lunes, 27 de noviembre de 2023

Luces y luciérnagas

Milio Mariño

El encendido de las luces de navidad es uno de los acontecimientos más esperados del año. Alguien, en algún sitio, da media vuelta a la llave y todos, los adultos y los niños, disfrutamos del grandioso espectáculo. No pensamos, ni falta que nos hace, que las calles las iluminan no para que disfrutemos sino para que salgamos a comprar. Las bombillas son el reclamo perfecto del mayor negocio del año. No pudieron inventar mejor excusa que la Navidad para devolvernos la ilusión infantil y ese empeño por ser felices que contagia incluso a quienes por estas fechas padecen la crueldad de ver que muchos escaparates no son para ellos. Ellos viven en otro paisaje, son víctimas de un perverso contrato cuya cláusula principal establece que para que unos vivan bien otros tienen que vivir peor.

Atendiendo a lo de vivir mejor o peor, hemos pasado de unas Navidades iluminadas con apenas cuatro bombillas a este derroche de luz en el que ningún Ayuntamiento quiere quedarse atrás. Todos justifican el gasto como una inversión muy beneficiosa para la ciudad.

Seguramente será verdad. La cuestión es que este argumento también era válido cuando los ayuntamientos presumían de gastar poco porque había otras prioridades antes que emplear el dinero en adornos y bombillas de colores. Ahora la cosa ha cambiado. Ahora cada Ayuntamiento rivaliza con poner más bombillas que su vecino. Hace unos días, en Madrid encendieron 12 millones de bombillas, mientras que en Granada presumen de que han plantado el Árbol de Navidad más grande de España, 55 metros de alto, once metros más que el de Vigo.

Si la intención es deslumbrarnos mejor rivalizaban en atender a los más desfavorecidos o en reducir las listas de espera de los hospitales. Lo de pelear por poner más bombillas es una competición ridícula, pero hablar de bombillas y justicia social tal vez se tome como demagogia barata o populismo del malo. También cabe que piensen que hablan así los que aborrecen la Navidad. No es el caso. Puede gustarte la Navidad y disgustarte esa noria en la que se han subido los alcaldes que gastan cantidades ingentes para que sus ciudades se conviertan en algo así como parques temáticos.

Iluminar las ciudades, en Navidad, está bien. Pasarse con las bombillas o iluminar solo las calles comerciales ya es otra cosa. El privilegio que tienen los barrios pobres, de poder ver la noche y las estrellas, debería ser para todos. La noche es hermosa y deberían poder disfrutarla quienes vivan en las calles céntricas. Es injusto que en estas fechas les priven de ver el cielo. Tampoco podrán ver la preciosa luz de las luciérnagas, que apenas quedan porque según los expertos han ido muriendo por el uso de pesticidas, el cambio climático  y la contaminación lumínica.

Las luciérnagas alumbran una luz preciosa que, además, saldría gratis. El inconveniente es que pasaría como con las estrellas del cielo, que ya nadie puede verlas por las luces artificiales de aquí abajo.  Artificial, o no sé cómo llamarlo, es el último invento de unos científicos chinos que, al parecer, han descubierto que poniendo nanopartículas dentro de las hojas de los árboles se logra que las hojas generen brillo y puedan alumbrar por sí mismas las calles. Quien sabe cómo será la navidad del futuro. A lo mejor la inteligencia artificial le da un vuelco y hace que volvamos a lo sencillo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


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