martes, 26 de diciembre de 2023

Insultando, que es geranio

Milio Mariño

Igual que los panaderos hacen pan y los albañiles ponen ladrillos, los políticos deberían trabajar en lo suyo, que es procurar que vivamos mejor y las injusticias vayan a menos. Pero en eso trabajan poco. Prefieren dedicarse al insulto. Y, como sería mucho pedir que hayan leído “El Arte de insultar” de Arthur Schopenhauer, insultan bastante mal. No alcanzan a ser elegantes ni tampoco graciosos. Son vulgares y de lo más zafio. Y también infantiles; muy infantiles.

Solo con echar un vistazo a este año que ya se acaba, advertimos que no hubo, prácticamente, un día en que los políticos no se insultaran o se dijeran barbaridades. Menuda cosecha llevamos. Primero se insultan y luego recurren a nosotros como quien va a la seño a quejarse. Este me llamó merluzo, aquel dijo cenutrio…  

En política se insulta mucho. Claro que también es verdad que insultan más unos que otros.  Hasta hace poco, los políticos de derechas tenían a gala ser educados y no decir palabrotas. Presumían de buenos modales y de una educación exquisita, mientras que los de izquierdas se mostraban como gente de la calle y solían recurrir a las palabras gruesas y a cierta agresividad para hacerse oír. Ya no es así. Ahora, los políticos que se dicen neoliberales, los que hablan en nombre de la derecha y la ultraderecha, han decidido ser transgresores, malhablados y subversivos, mientras que los de izquierdas se muestran moderados y adoptan una actitud conciliadora.

El prototipo del nuevo político de derechas es el de alguien que presume de expresar sus opiniones sin miedo y, sobre todo, sin respeto. Sin la mal entendida cobardía de tratar al adversario de forma educada y correcta. Por eso, quienes ahora triunfan, y ocupan los puestos de mayor relevancia, son los bocazas, los que insultan con mayor descaro y desafían al más pintado.

Lejos de corregir esta conducta, los partidos políticos la alientan. No reprenden a quien insulta sino que le pasan la mano por el lomo y lo acarician animándolo a que siga insultando. Acabamos de verlo a propósito de la frase “Me gusta la fruta”, que se emplea para enmascarar el grave insulto de Díaz Ayuso al Presidente del Gobierno. Hasta Feijoo parece que lo celebra. Desgraciadamente, no es el único. El ilustre alcalde de Madrid ha recibido muchos elogios por llamar macarra y mamporrero al ministro de transportes. Otra buena muestra de cómo está el patio fueron las manifestaciones contra la amnistía y las protestas de la calle Ferraz, donde no quedó institución ni autoridad por insultar. El Presidente del Gobierno, el Rey,  la Constitución, la prensa y los medios informativos fueron objeto de insultos y menosprecio por parte de quienes solían presumir de ser educados y no hacer el gamberro.

La crispación, los insultos y las salidas de tono menoscaban la democracia, pero hay poco margen para la esperanza. La impresión, generalizada, es que los insultos, en  política, han llegado para quedarse. Una lástima porque cuando se pierde el respeto, tanto en política como en la vida, se pierde todo. Lo más preocupante es que ni siquiera se plantea la necesidad de una reflexión sobre este proceder vergonzoso. Parece como que hubiéramos normalizado que los políticos se insulten y ya admitimos, incluso, que insultando no es gerundio, es geranio. Es la forma que tienen de tirarse flores los señores y señoras que llamamos sus señorías.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 18 de diciembre de 2023

La injusta fama de los jueces

Milio Mariño

Nunca se había hablado tanto de la importancia que tiene que los jueces sean de una parroquia o de otra. Es como si dijeran que los curas pueden cambiar de dios y elegir al que más convenga a los pecados de sus feligreses. Si fuera así sería para preocuparse. Lo bueno, dentro de lo malo, es que la sospecha solo alcanza a los jueces de Primera División. Los otros, los de Segunda Regional, que trabajan en los juzgados por donde diariamente pasan miles de personas no tienen ese problema. El problema surge cuando se trata de gente muy principal y casos muy importantes. Por aquí abajo no sabemos, ni nos importa, la parroquia del juez que nos juzga. Aceptamos el que nos toque y asumimos su veredicto sin pensar en otras consideraciones.

A los jueces pedestres les pasa lo mismo. Tampoco pueden elegir qué casos juzgan y dedicarse, solo, a los más importantes. A veces, tienen que abordar situaciones complicadas como le ocurrió a cierto juez, del que no diré su nombre, que contaba la siguiente historia: “Bueno señora, ya está todo aclarado. Las dos mujeres se estaban pegando, usted se metió por medio, para separarlas, y le dieron un golpe en la refriega. ¿No es así? No, señor juez. ¿Cómo qué no? No, a mí no me dieron un golpe en la refriega. Fue un poco más arriba; entre la refriega y el ombligo”.

Pese al carácter sacerdotal con que pretendemos revestirlos, o tal vez por eso, los jueces no son sino intérpretes de las leyes vigentes y actúan según su particular humor, creencias, aficiones y carácter. Son seres humanos y, como tal, seguramente los habrá muy normales y raros como un avestruz en un chigre. Habrá de todo. Lo que esperamos de ellos es que, sean como fueren, se porten honestamente y apliquen la ley como corresponde. Que no inventen películas ni jueguen a otra cosa que no sea impartir justicia.

Insisto, y no me canso, en que a la gente corriente le trae sin cuidado la parroquia de los jueces. No participa de esas historias. Tiene el convencimiento de que no juzgan influidos por alguien al que tengan que rendir cuentas. No ocurre lo mismo en las alturas, donde ni siquiera se molestan por guardar las apariencias. Antes, en esas instancias, había jueces que retorcían las leyes y las interpretaban a su modo, pero al menos se molestaban en urdir artimañas y dotar a sus resoluciones de una apariencia de racionalidad. Ahora no. Ahora, se han tirado al monte y no disimulan. No les preocupa que los tachen de partidistas ni tampoco ocupar un cargo en el que no deberían estar desde hace ya cinco años.

Por estas cosas, y no por otras, la percepción que tienen los españoles de la justicia es de las más negativas de la Unión Europea. Nuestros jueces, en general, gozan de mala fama. Y no es justo que, por unos pocos, paguen los que no tienen culpa. A los muy estirados del Supremo quería ver yo en la piel de aquel juez que tuvo que afrontar este caso: “A ver, díganos su profesión. Yo, Señor Juez, soy capador para servirle a Dios y a usted. Ahórrese el ofrecimiento, a este juez no le hacen falta sus servicios”.

Al citado juez no, pero a los del Supremo no sé qué decir.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 11 de diciembre de 2023

La familia, solo, en Navidad

Milio Mariño

Me gusta mucho, me encanta, la vida en familia. Lo que no soporto es el seguidismo de cualquier idiotez mediática. Así que me da igual que digan que desentono o lo tomen por un desafío. He advertido, muy seriamente, a los míos que estas Navidades no pienso ponerme un pijama de renos, ni un jersey con dibujos de cristales de nieve, calcetines verdes y rojos, gorros con un pompón en lo alto o diademas de cuernos temblando. Será muy navideño, muy divertido y lo que ustedes quieran, pero que no cuenten conmigo. Solo faltaba... Y esa advertencia la hice extensible a mi gato, que como se les ocurra ponerle un lazo, o cualquier adorno, les monto un pollo que ni se imaginan.  

Sé lo que pasa. No hay nada tan coactivo como la Navidad. Llevamos ya más de un mes que estamos siendo acosados por imágenes de familias sonrientes que nos dicen como tenemos que vestirnos y qué tenemos que comprar. Familias que rebosan felicidad y supongo que también dinero porque lo mismo recomiendan un perfume caro que un coche de lujo. Es imposible escapar de su acoso. Quien no participe del entusiasmo derrochador de la Navidad sentirá vergüenza y se echará la culpa de que algo habrá hecho mal. Poco importa que mucha gente tenga dificultades para llegar a fin de mes o que los últimos datos demográficos señalen que un tercio de los habitantes de las grandes ciudades viven solos y al margen de sus familias.

