lunes, 28 de agosto de 2017

Fábricas de chocolate

Milio Mariño

Hay recovecos en nuestra historia local que apenas son conocidos no porque carezcan de interés sino porque han sido arrollados por los grandes temas y los grandes acontecimientos. Les pongo un ejemplo. Si en Avilés hablamos de fábricas lo primero que nos viene a la cabeza es el humo y las chimeneas de la gigantesca Ensidesa. Pocos, muy pocos, conocerán el dato de que Avilés llegó a tener hasta treinta fábricas de chocolate.

Por supuesto que no hablamos de grandes fábricas, la mayoría eran fábricas artesanales, pero treinta fábricas de chocolate en Avilés y una en Castrillón, concretamente en Salinas, suponen una cifra impensable por más que el censo abarque casi doscientos años.

En el siglo XVIII, Avilés ya contaba con artesanos y comerciantes que se dedicaban a fabricar chocolate, pero fue a finales del XIX cuando la industria chocolatera recibió un gran impulso, gracias a las nuevas máquinas, la modernización de los procesos y la mayor llegada al puerto avilesino de cacao americano procedente de Caracas, Guayaquil y La Guayrá.

La fama del buen chocolate, ahora se la reparten los suizos, los belgas y los franceses pero la realidad es que dicho manjar entró en Europa a través de España y fue España quien endulzó el sabor amargo del cacao que venía de América.

No sabría decirles si los avilesinos de antes serían más “llambiones”, lo que sí sé, porque está documentado, es que Avilés llegó a tener treinta fábricas de chocolate y algunas que incluso obtuvieron premios en certámenes internacionales. El chocolate Alejandro de la Cuesta Galván fue premiado, con un Diploma de Mérito, en la Exposición de Viena de 1875. Chocolates Constantino Bernardo, con fábrica en Galiana, llegó a ser proveedor de la Casa Real en el siglo XIX.

En Salinas, en lo que es la calle Príncipe de Asturias, hubo una fábrica de chocolate llamada La Palma. Una fábrica, fundada en 1914 y propiedad de Benigno Ávila López, que funcionó hasta 1937, elaborando tabletas de chocolate de las clases 6, 7 y 8. La primera de una calidad corriente, la 7 que mejoraba la anterior y la 8 de un chocolate que denominaban superior o refinado y era el que solían adquirir los marinos que arribaban al puerto de San Juan de Nieva y los veraneantes.

Chocolates Benito Pola, con fábrica en El Muelle, Chocolates Valdés, en la calle San Bernardo, Chocolates Canseco, allá por Villalegre. Chocolates El Quirinal, La Fragua, La Favorita, La Suiza, La Avilesina… Flórez y Ayuve, en Ribero, Medero, en El Carbayedo y Álvaro, en Galiana, son algunas de las fábricas que hicieron de Avilés, después de Gijón y Oviedo, el concejo asturiano que más chocolateros tuvo.

Casi todo tiene explicación, de modo que esto de que Avilés tuviera tantas fábricas de chocolate también la tiene. Además de las importaciones de cacao que llegaban a través del puerto, estaba la azucarera, llamada Avilés Industrial, situada en Villalegre. También contaba que las chocolateras de cobre se fabricaban en los martinetes de Villalegre y Trasona y luego se arreglaban y distribuían desde Miranda por los caldereros que se encargaban de su venta en todo el noroeste de España.

Treinta fábricas de chocolate, en lo que fue, y es, Avilés, cierto que parecen muchas pero son las que se recogen, una por una, en un estudio, firmado por Claudia Prieto Rodríguez, que figura en el Museo del Pueblo de Asturias.

Milio Mariño / artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 21 de agosto de 2017

El fantasma de palacio

Milio Mariño

Entre las historias que, este verano, me he propuesto contarles tengo una de un fantasma que daría para muchas páginas. Una historia seria que cada cual entenderá a su modo por aquello de que el escepticismo es una droga que suele usar el cerebro cuándo no encuentra sentido a las cosas. Así es que no voy a pedirles que crean en los fantasmas. Voy a contar la historia de un fantasma, llamado Walter, que vivía en el avilesino Palacio de Balsera y hacía lo que hacen los fantasmas: tiraba cuadros, abría las manillas de las puertas y, en ocasiones, hasta tocaba el piano.

Walter cumplía con ese dicho de que no hay palacio que se precie sin un fantasma que traiga de cabeza a quienes lo habitan, pero dejó de manifestarse poco después de que el ayuntamiento comprara el palacio para convertirlo en el, actual, Conservatorio de Música. Hablamos de mediados de los años ochenta, de modo que superamos ya las tres décadas sin que el fantasma haga de las suyas, nadie sabe si por qué se quedó, definitivamente, en el otro mundo o porque le va la música y no le encuentra la gracia a dar sustos a los profesores y los alumnos.

