y los jóvenes tardan más en emanciparse.
Tardan tanto que algunos tienen casi cincuenta años y siguen portándose como
adolescentes. Se visten que no sabes si llorar o reírte, se tatúan ridiculeces
y salen a divertirse como los guiris en Magaluf. No son conscientes de que han
entrado en lista de espera para la vejez. En el segundo tiempo del partido de
la vida, como dijo no sé quién.
No hay prisa, aseguran cuando los
miras y notan que te sorprendes. Antes de que digas nada ya te lo explican.
Acabo de cumplir cuarenta y cinco, pero me siento más joven que cuando tú
tenías veintitrés. No pienso meterme en
líos. Viajo mucho, disfruto sin preocuparme de nada y tengo sexo, siempre que
quiero, sin compromisos ni malos rollos. Vivo cojonudamente, de modo que voy a
seguir así hasta que me aburra. Luego ya veremos.
Sin darnos margen ni para un
mínimo reproche, advierten que saben lo que hacen y nos dejan el recado de que
quienes nos casamos con veinte y pocos años y tuvimos hijos que ahora tienen su
edad, fuimos tontos, muy tontos.
Seguro que llevan razón. De todas
maneras, uno se aguanta y no les dice, porque no serviría de nada, que si algún
día deciden tenerlos, sus hijos empezarán la universidad cuando ellos ya estén
jubilados.
La juventud podemos alargarla todo
lo que queramos, podemos creer que seguimos siendo jóvenes con casi cincuenta
años, pero la naturaleza humana y la sociedad siguen rigiéndose por unas pautas
que indican que para una persona que ya ha cumplido esa edad, lo normal es que
viva en pareja, tenga hijos que vayan al instituto y, en su trabajo, haya
conseguido algún éxito profesional.
Soy de otra época. No me gusta
ver a una pareja con un niño pequeño de la mano y tener que adivinar si serán
los padres o los abuelos. Se ha
extendido tanto eso de que la edad es un estado mental, que tenemos la edad que
queremos tener, que la edad subjetiva lleva a mucha gente a vivir en una
especie de limbo que entiende como posible la eterna juventud.
No sería justo que, en ese empeño por parecer siempre
jóvenes, incluyéramos, solo, a los que ya han cumplido cuarenta años y siguen
portándose como adolescentes. También hay sesentones que se portan como si
tuvieran cuarenta, creen que el tiempo no pasa por ellos y pretenden seguir
haciendo lo que, en buena lógica, no deberían hacer. Unos y otros enarbolan la
libertad como un derecho que les permite vivir y hacer lo que quieran sin dar
explicaciones. Y es lo que hacen. Lo que no saben, o no quieren saber, es que
no son libres. Son prisioneros de una
obsesión que, incluso, ya tiene nombre: midorexia. Un concepto acuñado para definir a las personas
que no solo se visten sino que actúan como si fueran mucho más jóvenes.
Que una mujer de sesenta años se
ponga una minifalda o un hombre con la misma edad se vista con unos vaqueros
rotos no significa que parezca como que tienen veinte años menos. Significa que
Oscar Wilde acertó de pleno cuando dijo: Envejecer no es nada, lo terrible es
seguir sintiéndose joven.
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Milio Mariño