Según el Instituto Nacional de Estadística, los hogares unipersonales son los que más han crecido, y seguirán creciendo, debido a que hay más divorcios que antes, la esperanza de vida ha aumentado y aumenta el número de personas que no tienen pensado vivir en pareja ni tener hijos. Una realidad que se ha impuesto y demuestra que el ritual de la gran familia, que nos enseñan en los anuncios, casi ha desaparecido. Las reuniones familiares son cada vez más forzadas. Aquella familia extensa, que algunos conocimos de niños, hoy es poco menos que una reliquia. Los abuelos están en las residencias geriátricas, los padres cada uno por su lado y los hijos malviviendo en pisos compartidos. La familia nuclear ya no se lleva. Han sido los impulsores del neo liberalismo, los mismos que nos enseñan familias sonrientes como símbolo de felicidad, quienes nos han convencido de que la familia tradicional no es compatible con lo que se exige para triunfar. Ahora, lo que se lleva es el individualismo competitivo sin ataduras de ningún tipo. Tener una familia implica la obligación de mantenerla, cuidarla y dedicarle tiempo. Responsabilidades que, por lo visto, impiden disfrutar de la vida y pasarlo bien. Por eso ya nadie quiere cuidar de los niños ni tampoco de los viejos.

No me apetece ser pesimista, pero los estudios sociológicos, prácticamente todos, apuntan que la tendencia actual es que en el futuro habrá más gente que viva sola, se ensancharán las diferencias sociales, aumentarán los egoístas que se muevan solo por interés y seremos más racistas que nunca.

El panorama no es muy alentador. De todas maneras, aunque las previsiones no sean muy buenas, de nosotros depende si nos cruzamos de brazos o nos revelamos y peleamos por un mundo más justo y mejor. Ya sé que lo de oponerme al pijama de renos no es mucho, pero por algo se empieza.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 4 de diciembre de 2023

Leemos poco

Milio Mariño

Con este tiempo, para un fin de semana de invierno, pienso que no puede haber mejor plan que quedarnos en casa leyendo. El periódico por supuesto, pero también un buen libro que cuente una bonita historia de la que podamos sentirnos protagonistas y vivir una gran aventura sin movernos del sofá.

El viento y la música de la lluvia crean el ambiente perfecto para que nos convirtamos -qué sé yo- en un detective inglés de esos que, al principio, parecen tontos y luego acaban descubriendo al asesino con un golpe de genialidad.  Leer nos permite protagonizar aventuras sin miedo al ridículo. Y no tiene nada de placer pasivo, es una forma de vivir de otro modo; de ser el detective inglés que decimos, un aventurero, un ladrón, un millonario o lo que proponga el libro que estemos leyendo.

La lectura aporta muchas ventajas: corrige el egocentrismo, invita a la reflexión, añade conocimientos y amplía los horizontes, no solo los geográficos también los mentales. Pero, todas esas ventajas no deben ser suficientes porque aquí, en España, leemos poco. Una encuesta del Ministerio de Cultura, señala que el 35,2 % de los españoles confiesa que no lee nada.  Pero nada de nada.  Esa fue la respuesta; así que mucho me temo que no leerán los prospectos de las medicinas ni tampoco las condiciones legales que figuran en los documentos y luego ponemos el grito en el cielo cuando descubrimos que de haberlas leído no habríamos firmado ni de broma.

Que el 35,2% de los españoles confiese que no lee nunca debería preocuparnos. No es de la misma opinión el Ministerio de Cultura, que se muestra satisfecho porque dice que en los últimos diez años el índice de lectura ha experimentado un crecimiento de 5,7 puntos porcentuales. Nada nuevo; el que no se consuela es que no maneja las estadísticas. Lo que dicen allá por Europa es que España, en número de lectores, está muy por debajo de lo que correspondería por su situación económica y el nivel de vida de sus habitantes. Aquí no solo se lee poco, los que leen tampoco baten el record. Mientras en Francia y Canadá las personas que leen lo hacen en un promedio 17 libros al año, aquí apenas llegamos a la mitad.

El optimismo del Ministerio de Cultura contrasta con la realidad y con un horizonte bastante sombrío. La mala costumbre de no leer la están heredando los jóvenes. En esa misma encuesta, el 55,3 % de los jóvenes manifiesta que no lee ni tiene pensado hacerlo.

Los datos de dónde leen los que leen y cuál es el medio físico que utilizan no son buenos. El 78,3 % lo hace en soporte digital, con un notable ascenso de la lectura a través del teléfono móvil. Los lugares elegidos para leer son, sobre todo, el transporte público y las salas de espera de los aeropuertos y los hospitales. En las casas se lee poco. Los niños encuestados dijeron que rara vez veían leer a sus padres. Pero, los padres no solo se defienden sino que, además, contraatacan. Alegan que, cuando después de un día de trabajo llegan a casa, antes de ponerse a leer, prefieren apagar el cerebro y desconectar de todo. Creen que se lo han ganado.

Pues nada. Que sigan apagando el cerebro y dejen conectado el móvil. Así, por lo menos, podrán leer los mensajes.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 27 de noviembre de 2023

Luces y luciérnagas

Milio Mariño

El encendido de las luces de navidad es uno de los acontecimientos más esperados del año. Alguien, en algún sitio, da media vuelta a la llave y todos, los adultos y los niños, disfrutamos del grandioso espectáculo. No pensamos, ni falta que nos hace, que las calles las iluminan no para que disfrutemos sino para que salgamos a comprar. Las bombillas son el reclamo perfecto del mayor negocio del año. No pudieron inventar mejor excusa que la Navidad para devolvernos la ilusión infantil y ese empeño por ser felices que contagia incluso a quienes por estas fechas padecen la crueldad de ver que muchos escaparates no son para ellos. Ellos viven en otro paisaje, son víctimas de un perverso contrato cuya cláusula principal establece que para que unos vivan bien otros tienen que vivir peor.

Atendiendo a lo de vivir mejor o peor, hemos pasado de unas Navidades iluminadas con apenas cuatro bombillas a este derroche de luz en el que ningún Ayuntamiento quiere quedarse atrás. Todos justifican el gasto como una inversión muy beneficiosa para la ciudad.

Seguramente será verdad. La cuestión es que este argumento también era válido cuando los ayuntamientos presumían de gastar poco porque había otras prioridades antes que emplear el dinero en adornos y bombillas de colores. Ahora la cosa ha cambiado. Ahora cada Ayuntamiento rivaliza con poner más bombillas que su vecino. Hace unos días, en Madrid encendieron 12 millones de bombillas, mientras que en Granada presumen de que han plantado el Árbol de Navidad más grande de España, 55 metros de alto, once metros más que el de Vigo.

Si la intención es deslumbrarnos mejor rivalizaban en atender a los más desfavorecidos o en reducir las listas de espera de los hospitales. Lo de pelear por poner más bombillas es una competición ridícula, pero hablar de bombillas y justicia social tal vez se tome como demagogia barata o populismo del malo. También cabe que piensen que hablan así los que aborrecen la Navidad. No es el caso. Puede gustarte la Navidad y disgustarte esa noria en la que se han subido los alcaldes que gastan cantidades ingentes para que sus ciudades se conviertan en algo así como parques temáticos.

Iluminar las ciudades, en Navidad, está bien. Pasarse con las bombillas o iluminar solo las calles comerciales ya es otra cosa. El privilegio que tienen los barrios pobres, de poder ver la noche y las estrellas, debería ser para todos. La noche es hermosa y deberían poder disfrutarla quienes vivan en las calles céntricas. Es injusto que en estas fechas les priven de ver el cielo. Tampoco podrán ver la preciosa luz de las luciérnagas, que apenas quedan porque según los expertos han ido muriendo por el uso de pesticidas, el cambio climático  y la contaminación lumínica.

Las luciérnagas alumbran una luz preciosa que, además, saldría gratis. El inconveniente es que pasaría como con las estrellas del cielo, que ya nadie puede verlas por las luces artificiales de aquí abajo.  Artificial, o no sé cómo llamarlo, es el último invento de unos científicos chinos que, al parecer, han descubierto que poniendo nanopartículas dentro de las hojas de los árboles se logra que las hojas generen brillo y puedan alumbrar por sí mismas las calles. Quien sabe cómo será la navidad del futuro. A lo mejor la inteligencia artificial le da un vuelco y hace que volvamos a lo sencillo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 20 de noviembre de 2023

Paciencia y barajar

Milio Mariño

La elección de Presidente del Gobierno está generando tanta crispación y tanto ruido que vendría bien darle un giro y analizar lo sucedido desde un punto de vista menos trascendental y más lúdico. No sé… Verlo como una partida de mus. Una partida donde las cartas son importantes, pero también que quienes participan sepan jugarlas pues no siempre gana quien tiene las mejores.

