El encendido de las luces de
navidad es uno de los acontecimientos más esperados del año. Alguien, en algún
sitio, da media vuelta a la llave y todos, los adultos y los niños, disfrutamos
del grandioso espectáculo. No pensamos, ni falta que nos hace, que las calles
las iluminan no para que disfrutemos sino para que salgamos a comprar. Las bombillas
son el reclamo perfecto del mayor negocio del año. No pudieron inventar mejor excusa
que la Navidad para devolvernos la ilusión infantil y ese empeño por ser
felices que contagia incluso a quienes por estas fechas padecen la crueldad de
ver que muchos escaparates no son para ellos. Ellos viven en otro paisaje, son
víctimas de un perverso contrato cuya cláusula principal establece que para que
unos vivan bien otros tienen que vivir peor.
Atendiendo a lo de vivir mejor o
peor, hemos pasado de unas Navidades iluminadas con apenas cuatro bombillas a
este derroche de luz en el que ningún Ayuntamiento quiere quedarse atrás. Todos
justifican el gasto como una inversión muy beneficiosa para la ciudad.
Seguramente será verdad. La
cuestión es que este argumento también era válido cuando los ayuntamientos presumían
de gastar poco porque había otras prioridades antes que emplear el dinero en adornos
y bombillas de colores. Ahora la cosa ha cambiado. Ahora cada Ayuntamiento
rivaliza con poner más bombillas que su vecino. Hace unos días, en Madrid
encendieron 12 millones de bombillas, mientras que en Granada presumen de que
han plantado el Árbol de Navidad más grande de España, 55 metros de alto, once
metros más que el de Vigo.
Si la intención es deslumbrarnos mejor
rivalizaban en atender a los más desfavorecidos o en reducir las listas de
espera de los hospitales. Lo de pelear por poner más bombillas es una
competición ridícula, pero hablar de bombillas y justicia social tal vez se
tome como demagogia barata o populismo del malo. También cabe que piensen que
hablan así los que aborrecen la Navidad. No es el caso. Puede gustarte la
Navidad y disgustarte esa noria en la que se han subido los alcaldes que gastan
cantidades ingentes para que sus ciudades se conviertan en algo así como parques
temáticos.
Iluminar las ciudades, en
Navidad, está bien. Pasarse con las bombillas o iluminar solo las calles comerciales
ya es otra cosa. El privilegio que tienen los barrios pobres, de poder ver la
noche y las estrellas, debería ser para todos. La noche es hermosa y deberían
poder disfrutarla quienes vivan en las calles céntricas. Es injusto que en estas
fechas les priven de ver el cielo. Tampoco podrán ver la preciosa luz de las luciérnagas,
que apenas quedan porque según los expertos han ido muriendo por el uso de
pesticidas, el cambio climático y la
contaminación lumínica.
Las luciérnagas alumbran una luz
preciosa que, además, saldría gratis. El inconveniente es que pasaría como con las
estrellas del cielo, que ya nadie puede verlas por las luces artificiales de
aquí abajo. Artificial, o no sé cómo
llamarlo, es el último invento de unos científicos chinos que, al parecer, han
descubierto que poniendo nanopartículas dentro de las hojas de los árboles se
logra que las hojas generen brillo y puedan alumbrar por sí mismas las calles.
Quien sabe cómo será la navidad del futuro. A lo mejor la inteligencia artificial
le da un vuelco y hace que volvamos a lo sencillo.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
Me gusta
ResponderEliminar