Tampoco fue que el palacio pasara a propiedad municipal y el fantasma desapareciera de inmediato. Chema, el primer director del Conservatorio, y Pepe Martínez, entonces concejal de Cultura, hicieron unas grabaciones, hacia las dos de la madrugada, que era cuando el fantasma solía manifestarse, y en ellas aparecieron una serie de psicofonías y una sombra videográfica que Elena Sendón, nieta de Balsera, identificó como el fantasma Walter. Un fantasma, conocido de la familia, que al parecer se había instalado en la casa de Victorino Fernández Balsera en los años de la Guerra Civil.

Los descendientes de Balsera, que residían en el palacio, declararon en muchas ocasiones que habían tenido experiencias que confirmaban la presencia del fantasma. Un fantasma que, por lo visto, era el espíritu de un aviador inglés o irlandés, algunos dicen que ruso, que había caído en los montes de Miranda durante la contienda civil.

La historia de Walter guarda relación con lo que dijeron dos jóvenes que se bañaban en La Peñalosa y observaron que un avión volaba de forma extraña hasta qué se precipitó y acabó estrellándose. Según el testimonio de aquellos jóvenes al piloto le dio tiempo a saltar en paracaídas. Luego, herido y asustado, huyó camino de Avilés, a donde llegó cuando caía la noche. Una vez allí buscó refugio y lo encontró en los jardines de un palacio abandonado, el palacio de Balsera, que llegaban desde Domingo Acebal hasta la calle de Cabruñana. Allí se escondió, logrando acceder al palacio, pero sus heridas eran de gravedad y falleció al poco tiempo. Murió dentro. No obstante, dicen que alguien se apiadó de su cuerpo y lo sacó para darle un entierro digno y secreto. La historia es así como la cuentan, añadiendo que el alma del piloto nunca abandonó el edificio.

Nuestro palacio tenía un fantasma y una bonita historia. No sé si lo seguirá teniendo. A lo mejor ayuda saber que, hace poco, la reina Silvia de Suecia declaró, en un programa de la televisión sueca, que el palacio de Drottningholm, en el que vive, está encantado. “Hay pequeños amigos... fantasmas muy amables que hacen como si nunca estuvieras solo”.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 14 de agosto de 2017

Atardecer en la mar

Milio Mariño

Entre las cosas que nos trae la actualidad del verano, hace unos días venía como noticia que cada vez son más las personas que se congregan a lo largo del paseo de Salinas para ver y disfrutar las puestas de sol, sobre la raya del horizonte, más allá de La Peñona. Un espectáculo que escenifica el paso del día a la noche y suele durar hora media. Lo mismo que una película o un concierto de rock.

La primera impresión fue alegrarme de que la gente siga disfrutando con los atardeceres en la mar, pero luego lo pensé mejor y me sorprendió que, algo así, fuera noticia. Podría ser que ahora en verano las noticias escaseen y los redactores echen mano de cualquier cosa. Podría ser aunque me temo que, en este caso, la realidad se impone y, al final, aciertan quienes hacen noticiable lo que otrora fuera normal, pues dada la escala de valores de esta sociedad nuestra, caracterizada por el consumismo, el autoengaño, el dinero y la prisa, casi parece un milagro que nos quede un ápice de sensibilidad donde lo más hermoso y sublime todavía tenga cabida.

La realidad es esa. Hoy en día prestamos más atención a la pantalla de un teléfono móvil que a una puesta de sol. De modo que parece una extravagancia que alguien disfrute contemplando el atardecer desde el paseo de la playa. A eso hemos llegado. Y aunque la reseña no se detenía en detalles como cuál era el público, me temo que quizás tenga que ver con cierta madurez, cierta dignidad, una soledad compartida y una forma de mirar las cosas con más humanidad. Así que cabe suponer que los espectadores de esas puestas de sol serán, en su mayoría, gente que está en el atardecer de la vida y anhela la calma que tanto buscamos para sentirnos, si cabe, más vivos.

Comentados cuales pueden ser los motivos de quienes presencian el gratuito espectáculo no me olvido del escenario. Los atardeceres en el entorno de La Peñona son una suerte de emoción maravillosa que prende en el alma hasta que el último rayo de sol desaparece en el agua. Han tenido, tienen y tendrán espectadores que los ensalzan y los recuerdan. Mario Roso de Luna, teósofo, escritor, artista y músico, describe en su libro “El tesoro de los lagos de Somiedo” que fue expresamente a Salinas, y en concreto a La Peñona, para ver una puesta de sol. Estaba en Avilés, iniciando su viaje mágico por Asturias, y dejó escrito que viajó en tranvía hasta el puerto de San Juan de Nieva y la playa de Salinas, donde gozó de una hermosa puesta de sol desde La Peñona.

