lunes, 24 de febrero de 2020

Disfrazarse de uno mismo

Milio Mariño


Subido en este lunes de febrero, a dos días del entierro de la sardina y de que la cuaresma inicie su cuenta atrás, contemplo el carnaval porque los años no pasan en balde y acaban de aconsejarme que mire en vez de participar. Casi me han convencido de que mirando también se puede disfrutar. Claro que no es lo mismo que sentirse protagonista, pero, de alguna manera, supone ser partícipe de una fiesta que los asturianos llamamos Antroxu y alcanza a ser de las más bonitas y divertidas del calendario. Un momento para soñar y para que uno se convierta en lo que quiera, o en quien quiera, sin nada que lo coarte ni autoridad que lo impida. A eso invita la fiesta, a escenificar de la forma más grotesca posible las miserias de la vida de diario, no para obviar ni ocultar los problemas, sino para exorcizarlos haciéndoles burla de alguna manera.

En esencia, el carnaval destaca por eso, por su carácter transgresor, impertinente y festivo, frente a lo serio y lo que hemos dado en llamar políticamente correcto. Así que no es extraño que se celebre con tanto entusiasmo en un mundo en el que las convenciones sociales nos obligan a ir con disfraz todo el año.

Faltaría saber si somos conscientes, o no, pero todos vamos disfrazados de algo. Todos tenemos una imagen pública que cuidar y lo hacemos representando el papel que elegimos o el que nos empujan a representar. De modo que no estaría mal que nos preguntáramos qué disfraz llevamos puesto ya que, en buena lógica, lo que tocaría ahora sería que hiciéramos, justo, al revés. Es decir, qué en vez de ponernos el disfraz o la careta, que solemos ponernos a diario, nos la quitáramos y nos mostráramos tal como somos. Sería como disfrazarnos de nosotros mismos y quien sabe si no podríamos alcanzar a ser cualquier superhéroe, una princesa, una rana o un bombero. Lo que sea que llevemos dentro y nos esforzamos por ocultarlo para que no piensen que somos un bicho raro o nos tomen por locos. Por eso se me ocurre que, aunque solo sea durante un par de días, dejemos nuestro disfraz en el armario y nos disfracemos de nosotros mismos. Que seamos lo que, realmente, somos porque, en el fondo, aunque nos cueste reconocerlo, damos más importancia al parecer que al ser. Procuramos aparentar lo que, entendemos, demanda la sociedad y eso, al final, se paga. Llega un momento en que estamos hartos de maquillar el cerebro para parecer distintos.

Si probáramos a disfrazarnos de nosotros mismos, el resultado siempre sería la liberación, que es de lo que se trata. Sería ser, efectivamente, libres y perder el miedo a la opinión y la sentencia de los demás, que es lo que nos lleva a esconder nuestra verdadera personalidad.

Hay por ahí fábula, no recuerdo de quien, que dice así: “Hubo una vez un hombre que en Carnaval se disfrazó de sí mismo y parecía otro. Parecía inmensamente feliz, aunque el miércoles de ceniza volvió a ser el de todos los días, es decir, el que los demás querían que fuera”.

Admito que el disfraz que propongo, eso de que probemos a disfrazarnos de nosotros mismos, no es muy original, pero será muy divertido. Sobre todo, por la cara de desconcierto que pondrán quienes estaban seguros de conocernos.

Milio Mariño 7 Artículo de Opinión / Diario La Nueva Esspaña

lunes, 17 de febrero de 2020

El grito agrícola

Milio Mariño

Por los comentarios que pude oír estos días, casi me atrevo a decir que hay como una impresión general de extrañeza ante las protestas de los agricultores. Parece como que a todos nos hubiera cogido por sorpresa que hagan público su malestar y reclamen ser escuchados por una sociedad que, en su mayoría, es urbanita y está más pendiente de otras cosas que de las cosas del comer.

Las cosas del comer no suponen ningún problema. Con ir de compras y comprar lo que haga falta, sin preguntarnos de dónde viene ni si la fruta y las verduras se producen en el campo o en la trastienda de los supermercados, asunto solucionado. Estamos en Asturias, pero aquí ya nadie se extraña de que las manzanas que come vengan de Chile o de Argentina. Y la leche vaya usted a saber de dónde porque después de haber reducido la producción lechera, y de treinta años de cuota láctea, ahora resulta que España es deficitaria y produce tres millones de litros menos de lo que consume.