Las cartas de Alberto Núñez Feijoo y Pedro Sánchez, no las repartió el azar, las repartieron los españoles el pasado 23 de julio. Dieron a cada uno las que creyeron que merecía y cada uno eligió a su pareja de juego. Alberto eligió a Santiago Abascal y Pedro a Yolanda Díaz.

Las dos parejas se disputaban gobernar y era obligado que jugaran con las cartas que tenían en la mano. Cierto que podían haber sido otras pero, al final, fueron las que fueron y no vale lamentarse. No vale echarles un vistazo, decir no me gustan, tirarlas encima de la mesa y pedir que vuelvan a dar de nuevo, a ver si tocan mejores.

La partida de la que hablamos no se disputó en el cuarto trasero de un garito clandestino apestado por el humo de los cigarros, como vemos en las películas. El ambiente estuvo enrarecido, pero fue porque así lo quisieron quienes pretendían hacerlo irrespirable con el fin de llamar la atención de los espectadores y lograr de esa manera presionar al contrario.

 Una de las parejas, la formada por Alberto y Santiago, antes incluso de sentarse a la mesa, ya presumía de tener mejores cartas. Se creía ganadora y no soportaba la idea de que pudiera perder; de ahí que, además de enrarecer el ambiente, intentara convencernos de que los rivales eran unos tramposos y no merecían ganar aunque jugaran mejor.

El resultado, al final, fue que ganaron los que tenían peores cartas. Un desenlace que los perdedores consideran inaceptable. Debe ser duro verte ganador y, al mismo tiempo, percibir que vas perdiendo y todo apunta a que perderás la partida. Hay que ser fuerte y tener capacidad para asimilar la derrota. La frustración puede transformarse en rabia y empujar a cualquiera a que esté tentado de romper la baraja. Y no solo eso, también a que, como perdedor, se desahogue dando voces y culpando al contrario de haber hecho trampas. No arregla el problema que intenten consolarlo diciendo que la próxima vez seguro que tendrá mejores cartas y podrá jugar de otra manera. Cuesta aceptar, sobre todo, que, a veces, una carta de poco valor pueda ser la llave para una jugada maestra que suponga ganar la partida.

Uno de los fallos, quizá el principal, de Alberto y Santiago fue que nadie les advirtió, o no se dieron cuenta, de que, en el mus, lo más importante no es tener buenas cartas, es saber jugar con las malas. Que fue lo que hizo la pareja que resultó ganadora.

Ahora, con la partida acabada, lo lógico sería que los perdedores aceptaran la derrota. Que fueran responsables y demócratas. Que se dieran cuenta de que seguir insistiendo con que España se rompe está muy gastado y ya no cuela. No recuerdo quien dijo que a una oveja se la puede esquilar toda la vida, pero despellejarla solo se puede hacer una vez. Así que, pataletas aparte, no les queda otra que lo que dice el refrán. Paciencia y barajar.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 13 de noviembre de 2023

Somos nada y algunos ni eso

Milio Mariño

Hará como un par de semanas, leí que la investigadora y científica francesa Anne L’Huillier había sido galardonada con el Premio Nobel de Física por haber descubierto que las personas, por dentro, estamos compuestas básicamente de espacio vacío.

El caso que acabé de leerlo y quedé que ni fu ni fa. No sentí esa emoción que se siente ante algo novedoso o inesperado. No me sorprendió lo más mínimo. Muchos, entre los que me cuento, que no nos tenemos precisamente por atletas mentales, ya sospechábamos que somos nada. Ahora bien, una cosa es sospecharlo y otra, como dicen en Oslo, que Anne lo haya demostrado con una fórmula de esas que te dejan con la boca abierta y no la cierras hasta que tragas un par de mosquitos. Así que supongo que merece el premio.

 De todas maneras, sin quitarle mérito, sigo pensando que la mejor prueba de que somos nada es lo mucho que insisten para que seamos algo. Desde muy pequeños ya están metiéndonos en la cabeza que tenemos que sobresalir y hacernos visibles. Insisten de tal manera que la gente nunca había peleado tanto por hacerse notar. La visibilidad se ha convertido en un objetivo que se persigue al precio que sea. Lo curioso es que quienes, de verdad, mandan en el mundo son invisibles, no los conoce nadie. De modo que ahora que han demostrado que somos nada, no estaría mal que nos explicaran como es que algunos no llegamos ni a eso. Somos menos que nada. Un déficit en sí mismo, un lastre social del que se quejan quienes al alcanzado el éxito.

Anne L’Huillier algo debió intuir porque dijo que el espacio vacío que somos no tiene una explicación concreta. Ella misma y los que comparten con ella el premio han aclarado que ese vacío no está tan vacío como pensaban, que a veces se llena de unas fluctuaciones que no conocen ni saben de dónde afloran, lo cual les obliga a seguir investigando para buscar nuevas teorías con las que poder explicarlo.

A saber qué saldrá de ahí. A veces se empieza por el vuelo de una mariposa, por un bello atardecer o simplemente por hacer la lista de la compra y no sabe uno dónde puede ir a parar. Lo mismo insisten con la física cuántica y, dentro de unos años, descubren que ser menos que nada es un chollo. No te asignan ningún papel; no necesitas quedar bien con nadie; no tienes obligaciones, no corres el riesgo de equivocarte… Bastará que aceptes ser gilipollas y lo tendrás todo resuelto. Para entonces, la inteligencia artificial habrá rellenado el espacio vacío y los gilipollas serán una especie protegida porque habrán entrado en vías de extinción.

Historias como la que intentan colarnos, que por dentro somos un espacio vacío, demuestran que los descubrimientos científicos y los avances tecnológicos van más allá de lo que alcanzamos a comprender. Ni dando rienda suelta a nuestras mayores fantasías podíamos imaginar que aceptaríamos lo que estamos aceptando como normal.

No señalo a nadie, hablo por mí, que todo esto me sobrepasa y mejor estaba callado que escribiendo estas tonterías con las que lo único que consigo es ponerme en evidencia. Pero no escarmiento. Ahora ando a vueltas con eso de que si cuando cae un árbol en el bosque, y nadie está allí para escucharlo, hará algún ruido.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 6 de noviembre de 2023

Digerir el horror

Milio Mariño

En uno de esos estudios que analizan nuestra calidad de vida, decían algo así como que mucha gente cena viendo la televisión porque lo que tiene en el plato es tan insípido y anodino que utiliza las noticias para añadirle sabor. No creo que lleguemos a tanto, pero sí que la televisión distrae y, tal vez, prestamos menos atención a la comida. En cualquier caso, estoy convencido de que siempre es peor lo que vemos en televisión que lo que comemos. Si el reproche es que comemos comida basura, que les voy a contar de lo que vemos mientras cenamos. Noticias precocinadas que, antes de emitirse, pasaron por el tamiz de los que deciden quienes son los buenos y los malos según el bando al que pertenezcan.

No debería, pero también soy de los que cenan con la televisión encendida. Además, no pienso cambiar. Hace tiempo que la comida y la televisión me alimentan, cada uno por su lado, con la particularidad de que en un caso puedo elegir y en el otro no. Puedo cambiar de canal, pero no me libro de ver las mismas noticias con distinta banda sonora. Así que, al igual que la gran mayoría, llevo un mes cenando con el horror en pantalla. Nos han pasado imágenes de israelíes ejecutados a sangre fría en sus casas, cuerpos de mujeres muertas y escupidas por los de Hamás, niños palestinos con la cabeza y la cara ensangrentadas por las bombas de Israel, adultos  asomando una mano o un pie entre los escombros de sus casas…

La televisión está retransmitiendo, en color, una especie de barbarie medieval corregida y aumentada por la tecnología de última generación. Atrocidades de un lado y del otro que llevan a cualquiera que tenga un mínimo de ética y sensibilidad a sentir vergüenza del género humano. Y más vergüenza, si cabe, por la actitud de los dirigentes políticos que intentan convencernos de que quienes privan a la población  de alimentos, agua y luz están en su derecho de hacerlo. Que la atrocidad del ataque de Hamás legitima a Israel para hacer lo que quiera con total impunidad.

