Subido en este lunes de febrero,
a dos días del entierro de la sardina y de que la cuaresma inicie su cuenta
atrás, contemplo el carnaval porque los años no pasan en balde y acaban de aconsejarme
que mire en vez de participar. Casi me han convencido de que mirando también se
puede disfrutar. Claro que no es lo mismo que sentirse protagonista, pero, de
alguna manera, supone ser partícipe de una fiesta que los asturianos llamamos Antroxu
y alcanza a ser de las más bonitas y divertidas del calendario. Un momento para
soñar y para que uno se convierta en lo que quiera, o en quien quiera, sin nada
que lo coarte ni autoridad que lo impida. A eso invita la fiesta, a escenificar
de la forma más grotesca posible las miserias de la vida de diario, no para
obviar ni ocultar los problemas, sino para exorcizarlos haciéndoles burla de
alguna manera.
En esencia, el carnaval destaca por
eso, por su carácter transgresor, impertinente y festivo, frente a lo serio y
lo que hemos dado en llamar políticamente correcto. Así que no es extraño que
se celebre con tanto entusiasmo en un mundo en el que las convenciones sociales
nos obligan a ir con disfraz todo el año.
Faltaría saber si somos
conscientes, o no, pero todos vamos disfrazados de algo. Todos tenemos una
imagen pública que cuidar y lo hacemos representando el papel que elegimos o el
que nos empujan a representar. De modo que no estaría mal que nos preguntáramos
qué disfraz llevamos puesto ya que, en buena lógica, lo que tocaría ahora sería
que hiciéramos, justo, al revés. Es decir, qué en vez de ponernos el disfraz o
la careta, que solemos ponernos a diario, nos la quitáramos y nos mostráramos
tal como somos. Sería como disfrazarnos de nosotros mismos y quien sabe si no podríamos
alcanzar a ser cualquier superhéroe, una princesa, una rana o un bombero. Lo
que sea que llevemos dentro y nos esforzamos por ocultarlo para que no piensen que
somos un bicho raro o nos tomen por locos. Por eso se me ocurre que, aunque
solo sea durante un par de días, dejemos nuestro disfraz en el armario y nos
disfracemos de nosotros mismos. Que seamos lo que, realmente, somos porque, en
el fondo, aunque nos cueste reconocerlo, damos más importancia al parecer que
al ser. Procuramos aparentar lo que, entendemos, demanda la sociedad y eso, al
final, se paga. Llega un momento en que estamos hartos de maquillar el cerebro para
parecer distintos.
Si probáramos a disfrazarnos de
nosotros mismos, el resultado siempre sería la liberación, que es de lo que se
trata. Sería ser, efectivamente, libres y perder el miedo a la opinión y la
sentencia de los demás, que es lo que nos lleva a esconder
nuestra verdadera personalidad.
Hay por ahí fábula, no recuerdo
de quien, que dice así: “Hubo una vez un hombre que en Carnaval se disfrazó de
sí mismo y parecía otro. Parecía inmensamente feliz, aunque el miércoles de
ceniza volvió a ser el de todos los días, es decir, el que los demás querían
que fuera”.
Admito que el disfraz que
propongo, eso de que probemos a disfrazarnos de nosotros mismos, no es muy original,
pero será muy divertido. Sobre todo, por la cara de desconcierto que pondrán
quienes estaban seguros de conocernos.
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