Son detalles que vienen a sumarse, por ejemplo, a que un kilo de aceitunas lo paguen a 0,74 céntimos y, luego, en la tienda cueste 4,78 euros; de ahí que se empiece a entender que los agricultores protesten y estén enfadados.

De todas maneras, más que protestas, a mí me parecen gritos desesperados, ante la indiferencia de todos y el afán de protagonismo de algunos.

No deja de ser curioso el detalle que aportan los datos, pues según el Ministerio de Agricultura la renta agraria lleva subiendo desde 2012 y, aunque en 2019 bajó un poco, en 2018 alcanzó la cifra récord de 30.217 millones de euros. A esto hay que añadir que las exportaciones agroalimentarias aumentaron un 97,5% en la última década.

Podría decirse que mejor imposible. Lo que sucede, y de ahí viene el problema, es que las buenas cifras macroeconómicas no repercuten positivamente en los agricultores. Mientras que la agricultura marcha cada vez mejor, a los agricultores les va cada vez peor. Peor a ellos y muy bien a las grandes empresas y los distribuidores, que son los que dominan el mercado y se quedan con los beneficios.

Esta situación no es nueva. Las quejas sobre los bajos precios que perciben los agricultores vienen de largo y constituyen una vieja reivindicación. Una reivindicación que, ahora, ha vuelto con fuerza, precisamente, cuando gobierna la izquierda. La mecha tal vez se haya prendido por el hartazgo, pero los partidos de derechas, el PP, Vox y Ciudadanos, consideran que el agrario es un sector sociológicamente suyo y se han apresurado a respaldar las protestas, pasando por alto que ellos también se olvidaron del campo cuando gobernaron. Lo olvidaron hasta el punto de que los cambios en el funcionamiento del mercado, que tanto perjudican a los agricultores, fueron impulsados por la política de promover una economía todavía más liberal.

Eso los agricultores lo saben y por eso que también han gritado, pidiéndoles que se aparten y no traten de utilizarlos. Por una parte, hay quien intenta aprovecharse de sus protestas y, por otra, tampoco es lo mismo lo que persiguen los grandes empresarios agrícolas que los autónomos y los trabajadores del campo. Los perjudicados no son los empresarios, son los trabajadores y los autónomos, lo malo que, viéndolos a todos juntos detrás de la misma pancarta, cuesta distinguirlos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 10 de febrero de 2020

Un virus del demonio

Milio Mariño

Al igual que sucede con los villanos de las películas, cada cierto tiempo aparece un virus que es la maldad personificada. Un virus malo, malísimo, como ese que apareció en China y nos trae de cabeza por lo que pueda afectar a nuestra salud y ya está afectando a las tiendas de baratijas, al IBEX y a Wall Street. Algo que no me explico, pero hay tantas cosas inexplicables que ya ni pregunto. Lo acepto como acepté lo que me pasó hace poco.

Hace poco, fui al médico y no había acabado de ponerle al tanto de mis dolencias cuando me dijo: No se preocupe, ya he atendido a varios pacientes con los mismos síntomas, así que lo más probable es que sea un virus.

Salí de allí con la sensación de que el médico no supo qué diagnosticarme y apuntó lo del virus, convencido de que así me tranquilizaba. Pero ahí no acabó la cosa. A la vuelta de la consulta, cuando llegué a casa, me sucedió algo parecido. ¿Qué te dijo el médico?... Que es un virus. Ah bueno, entonces nada… Mi mujer también se quedó más tranquila, sabiendo que era un virus. Yo no; yo quedé con la incertidumbre de si aquello no sería un cuento chino inventado por el médico para perderme de vista. Aunque, por otra parte, también pensaba que, dentro de lo malo, con tantos virus sueltos por el mundo, lo mejor que podía pasarme era que me tocara un virus anónimo, uno de esos virus a los que ni siquiera ponen nombre, tal vez porque vienen a cumplir la función que para los antiguos cumplía el demonio; que nadie lo había visto ni sabía qué era, pero le echaban la culpa de todos los males.

Eso pensaba. Lo que pasa que no lo comenté con nadie y menos con el médico porque si llego a insinuar que dijo un virus por no decirme que era cosa del demonio, seguro que me cruje.
A vueltas con aquella historia, puse el telediario y confirmé mi sospecha. Según las noticias, el presidente de China, Xi Jinping, le había dicho al máximo responsable de la Organización Mundial de la Salud, que el coronavirus era un demonio, pero que tenía plena confianza en que iban a derrotarlo porque no le permitirían esconderse y lo combatirían con todos los medios.