La influencia de Israel en el mundo, con sus poderosos lobbies, condiciona la postura de los gobiernos y los políticos, que no hacen nada para frenar este desastre ni cumplen con la obligación de exigir que se respeten los derechos humanos. Al contrario, cuando los ciudadanos salen a la calle de forma multitudinaria, como ocurrió en Londres y París, para exigirles que cumplan y respeten esos derechos, ordenan a los antidisturbios que los dispersen a palos. Quieren que hagamos como ellos, que miremos para otro lado y estemos de acuerdo en que el horror y la barbarie son aceptables si lo practican los nuestros.

Mucho me temo que quienes cenamos con la televisión encendida vamos a seguir viendo destrucción, muerte y sangre por mucho tiempo sin entender que los que pueden evitarlo permitan que siga ocurriendo y algunos incluso lo aplaudan. Es lo que hay, pero no pienso apagar la tele aunque sé que es perjudicial cenar viendo el horror. Sobre todo para la salud del cerebro. El estómago allá se las apaña. Nuestros jugos gástricos son capaces de digerir lo que sea en cosa de un par de horas. El cerebro no. El cerebro no hace caca ni tira pedos. Todo se lo queda dentro. Y ahí lo tengo.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 30 de octubre de 2023

Castañas de otoño

Milio Mariño

Para este otoño, que no empezó en septiembre sino ayer con el cambio de horario, anuncian castañas caras, más jabalís urbanos y la posibilidad de que España se rompa en pedazos. Catástrofe que, de producirse, podría hacer que Asturias se convirtiera en una isla del Cantábrico. Un lugar exótico con melancólicas tardes de lluvia, el  nuevo túnel de Pajares convertido en la cueva del Ave Fénix y los chigres vendiendo cachopos a los habitantes de lo que ya no sería la piel de toro sino la de una vaca despiezada con sus lomos, alto y bajo, el solomillo, que correspondería a Madrid, y otras piezas menores como Murcia y Logroño.

Los pesimistas vaticinan que acabaremos así. Que el problema es más grave que el Covid19, la erupción del volcán de La Palma, la guerra de Ucrania, la otra guerra de Oriente Medio y los cayucos que llegan a Canarias. Más grave incluso que la falta de médicos en atención primaria, la escasez de vivienda, el incierto futuro de las pensiones, que octubre parezca julio y que las mujeres sigan muriendo sin que se despeje la duda de si es violencia intrafamiliar o machista.

Este otoño se presenta raro. Con una dependencia excesiva de las castañas y los castañeros. Especialmente de uno que está a las puertas del Congreso esperando a que le saquen las castañas del fuego. Ya las tiene, prácticamente, asadas, solo falta que alguien se atreva a cogerlas sin quemarse los dedos.

Antes que este hubo otro castañero que también ofrecía castañas pero, a pesar  de que, según él, eran de mejor calidad, tuvo poco éxito y casi nadie se las quiso comprar. Solo unos pocos de Vox, uno de Navarra y una canaria que dice que le da igual unas castañas que otras, que tiene el estómago hecho a todo y lo único que le importa es que alimenten.

Al final, los dos castañeros andan a la greña y nos tienen que arqueamos las cejas cada vez que algo se mueve. Nadie sabe cómo puede acabar todo esto ni que hará finalmente el castañero que persigue la mayoría porque si bien el otoño es una estación que se asocia a la madurez y la reflexión también tiene connotaciones en sentido contrario. Así que lo mismo le da un arrebato, deja que las castañas se quemen y tenemos que volver a votar en enero.

Es muy capaz porque si algo ha demostrado es una audacia que sorprende a propios y extraños, una voluntad a prueba de bomba y un orgullo que no se lo pisa nadie. Cuando lo dan por muerto resurge de sus cenizas y no solo salva los muebles sino que les saca brillo.

La situación es complicada. No obstante, cabe mantener la esperanza de que haya un acuerdo sensato. El otoño tiene el poder de influir con un halo invisible que ojala alcance para calmar los ánimos de unos y otros. Si seguimos así todos nos volveremos histéricos y tendremos que recurrir a los fármacos para tener un humor aceptable. Y eso no sería propio de los españoles y mucho españoles.

Esto que comento  lo estuve pensando mientras veía como resbalaban las gotas de lluvia por el cristal de la cafetería donde tomaba café. Y también pensé que no habría mejor destino para este artículo que esa hoja de periódico que luego se usa para envolver las castañas en un cucurucho.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 23 de octubre de 2023

Nos engañan y toca decir amén

Milio Mariño

Entre las muchas cosas que pasamos por alto está que no es igual engañar que mentir. Mentir puede ser disculpable, pero el engaño conlleva una intencionalidad que no admite perdón. Es falsear la verdad con la intención consciente de hacerlo para lograr un fin que no suele ser trigo limpio. Por eso Pinocho no es como Maquiavelo.

 Ni punto de comparación. Ojala que quienes nos engañan se encontraran con la sorpresa de que les crece la nariz y se les pone roja como un pimiento. No hay esa suerte. Nos engañan y toca decir amén. Estamos a merced de las falsas noticias que, por otra parte, cada vez son más y se alejan de lo que pudiera ser una simple broma o una gamberrada para convertirse en un arma muy poderosa que hace mucho daño  a la sociedad.

Maquiavelo dominaba ese recurso a la perfección. Decía con arrogancia: “Los hombres son tan ingenuos, y responden tanto a la necesidad del momento, que quien engaña siempre encuentra alguien que se deja engañar”. Alguien que son multitud porque ahí están los negacionistas del Covid19 y las vacunas,  los que dicen que el cambio climático y el calentamiento global son inventos de la izquierda, los que niegan que haya violencia machista, los conspiranoicos que ponen en duda la limpieza de las elecciones cuando no ganan los suyos… Todos los que contribuyen a la maldad de engañar. Que sale a cuenta porque al final sucede lo que, en su día, dijo Jonathan Swift: “La mentira vuela alto y la verdad va detrás cojeando”.

La verdad es, ahora, más necesaria que nunca. Estamos expuestos a que nos engañen todos los días y a todas horas. Cualquier bulo puede acabar en las portadas de los periódicos o en los informativos de televisión, dado que apenas se contrastan las fuentes y la falta de rigor es alarmante.

El último, en ser víctima y participe, fue nada menos que Joe Biden. El presidente norteamericano dijo: “Nunca pensé que vería fotografías de terroristas decapitando a niños”. El líder demócrata pronunció estas palabras durante una reunión en Washington con  la comunidad judía.  Se armó tal revuelo que pocas horas después la Casa Blanca tuvo que salir al paso para aclarar que el presidente no había visto las imágenes ni confirmado tal atrocidad. Se lo habían contado y él lo había dicho creyendo que era verdad.  

Las imágenes no existían, pero el daño ya estaba hecho. La noticia era lo suficiente macabra como para parecer verdad y su difusión permitía justificar cualquier decisión posterior. 

Pocos días después, Biden tuvo otra visión. Cuando salió de reunirse con Netanyahu dijo: “Sobre la base de lo que vi, parece que el bombardeo del hospital Al-Ahli fue llevado a cabo por el bando contrario”.

Biden debió ver mal otra vez. La OMS ha confirmado que el hospital recibió de Israel la orden de evacuación, previa al bombardeo, pero que no pudo cumplirla por el estado crítico de los pacientes y los cortes de suministros. El corresponsal de TVE comentó que Hamás no tiene bombas de semejante potencia.

Engañarnos es fácil. Nos engañan quienes fabrican los bulos y quienes, a sabiendas de que lo son, los enarbolan como una verdad absoluta para conseguir sus fines. Y los consiguen porque lo verdaderamente terrible no es que nos engañen con falsas noticias, es que, aun siendo falsas, tienen consecuencias reales.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 16 de octubre de 2023

Asturias, refugio climático

Milio Mariño

Es evidente que los animales se adaptan mejor, y con más sensatez que nosotros, al cambio climático. Ya lo dice el refrán: En febrero busca la sombra el perro; en marzo el perro y el amo.