Roso de Luna cuenta que se alojaba en la Fonda La Serrana y que después de presenciar la puesta de sol se encontró con una mujer solitaria y extraordinariamente hermosa con la que cenó y al día siguiente partió en automóvil para Grado, en un viaje que se convirtió en una ventura onírica.

No sabemos quién le hablaría, a Roso de Luna, de los atardeceres en el entorno de La Peñona, hasta el punto de hacer que le interesaran y viajara expresamente a verlos. Estuvo aquí a principios del verano de 1912 y disfrutó de una puesta de sol que, pasados más de cien años, sigue ofreciéndose a las personas con sensibilidad suficiente.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 7 de agosto de 2017

Aterrizar en la playa

Milio Mariño

Hay pequeños tesoros que, de vez en cuando, conviene desenterrar para compartir el asombro por lo que ha pasado hace ya muchos años. Es lo que trato de hacer, ahora en verano, con estos artículos que hablan de cosas que no sé hasta qué punto podrán interesarles pero confío en que, al menos, resulten entretenidas.

Esta vez, se me ocurrió dar un repaso a la curiosa relación de Salinas con los aviones y la navegación aérea, pues fue, precisamente, en Salinas donde se gestó el acuerdo para construir el aeropuerto de Asturias.

En Salinas, en una reunión presidida por Juan Sitges y celebrada a mediados de los años sesenta, los presidentes de las Cámaras de Comercio de Oviedo, Gijón y Avilés, propusieron, a las autoridades de Madrid, construir el aeropuerto en Ranón, en un terreno que era propiedad del Ministerio del Aire, que lo había adquirido con la ayuda de EE.UU y la intención de construir, allí, un aeródromo militar para la defensa de la costa norte de España. Proyecto que fue abandonado cuando aparecieron los aviones a reacción.

Madrid aceptó la propuesta que se hizo desde Salinas y el sábado 15 de junio de 1968, a las 8,30 de la mañana, aterrizó en Ranón el primer avión. Un Fokker F27 de Iberia que procedía de Barajas. Pero no fue en Santiago del Monte el lugar de Castrillón donde un avión tomó tierra por primera vez. El primer aterrizaje del que se tiene constancia tuvo lugar en la playa de Salinas el 28 de agosto de 1928, festividad de San Agustín. Ese día, el piloto militar asturiano, Félix Sampil, acompañado de Juan González, partió de la base militar de León y después de sobrevolar varias localidades asturianas se dirigió a la playa de Salinas, donde tomó tierra de una forma accidentada pues un mal viraje le hizo aterrizar sobre las olas y los tripulantes tuvieron que ser auxiliados por algunos bañistas que lograron rescatarlos.

Años más tarde, el 25 de julio de 1931, volvió a repetirse una maniobra parecida. El piloto Augusto Puga, acompañado de Pedro Álvarez, aterrizó en la playa de Salinas con su Gipsy Moth. Tras el aterrizaje, menos accidentado que el anterior, fueron obsequiados con un lunch por el presidente del Club Náutico, Manuel Álvarez Buylla.

Pero el aterrizaje más sonado, en la playa de Salinas, ocurrió el viernes 11 de diciembre de 1942. Ese día un bombardero bimotor Amstrong W. Whitley tripulado por seis hombres y con uno de sus motores averiado, después de escapar del ataque de los cazas alemanes, logró aterrizar en la playa ante la atenta mirada de decenas de curiosos. El piloto, F.L. Perrers, de la Royal New Zeeland Air Force, consiguió dominar el gigantesco aparato y aterrizar en Salinas sin mayores consecuencias. Luego, tras el consiguiente revuelo, la tripulación fue conducida, por la Guardia Civil, al Hotel La Serrana de Avilés donde se instaló hasta que fue trasladada al campo de prisioneros de Alhama (Aragón).

Aquel avión ardió, al día siguiente, por causas que se desconocen. Tal vez incendiado adrede pues el régimen franquista no simpatizaba con los Aliados.

Aunque la arena del tiempo haya enterrado esos sucesos, para Salinas no es mal bagaje tres aterrizajes y la petición de un aeropuerto. Ahora, los aviones pasan de largo pero no van muy lejos, siguen aterrizando frente a la mar y el viento.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España