Otro como mí médico, dije para mis adentros. Otro que no sabe de qué va la vaina, solo que este es más sincero. Le echa la culpa al demonio y se acabaron las especulaciones. Primero elude su responsabilidad y luego intenta tranquilizarnos diciendo que el coronavirus tiene una mortalidad menor, incluso, que la de la gripe. Será verdad, pero tampoco me fio. No sé yo si los chinos serán de fiar contando muertos. De todas maneras, apunto lo del demonio. No descarto que alguien tuviera la demoniaca idea de manipular un virus anónimo como el mío y, por accidente o quien sabe si para hacer negocio, acabara provocando lo que ha provocado. Una crisis sanitaria cuyo impacto en la economía mundial ya ha supuesto unas pérdidas de 40.000 millones de dólares. Los chinos dicen que no tienen culpa de nada, que los alarmistas somos nosotros, pero está por ver que el mundo acepte esa versión de un virus del demonio como yo acepté el diagnostico de mi médico.

Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 3 de febrero de 2020

Vivir sale caro y trabajar barato

Milio Mariño

La subida del salario mínimo, a 950 euros, ha vuelto a desatar las quejas de un buen número de empresarios, y algunos expertos en economía, que coinciden en señalar que muchas empresas no podrán asumir el incremento de los costes salariales y se verán obligadas a reducir plantilla y mandar gente al paro. Falta saber si lo dicen como lamento o como amenaza, en cuyo caso habría que ponerles al tanto de que, hoy en día, estar en el paro ya no define la pobreza. Hemos llegado a una situación tan injusta que hay personas que trabajan ocho, o más, horas diarias y su salario no les alcanza para satisfacer las necesidades básicas.

 Así es como estamos. Y el problema no parece sencillo. Quienes pagan el salario dicen que 950 euros al mes es mucho pagar y quienes lo reciben que no les alcanza para vivir. Llevan razón. Si echamos cuentas y vamos sumando al alquiler, o la hipoteca, los gastos de alimentación, electricidad, agua, gas, transporte, teléfono… Todo lo que hace falta, sin salirnos de lo básico, suma más que el salario mínimo.

¿Quiere decirse, entonces, que hay gente que vive de milagro? Puede ser. Algunas situaciones solo se explican como un milagro porque lo cierto es que muchos se las apañan con 900 euros al mes, o incluso con menos. Ahí están esos cuatro millones de jubilados que no llegan a los 600 euros mensuales. De modo que una de dos: o los milagros existen o hay quien reinventa las matemáticas para poder subsistir.

Ya que hablamos de salarios, no viene mal refrescar la memoria de quienes se alarman y dicen que pagar 950 euros, en 2020, es mucho pagar. Antes de la crisis, hace más de diez años, ganar 1.000 euros era considerado un salario bajo mientras que ahora esos mil euros son como una zanahoria detrás de la que muchos corren y aún están lejos de poder alcanzarla. Muchos, en su mayoría, jóvenes porque los viejos están fastidiados con sus escasas pensiones, pero los jóvenes las pasan canutas, pues según las últimas estadísticas el 80% de los asalariados que tienen 25 años, o menos, cobran un sueldo que es igual o inferior al salario mínimo.

No descubro nada nuevo. Todo esto se sabe, lo que pasa que vivimos en la sociedad de la mentira. Una sociedad en la que una cosa es lo que se dice y otra lo que realmente sucede. Y lo que sucede es que vivir sale caro y los sueldos son baratos. Los sueldos de la gran mayoría porque los que mandan están bien pagados y son conscientes de que con 950 euros al mes no se puede vivir, a menos que se hagan milagros.

Si estamos en Europa cabe suponer que no será solo para atender al control del déficit público sino, también, para equipararnos con otros países y mejorar nuestras condiciones de vida. Las nuestras y especialmente las de esa generación a la que la crisis dejó colgada. Decimos de los jóvenes que están mejor preparados que nunca, los ponemos por las nubes, pero luego los dejamos caer sobre una realidad que no tiene nada que ver con las expectativas que les dimos ni con el ambiente en el que se criaron. No hablamos de lujos, hablamos de una vida digna, que es lo menos que puede pedir quien trabaja.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España