Imaginen en julio y agosto, hasta las lagartijas huyen del sol. Así que no les extrañe que el turista animal igual no, pero el otro, el animal turista, intente escapar del calor y se refugie donde no sude a chorros. Por ejemplo en Asturias, que no se llena de turistas, se llena de refugiados del cambio climático. Los turistas disfrutan como pollos al horno, pero quienes eligen Asturias para pasar el verano pretenden no achicharrarse durante el día y por la noche dormir tapados bajo la colcha y las sábanas, como mínimo. Entre medias está el trámite de la comida, que también cuenta porque aquí se come mejor y más barato que en todo el mediterráneo.

Las citadas ventajas explican que, este verano, Asturias haya vuelto a batir el record de visitantes. El año pasado tuvimos dos millones y medio  y este año, a falta de que se concreten los datos, ya se sabe que serán muchos más. Por ahí abajo se extendió el rumor de que somos el refugio perfecto y Asturias se llenó de refugiados.

En plena avalancha, preguntaron al Presidente Barbón que opinaba y dijo que no quiere un turismo de masas, que Asturias no puede convertirse en un segundo Benidorm. Sería lo deseable. En su día fue premonitorio, y un gran acierto,  “Asturias, Paraíso Natural”. Un eslogan que se creó en los años 80 y, de momento, sigue siendo válido. Todavía somos un paraíso; falta saber hasta cuándo.

El pasado mes de agosto aseguraban en Llanes, cuya población es de 13.600 habitantes, que en la villa y sus alrededores había más de 100.ooo personas. Un exceso difícil de soportar que, probablemente, vaya en aumento. A la bondad del clima habrá que añadir qué, en cosa de uno o dos meses, el AVE llegará a Oviedo y Madrid quedará a solo tres horas de viaje.

La mejora de las comunicaciones y el buen tiempo inducen a pensar que Asturias, por fin, está de suerte. No echaría yo las campanas al vuelo. Todo debería tener un límite y el turismo también. No creo que nos beneficie ni sea la solución que Asturias se convierta en un destino turístico como lo fue la Costa del Sol. Ni siquiera por lo del empleo porque ya me dirán si es un chollo que pasemos de tener mineros y siderúrgicos a kellys y camareros.

Más que solución puede ser un problema. El turismo, por supuesto que es deseable, pero en exceso afecta al entorno físico y también el humano. Lo ideal sería  un punto intermedio entre cortar por lo sano y abrir las puertas de par en par. Tal vez no lo arregle, pero hay quien dice que podría ayudar la Ecotasa. El impuesto que cobran en Baleares, de 2 a 4 euros por persona, pernoctación y día, en cualquier establecimiento hostelero. Al parecer ya se han hecho cálculos y estiman que la recaudación podría estar en torno a los diez millones de euros, cantidad que luego podría destinarse a proyectos vinculados con el medio ambiente.

Algo habrá que hacer. Ahora mismo, el Paraíso es gratis para todos menos para los asturianos, que ya empezamos a pagar y pagaremos las consecuencias.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 9 de octubre de 2023

Perdonar no es sinónimo de debilidad

Milio Mariño

Hace ya muchos años, cuando empecé a viajar por Europa, comprendí que vivía en un país muy particular. Los partidos de derechas que había en España,  primero Alianza Popular y luego el PP, no se correspondían, en nada, con sus homólogos europeos. Circunstancia que yo achacaba a que acabábamos de salir de una dictadura y les costaba adaptarse a la democracia.

Cuarenta años después seguimos igual. La derecha española sigue creyendo que aquella frase del dictador, aquello de que todo quedaba atado y bien atado, significaba que les dejaba en herencia el Gobierno de España. De ahí su insistencia en que el Gobierno solo es legítimo cuando gobierna el PP. Lo dijo en su día Álvarez Cascos, quien afirmó que el Gobierno socialista era una anomalía, y lo siguen diciendo ahora no solo porque vuelven a poner en cuestión cualquier Gobierno que no sea de derechas sino porque tienen la desfachatez de decir que quienes no lo entiendan así son anti españoles y no defienden la Patria ni la Constitución.

Semejante actitud no sé si se debe a su frustración política o a su tradición histórica, – probablemente a las dos-, pero lo cierto es que nadie ha llegado tan lejos  en su intento por deslegitimar el Estado democrático. Siempre coincide que cuando la derecha no está en el Gobierno practica una política de tierra quemada que ha conducido al país a graves crisis que no se corresponden con su situación económica ni social. Optan por la crispación constante, porque todo parezca insolucionable y por esa vieja y  muy gastada advertencia de que España se rompe y solo ellos tienen el pegamento que logra conservarla unida.

Llama la atención, también, que la derecha apele a la transición de 1.978. Quienes vivimos aquellos convulsos años y en la medida de nuestras posibilidades, en función del cargo que ocupábamos, hicimos posible el acuerdo, sabemos lo complejo que fue aquel pacto, las reticencias que suscitó, sobre todo en la derecha inmovilista, las cesiones que hubo que hacer y, finalmente, la admiración que causó en todo el mundo.

Entonces se hizo lo que se pudo, condicionados por el ruido de togas y sables y de una derecha reaccionaria que también se erigía en salvadora de la Patria. Curiosamente, los herederos de quienes tenían miedo a la democracia son, ahora, los que dicen defenderla. No será por lo que contribuyeron a que España fuera una democracia homologable pues han venido oponiéndose a todo lo que signifique progreso: el divorcio, el aborto, la igualdad entre hombres y mujeres, el matrimonio homosexual,  la eutanasia, un salario mínimo digno...

Muchos de los supervivientes de aquel hito histórico, llamado transición, seguimos estando orgullosos de lo que hicimos. Lo defendemos a muerte, pero eso no nos impide ver necesario un nuevo impulso que permita seguir avanzando. Una segunda transición que conserve lo fundamental y supere y corrija los errores de la primera. Y, también, por qué no, que sea generosa como aquella. Perdonar nunca es sinónimo de debilidad sino todo lo contrario. Siempre será mejor alentar la concordia y el diálogo que enarbolar un falso orgullo patriótico que fomente el rencor y niegue el perdón. Estamos muy lejos de 1.978 y los aguafiestas no deberían condicionarnos como nos condicionaron entonces. Ahora la democracia es tan sólida que haría bien en perdonar a quienes se equivocaron y piden que se les perdone.


MIlio Mariño / Artículo de Opinión / Diario Lla Nueva España

lunes, 2 de octubre de 2023

Las balas están de caras como el aceite

Milio Mariño

Con el definitivo adiós al verano, y la vuelta a la vida de diario, nos hemos visto obligados a cambiar los trastos de playa por el carrito de la compra y la preocupación de si nos alcanzará el dinero para lo caro que se ha puesto todo y, sobre todo, el aceite bueno. En eso andamos quienes somos gente corriente. Otros se preocupan por el precio de los centollos y algunos, los menos, por el de las balas que se disparan y matan gente o se pierden en el vacío, que, al final, cuestan lo mismo y hay que pagarlas aunque supongan un desperdicio.

La vida es así: está llena de paradojas e ironías del destino. Nos preocupamos por cosas menores mientras, ahí al lado, se están matando en una guerra que nos importa un pimiento. Menos mal que algunos tienen otras miras y, además de preocuparse por las cosas de comer, se preocupan por el precio de las balas que, aunque parezca mentira, también nos afecta porque las pagamos nosotros.

Si les soy sincero, a mí, el precio de las balas me traía sin cuidado. Solo tenía ojos para los precios del supermercado, pero leí que los Mossos de Escuadra se quejaban de que una bala, para un fusil de los que ellos usan, ha pasado de 0,39 euros en 2017 a 1,2o euros en 2023, y me entró la curiosidad.

El dato me puso alerta y la curiosidad hizo el resto. Subí a la nube, empecé a buscar y encontré el informe, de un periodista americano, que indica que una ametralladora del calibre 50, que son las que en la Guerra de Ucrania atornillan en los camiones o en soportes móviles y tienen una velocidad de 40 disparos por minuto, si la disparas durante ocho horas al día, los siete días de la semana, en seis meses, puede disparar 50 millones de balas.

Me sorprendió lo de disparar ocho horas al día, nada de horas extra, y aun así la cantidad de disparos que salen. Pero lo que ya me dejó de piedra fue que cada una de esas balas cuesta 6,30 euros. No cogí la calculadora porque ya imaginaba que la cifra que saliera difícilmente me cabría en la cabeza.

El citado informe apunta que esa munición, y otras, la compra, oficialmente, Países Bajos, aunque la paga la Unión Europea, que somos todos. La cuestión es que Europa está suministrando armas y municiones a Ucrania por medio de un grupo de intermediarios encabezado por el americano Mark Morales y el ucraniano Vladimir Koifman; dos espabilados que han creado un sistema opaco que hace muy complicado que esos envíos figuren en cualquier registro público y más complicado, si cabe, saber cuánto estamos pagando y qué sucede con la munición después de su entrega.

Dios me libre de poner en duda que la Unión Europea, y por supuesto España,  lleven las cuentas al céntimo y estén preocupados, igual que nosotros con la cesta de la compra, por el precio al que se han puesto las balas. Lo que me mosquea es que no oigamos a ningún Gobierno quejarse y todos paguen sin rechistar. Se quejan del gasto social, pero no dicen nada de lo que cuestan las balas, ni de que matar nos está saliendo más caro que salvar vidas y hacer que la gente viva con dignidad.


Artículo de Opiniión / Diario La Nueva España

lunes, 25 de septiembre de 2023

Chimeneas que fueron humo

Milio Mariño

Viendo las imágenes del derribo de la chimenea de Ensidesa sentí una pena tan grande que estuve por salir de casa y liarme a tomar gin-tonics a ver si, así, conseguía reírme de lo tonto que soy. No sé qué me pasa, pero cada vez me entristece más que se pierdan los establecimientos antiguos, los edificios emblemáticos y todo lo que me recuerda que la vida se va. No me atrevo a decir que disfrutaba de las chimeneas porque no son como un pájaro o un árbol que te alegran la vida por el mero hecho de estar, pero creo que me pertenecían en usufructo, que es el derecho a usar los bienes de otros y disfrutar de sus beneficios, con la obligación de conservarlos y cuidarlos como si fueran propios.

 Reclamar el usufructo de las chimeneas no está reñido con tener muy claro que no poseemos nada ya que todo, incluidos nosotros, puede desaparecer en cualquier momento. Las cosas se acaban y la vida sigue como sí nada. Ahora bien, esa realidad no puede dar pie para que justifiquen la demolición de las chimeneas con tonterías como las que se dijeron cuando la primera ya estaba en el suelo. Eso de que vivimos un cambio desde el pasado hacia un futuro que abre nuevas oportunidades y es el principio para posicionar Avilés en una nueva etapa que mantenga viva esta ciudad.

Cum Laude para los discursos de cortar y pegar y las soluciones tontas de atar. Ahora resulta que por derribar cinco chimeneas la ciudad se revitaliza y progresa un montón. Nos toman por tontos, con el agravante de que les trae sin cuidado la carga simbólica de esas chimeneas, la identidad que suponen o que la gente pueda valorarlas como parte del patrimonio industrial. Al parecer, conservar testimonios y elementos simbólicos que identifiquen lo que somos gracias a lo que fuimos es contraproducente para progresar. Entienden que el patrimonio industrial no es un vestigio ni una seña de identidad de Avilés y de la memoria colectiva de varias generaciones, es como un paréntesis vergonzoso que lo mejor es volarlo y olvidarnos de que existió.

La identidad de un lugar no se improvisa ni se inventa, es una colección única y heredada de activos, historia, edificios y cultura. En este caso no son solo los soportales de Rivero y Galiana, la iglesia de Los Padres, Sabugo y la Muralla, también cuentan los Almacenes de Balsera, la Curtidora, Ensidesa, la Térmica de Valliniello, los Gasómetros, las Chimeneas… No estoy diciendo que haya que conservarlo todo, pero sí que deberíamos conservar todo lo que se pueda.

¿A quién molestaban, o qué estorbaban esas chimeneas que ya no echaban humo? Neutralizado el peligro, no se entiende que las condenaran a muerte. Los alemanes, que no parecen enemigos del progreso, encargaron al arquitecto Peter Latz el diseño de un gran proyecto para preservar las chimeneas y las viejas estructuras de las fábricas siderúrgicas de la cuenca del Ruhr. Aquí no. Aquí, lo que han diseñado es un calendario de derribos cuya próxima cita será el 30 de septiembre. Luego habrá derribos todos los sábados y se reserva un domingo para derribar el Gasómetro.

 Como avilesino, me consideraba viudo de la siderurgia y de todo lo que supuso, pero es que ahora, a este viudo, le han quitado lo que tenía: la herencia de las chimeneas en usufructo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 18 de septiembre de 2023

Guardia Civil virtual

Milio Mariño

A finales del pasado mes de agosto nos sorprendieron con la noticia de que en un futuro no muy lejano la patrulla de la Guardia Civil, que ahora hace la ronda por esos pueblos que van quedando sin habitantes, será sustituida por una pantalla en la que aparecerá un agente virtual que se parecerá tanto a uno de verdad que, de ser así, mucho me temo que los viejos del lugar volverán a revivir aquellos tiempos en los que veían a la Guardia Civil y apretaban los glúteos para impedir que el miedo se les escapara por las piernas abajo.

Lo que están proponiendo, si no entendí mal, es una especie de realidad alternativa que, al parecer, ha sido creada con una finalidad disuasoria. Poner en la plaza del pueblo una pantalla con un guardia de mentira, que parezca de verdad, es como decir cuidado con lo que hacéis que este va a vigilar. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que sea como el rascar. Que empiecen, y no paren, y después de la del Guardia Civil instalen otras pantallas con las figuras virtuales de quienes antaño eran la referencia de esos pueblos medio vacíos como, por ejemplo, el cura, el maestro, el médico y quién sabe si el tonto también. Que maldita la falta, pero lo mismo piensan que podría contribuir a que los pueblos vuelvan a parecerse a los pueblos felices que todavía perduran en el imaginario de nuestra memoria y se proponen reproducirlos tal cual.

La literatura, el cine y los videojuegos se han encargado de ir preparándonos para esto que se avecina. De todas maneras, la realidad virtual nunca podrá sustituir a la realidad verdadera, que es en la que vivimos. Ya pueden llenar los pueblos con pantallas en las que aparezcan avatares superrealistas, dotados, incluso, con interfaz de lenguaje, que siempre será un simulacro y en modo alguno podrá sustituir la presencia física real de las personas de verdad.

El proyecto que acaban de presentar, según la memoria explicativa que lo acompaña, dice textualmente que es para mejorar el servicio, paliando la falta de efectivos en el mundo rural con avatares virtuales súper realistas de inteligencia artificial, a fin de proporcionar una respuesta más eficiente y mejorar las condiciones de prestación del servicio a la ciudadanía.

Así es como lo explican, pero les falta mucho por explicar. Sobre todo a los que venimos de la pizarra y el pizarrín y ahora andamos con la tablet y el ordenador. A nosotros, lo virtual, nos coge ya muy mayores, de modo que necesitamos que lo expliquen muy bien porque no entendemos ni la mitad. No entendemos cómo un avatar podría auxiliar a una persona en apuros que necesitara una ayuda inmediata. Cómo, en un momento determinado, podría activarse, salir de la pantalla y ayudarnos en lo que haga falta.

La intención supongo que será hacernos la vida más fácil. No imagino otra. Por eso que lo importante no es que en los pueblos pongan pantallas con un guardia, o lo que quieran poner, que parezca de verdad. Lo que importa es si lo que ponen, lo virtual, puede echarnos una mano en caso de necesidad. Pantallas que nos vendan falsas ilusiones tenemos de sobra, lo que falta son servicios y comodidades que hagan que vivir en un pueblo no sea como vivir a mil kilómetros de la ciudad.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 11 de septiembre de 2023

La moda de andar descalzos

Milio Mariño

Este tórrido verano, que ya casi está haciendo las maletas, se irá dejándonos la moda de andar descalzos. Como lo oyen. Andar descalzos se ha convertido en un símbolo de libertad y también de estatus, pues ahora andan así los que pueden y no como antes que solo andaban descalzos los que no podían.

Son otros tiempos. Aquello que llamábamos libertad se ha abaratado tanto que lo mismo se invoca para tomar unas cañas que para andar sin zapatos. En su nombre, recomendaban este verano, allá por Ibiza, Marbella y otras aldeas de la jet set, que a las fiestas de postín se fuera “barefoot”, que para los “preppy”, los pijos, suena mejor que decir descalzos.

También aquí, sin que nadie lo recomendara, empezamos a ver gente paseando por las aceras y las inmediaciones de las playas sin calzar siquiera unas chanclas. Preferían ir a pinrel y pisar el suelo sucio y caliente. Costumbre que no  solo practican los surfistas, a quienes tampoco les pasaría nada si, cuando se apean de la tabla, pusieran algún calzado para volver a casa. Hay otros que se suman a la moda y no descarto que sean los mismos que alertan sobre las consecuencias que puede tener para los perros que sus amos los paseen descalzos por el suelo abrasador.

Esta moda, la de andar descalzos, es cosa de la chavalería, que siempre está peleando por conseguir más libertad y ha decidido rebelarse contra la opresión y la tiranía que supone andar calzados todo el año. Y, a lo mejor, es casualidad, pero han elegido el verano y no diciembre para liberar sus pies. Experiencia que califican de muy reconfortante a la par que vitalista y generadora de bondad, pues dicen que andar descalzos nos hace más humildes y mejores personas.

Ni se me ocurre dudarlo. Soy un defensor acérrimo de la libertad, de modo que no pienso discutir las bondades del “descalcismo”. Ahora bien, como tampoco me apetece renunciar a mis derechos, he decidido acogerme a la ley del placer estético. Ley que, según  Kant, es tan objetiva como cualquier otra del pensamiento lógico.  

 En mi modesta opinión, ver que alguien camina por la calle descalzo supone un impacto brutal. No es comparable a un escote hasta el ombligo, o que cualquiera se agache y deje a la vista el canalillo del culo. Los pies nadie los quiere ver y ya no digamos olerlos. Son obsesivos e inducen a la “podofilia”. Vemos que alguien camina descalzo y se nos hace imposible mirar para otro lado. Quedamos abobados mirando y pasamos revista por ver si encontramos callos, juanetes, ojos de gallo, engibas, hongos, rugosidades, durezas que amarillean, uñas como mejillones… El catálogo sería interminable.

 Habrá gente, no lo discuto, que disfrute contemplando los pies descalzos de otros, pero entiendo que los pies deben ir cubiertos y si hay que hacer alguna excepción deberíamos hacerla con las mujeres, que casi siempre los llevan cuidados. Los hombres, en este aspecto, somos un poco gorrinos, así que mejor los llevamos tapados. Tapados del todo, no valen esas sandalias por las que, a veces, asoman unos dedos que parecen chistorras a la parrilla.

La moda de andar descalzos está bien para la intimidad del hogar. Cualquiera con un mínimo de decoro, y gusto estético, sabe que andar por ahí descalzos no supone más libertad, supone una guarrería que deberíamos evitar.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 4 de septiembre de 2023

A Covadonga de promesa, o de excursión

Milio Mariño

Siempre que hablan de Covadonga, fiesta que celebramos en unos días, recuerdo haber oído que quienes inventaron la costumbre de peregrinar a los santuarios y las ermitas fueron las mujeres y no, precisamente, por devoción o fervor religioso. Al parecer utilizaban el pretexto de cumplir una promesa para que sus maridos las sacaran de casa y las llevaran de excursión, so pena de provocar la ira del cielo y que los castigara Dios.

Nunca me preocupó saber si la citada sospecha tenía algún fundamento. Lo que sí puedo decir es que cuando era niño todos los años íbamos a Covadonga y nunca supe por qué. El motivo era secreto y el pago por el favor también. En cualquier caso, si es que había favor, debía ser poco importante porque algunas mujeres subían las escaleras de rodillas y mi madre nunca lo hizo. Rezaba un par de minutos y asunto concluido.

Me encantaban aquellos viajes que hacíamos en familia. Jamás oí un reproche, de modo que una de dos: o La Santina concedía todo lo que mí familia pedía, o los míos aceptaban con resignación que no les concediera nada.

Mucho tiempo después, ya de mayor, me enteré de que las vírgenes y los santos no hacen milagros. Los milagros solo los hace Dios. Así lo establece la jerarquía eclesiástica y lo razona de forma sencilla: no pueden hacer milagros porque significaría que tendrían el mismo poder que Dios. Para la Iglesia está claro, pero como le interesa que la gente siga creyendo, no desvela que las vírgenes y los santos son meros intermediarios que hablan por nosotros y tratan de interceder ante Dios.

Dios viene a ser como la última instancia. Lo cual hace razonable que disponga de unos subalternos que criben nuestras peticiones. Es más, muchas, la mayoría, seguro que ni le llegan. Le llegó, porque ahí está la historia que lo confirma, la petición de Don Pelayo que Dios atendió como es debido provocando aquel argayo que derrotó a los árabes, pero las del Real Oviedo y el Sporting, que todos los años van a Covadonga y piden subir a primera, apuesto que La Santina las mete en un cajón y ahí se quedan.

La gente, aunque la medicina haya avanzado mucho, creo que debe seguir pidiendo tener buena salud. Habrá quien aproveche y, además de salud, pida acertar la primitiva y, si acaso, un poco de amor, pero serán los menos. Peticiones raras siempre las hubo y milagros extravagantes también. Contaba Boccaccio que una esposa fue sorprendida con su amante en la cama y le dijo al marido: Llevaba mucho tiempo pidiéndolo y, por fin, Dios me ha escuchado y me ha mandado a Fray Rinaldo, que está intercediendo con mucho ahínco para curarme de las lombrices.

En esto de los milagros, la Iglesia siempre ha sido más cauta y escéptica que el pueblo llano. Nosotros somos muy dados a creer que algunas cosas que nos suceden, y suceden a nuestro alrededor, son auténticos milagros. Los más creyentes dicen, incluso, que quien no se ha beneficiado de algún milagro es porque no lo ha pedido.

Milagros aparte, intervenga La Santina, o no, y en última instancia Dios, que seguramente tampoco, he decidido que, este año, vuelvo a Covadonga. El motivo, como manda la tradición, seguirá siendo secreto. Allá ustedes sí piensan que voy de promesa o de excursión.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 28 de agosto de 2023

El sexo, los dulces y otras aficiones

Milio Mariño

En una entrevista reciente, la psicóloga y antigua profesora de la Universidad de Stanford,  Carol Dweck decía que, al contrario de lo que se piensa, los años ayudan a nuestra sexualidad porque nos obligan a ser tremendamente prácticos y disfrutar de los detalles olvidándonos de nuestras limitaciones físicas y saboreando un erotismo que no tiene que ver con la edad y sí con nuestra predisposición y nuestra actitud mental.  

Se agradece que quiera animarnos, pero la psicóloga americana, una autoridad mundial en el campo de la motivación, tiene 77 años y tal vez no le quede otra que discurrir algunos trucos para seguir disfrutando del sexo. Me parece estupendo. Otros, a esa edad, pasan de motivarse y tiran la toalla. El escritor Juanjo Millás decía, hace poco, que si le dieran a elegir entre follar como a los 40 o comer bien sin que le sentara mal y sin engordar, elegiría comer.

No entiendo que la gastronomía y el sexo tengan que ser excluyentes. No veo por qué. Y menos desde que descubrí que aquí mismo, en el Polígono de las Arobias, hay una empresa avilesina que unifica los dos placeres y ha patentado y vende “Dulces Orgasmos”; unas pastas en forma de corazón que elabora con licor de manzana.

Animado por el inesperado hallazgo me propuse investigar un poco y descubrí una repostería de rechupete, rica en calorías y azúcares, que favorece la liberación de endorfinas y proporciona un placer que, para algunos, es muy posible que sustituya al placer del sexo. No imaginaba que tuviera ese poder. Pero debe tenerlo porque, además de los “Dulces Orgasmos” avilesinos, en Cantabria, venden “Orgasmos a la crema de orujo”, unas pastas, elaboradas con orujo y frutas del bosque. También “Chochitos Ricos”, un dulce típico que viene a ser como una galleta con un agujero en el centro para que nadie diga que nunca se ha comido un rosco.

En Salamanca ofrecen “Chochos Charros” otro dulce típico. En la localidad madrileña de Chinchón, tienen “Tetas de Novicia” y “Pelotas de fraile”, dulces basados en recetas ancestrales de las monjas clarisas. Recetas que, supongo, serán las mismas, o muy parecidas, que sirven para elaborar los dulces “Tetillas de monja” en Orihuela y “Pelotas de monje” en Peñíscola. Mas irreverentes parecen los “Cojones del Anticristo”, unas pastas de té artesanas, propias del Valle del Liébana. Además están los “Casquetes”, dulces típicos de Aragón, rellenos de crema y cabello de ángel, y el “Pedo de monja”, en Cataluña, unas olorosas mini galletas que inventó un pastelero italiano afincado en Barcelona.

Son muchos los dulces que ofrecen placer comestible con la particularidad de que, casi siempre, las monjas y los frailes andan de por medio, quien sabe si siguiendo el consejo de esa psicóloga americana que propone disfrutar del sexo sin tener en cuenta nuestras limitaciones físicas y, en este caso, conservando intacto el voto de castidad.

Lo sorprendente es que contando, incluso, con las citadas ventajas, esos dos grandes placeres que son la comida y el sexo están perdiendo terreno. Un estudio publicado en el Reino Unido señala que son mayoría quienes consideran que ir de compras puede ser tan gratificante, o más, que practicar sexo o comer a la carta en un  buen restaurante. Y no crean que quienes opinaron así fueron los más mayores, fueron los que tenían entre 25 y 45 años.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

domingo, 20 de agosto de 2023

Crimen y castigo, pero poquito

Milio Mariño

Hay noticias que se instalan en la cabeza y son como esos parientes que vienen para dos días y se quedan una semana. Al principio lo aceptas, pero luego estas hasta las narices, que es como estoy ahora con el famoso crimen de Tailandia cuya noticia amenaza con quedarse hasta no sabemos cuándo.

Llevo demasiado tiempo dándole vueltas a una idea que me parecía brillante. Definir la realidad como un striptease interminable donde la desnudez nunca acaba por mostrarse del todo. Siempre deja zonas ocultas que quedan al resguardo de las miradas y de esos escritores mediocres que pretenden aprovecharse y sacar de ellas el argumento para una novela de éxito. Algo que nunca consiguen porque no tienen la imaginación suficiente como para escribir la historia de dos homosexuales que van a una isla paradisiaca para disfrutar de su idilio, y de la luna llena de agosto, y resulta que uno asesina al otro para librarse de la tiranía a la que se veía sometido. Fue lo que dijo el asesino confeso que, al parecer, sabe lo que hizo, pero no sabe por qué cortó a su novio en trocitos.

Podía haber sido una bonita historia de ficción para leer este tórrido verano, a la sombra de un ciruelo, si no fuera que la historia es real y la realidad, a veces, disfruta desconcertándonos. Se divierte sacando a la luz nuestras atrocidades, pero ahí se queda. Compone la trama y el nudo y deja el desenlace a nuestro criterio. Nos mete en un lio y perdemos los papeles.

La realidad social, lo que se conoce como opinión pública, acogió el crimen de Tailandia con el cinismo y la desfachatez de disculpar al asesino y olvidarse del asesinado. No sabemos qué pasaría si el asesino hubiera sido gordo, bajo y calvo, pero lo cierto es que, en este caso, se asumió la belleza, el amor y la felicidad y, al mismo tiempo, se castigó el vicio. Se aceptó la venganza y se compartió el motivo.

 A ver: Un médico maricón, y además colombiano, trata de someter a un chico joven y guapo, hijo y nieto de actores famosos. El chico consiente en tener relaciones por el agujero de servicio, pero no está dispuesto a que esa costumbre acabe en vicio y compra un cuchillo de carnicero. Toma precauciones porque una cosa es la libertad y otra el libertinaje. Ser homosexual en la intimidad tiene un pase, pero ser maricón de playa es intolerable.

Muchos medios y buena parte de la opinión pública, compraron esa versión porque viene bien para combatir el aburrimiento y el insoportable calor de agosto. Retorcer la realidad de un crimen morboso da para un culebrón del que ya se ha escrito el primer capítulo. Ahora estamos en el segundo: las condiciones de la cárcel, los detalles desconocidos y la pena de algunas televisiones y periódicos que se muestran afligidos porque “al joven", así lo llaman, le han rapado la melena y lo han dejado como a los demás presos. Pobre asesino. La esperanza es que Rama X, el extravagante y controvertido Rey de Tailandia, indulte al reo confeso, conmutando la pena de muerte por cadena perpetua y permitiendo que la cumpla en España. Aquí viviría mejor y saldría en cosa de nada. Un final feliz por el que aboga mucha gente que se tiene por gente de bien.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 14 de agosto de 2023

Prometer o jurar en vano

Milio Mariño

Las diputadas y diputados que fueron elegidos el pasado 23 de julio, si no lo hicieron ya, estarán a punto de tomar posesión de sus escaños y, seguramente, de  repetir las mismas fórmulas que emplearon en el pasado.  

A efectos legales, no hay diferencia entre que juren o prometan, pero la ley admite interpretaciones y algunos y algunas aprovechan para interpretarla a su modo y hacer lo que no debería estar permitido por más que el Tribunal Constitucional haya dictaminado que cualquier fórmula que preceda o acompañe al inevitable “sí juro” o “sí prometo” es válida.

Quienes juran significa que ponen a Dios por testigo en el cumplimiento de su compromiso y quienes prometen adquieren un compromiso personal sin poner por testigo a nadie. La cuestión es que, además de jurar o prometer, los hay, y las hay, que sueltan un pequeño discurso, a modo de disculpa, y justifican que juran o prometen “por imperativo legal”, “por España”, “por la democracia y los derechos sociales”, “por las trece rosas”, “por la Republica Catalana” y hasta “por el futuro del Planeta”.

Hace cuatro años, cuando en 2019 se constituyeron las Cortes, hubo diputadas y diputados, de izquierdas y de derechas, que pronunciaron las citadas frases en la toma de posesión de sus escaños. Lo hicieron apelando a una libertad que se suele invocar para todo, venga o no venga al caso.

Solo con reflexionar un poco, se advierte que no tiene sentido que alguien jure o prometa acatar la Constitución y al mismo tiempo ponga una disculpa infantil y diga que lo hace porque le obliga la ley. Los diputados y las diputadas deberían saber que acatar la Constitución no significa estar de acuerdo con ella. También deberían saber que ninguna ley obliga a nadie a ser diputada o diputado. Quien no esté dispuesto a cumplir los requisitos que exige acceder al cargo puede dimitir o no presentarse a las elecciones. Es absurdo que se permita el paripé de acatar la Constitución sí pero no. Quienes se sirven de ese truco, da igual que juren por sus muertos o prometan por los clavos de Cristo. Es evidente que están mintiendo. Y si empezamos así, mal empezamos.

Apenas se le da importancia porque ahora todo se banaliza, pero se trata de una cuestión relevante ya que difícilmente se puede cumplir con el respeto a la verdad, al prójimo y a uno mismo si se empieza tomando a broma el juramento o la promesa. Compromisos que, aunque no estén muy de moda, son exigibles a cualquiera que ejerza un cargo público.

 Hace mucho, ya ni me acuerdo, me enseñaron que el análisis comparativo es una metodología de las más conocidas y empleadas en las Ciencias Sociales. Pues bien, puede servirnos, como comparación y ejemplo, plantear qué pasaría si el novio, en una boda, a la hora de refrendar su compromiso, dijera: si quiero por imperativo legal y siempre que mi futura esposa me permita ir al fútbol todos los domingos.

Doy por sentado que el cura diría al novio que se dejara de tonterías y respondiera, alto y claro, si quería casarse o no.

 Con los diputados y las diputadas debería pasar lo mismo. No debería considerarse valido que dijeran juro o prometo porque es necesario para sentarme en el Congreso, pero ello no quiere decir que me comprometa a respetar y acatar la Constitución.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España