lunes, 26 de agosto de 2019

Islas no tan lejanas

Milio Mariño

Una isla puede tener el tamaño que tenga; puede ser como Australia, no mayor que un barco o un inhóspito peñasco solo accesible para los cormoranes y las gaviotas, que siempre aporta misterio y un raro hechizo que nos invita a soñar. Algo que quienes vivimos por estos pagos tenemos fácil pues podemos disfrutar de varias islas situadas en la vecindad. Ahí están la Deva, la Ladrona, la Herbosa y la mítica San Balandrán. Isla, hoy, desaparecida que estaba en la ría de Avilés y es capítulo aparte por las leyendas e interpretaciones que circulan sobre su origen. Desde la más romántica que asegura que el monje Saint Brandán pisó suelo avilesino allá por el siglo VI, pasando por los que defienden que algún marinero irlandés bautizó así a la isla, o los que señalan que el nombre se debe a un barco llamado San Balandrán que a finales del siglo XIX estuvo varado allí largo tiempo.

San Balandrán, o Samalandrán que era como la llamábamos, fue isla que propició que muchos avilesinos viviéramos nuestra primera aventura en la mar. Una aventura que suponía cruzar la ría en una lancha motora que partía del muelle de Avilés, justo enfrente de donde está el paso a nivel. Eran poco más de dos millas, pero subíamos a bordo expectantes y con los nervios a flor de piel porque si la lancha se cruzaba con algún barco, mercante o de pesca, sufría los embates de un oleaje que a los niños nos parecía como que fuera una galerna. Nos aferrábamos al asiento y quedábamos quietos, siguiendo el consejo de aquel paisano que iba al timón y derrochaba autoridad.

Otra isla cercana es La Ladrona. Isla donde Dolores Medio sitúa uno de los personajes de su novela “Juan sin tierra”. En la novela aparece como “La Volgona” y el personaje dice de ella que es una isla que te llama y te llama con su voz de sal y de algas, con la canción salada de una mujer que tiene pechos de roca, y cola de sirena, y promete lo que no puede darte. Dolores Medio reproduce, en la novela, lo que a nivel popular se decía de La Ladrona, que era una isla que robaba vidas. Lo que ocurría, en realidad, era que las corrientes arrastraban hasta esa zona los cadáveres de los ahogados. Pero, la leyenda podía más. Se llegó a decir, incluso, que allí, a los pies de La Ladrona, había una terrible fosa marina con un calamar gigante que absorbía a la gente.

La Deva goza de mejor fama. Es la isla más grande del litoral asturiano y recibe su nombre de una deidad prerromana. Tiene nombre de diosa, diosa del agua, y tal vez por eso, y por su majestuosidad, fue admirada por pintores y poetas. Rubén Darío, el Nóbel Seamus Heaney y Joaquín Sorolla, se cuentan entre sus admiradores y nos hacen partícipes de una belleza que ha sido inmortalizada en lienzos y poemas.

La Herbosa es otra isla que está junto al Cabo Peñas y fue testigo de naufragios y curiosos sucesos como el abordaje del buque corsario “Stag”, y su capitán Fool, a la delegación asturiana que, en 1.808, acudía a Inglaterra para solicitar la intervención británica en favor de Asturias y contra Napoleón.

Como ven no necesitamos inventarlas, tenemos islas no tan lejanas que nos invitan a soñar y vivir aventuras.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 19 de agosto de 2019

Avilés hace un siglo

Milio Mariño


Son mayoría quienes sostienen que la historia es progresiva y lineal, que avanza sin vuelta atrás; pero tampoco faltan los que defienden que se repite a pesar de que las condiciones nunca son repetibles. Cierto que no lo son, pero hace ahora cien años, en 1919, también se habían celebrado elecciones, el 1 de junio, y España vivía un período de gran incertidumbre política. El presupuesto estaba prorrogado y no había manera de que pudiera formarse un Gobierno estable. En cosa de cuatro meses hubo hasta tres presidentes distintos y, al final, tuvieron que volver a convocar elecciones.

Las similitudes son evidentes, solo que entonces, hace un siglo, Avilés era una pequeña villa, de apenas 14.000 habitantes, que contaba con ferrocarril, telégrafo, una nueva iglesia con porte catedralicio, la de Sabugo, y un vistoso alumbrado eléctrico, el primero que hubo en Asturias, regalo del marqués de Pinar del Río. Además, había consolidado el despegue económico iniciado a finales del XIX, cuando se instalaron numerosas empresas y se construyó la dársena y el muelle de San Juan de Nieva, por donde llegaba el comercio y el capital de los indianos que hacían fortuna en América.

Aquel verano, el de 1919, también llegó, procedente de Bilbao, el vapor Mendi, que traía los raíles del Tranvía Eléctrico que se inauguraría dos años después, sustituyendo al tranvía de vapor. Otra buena noticia fue que, por fin, concluyeron las obras de construcción del Teatro Palacio Valdés, que duraron casi veinte años debido a problemas técnicos, pero sobre todo económicos. De todas maneras, Avilés ya tenía dos teatros: el “Teatro-Circo Somines” y el “Pabellón Iris”. También tenía tres fondas: La Serrana, La Ferrocarrilana y La Iberia; dos buenos cafés, El Colón y El Imperial, y un fenomenal Gran Hotel. Un hotel que hacía honor a su nombre, construido mirando al parque del muelle y al que no le faltaba de nada. Sus habitaciones, de gran lujo y corrientes, tenían cuarto de baño, con agua caliente y fría, teléfono urbano e interurbano, calefacción y ascensor eléctrico; el primero que funcionó en Avilés. El Gran Hotel disponía, además, de un coche oficial para servicio de los huéspedes, un espectacular Hispano–Suiza, matrícula O-475, que pasaría a la historia por ser en el que murió, en un accidente de tráfico, el, entonces, famoso actor teatral Bernardo Jambrina, que llevaba varios días representando su obra “La tragedia del amor”, en el “Pabellón Iris”.

Jambrina, se alojaba en el Gran Hotel y una tarde, después de almorzar, lo invitaron a una breve excursión por los alrededores de Avilés. Fueron por San Juan de Nieva y tras visitar Salinas y Arnao, regresaban por la carretera de La Plata. El caso que, subiendo La Plata, a la salida de la curva que da inicio a la pendiente, el coche volcó, se precipitó prado abajo y tres de los viajeros salieron despedidos. Jambrina no. Jambrina tuvo la mala suerte de quedar atrapado en el vuelco y recibió un golpe en la cabeza que le causó la muerte.

Fue un año importante aquel de hace ahora un siglo.  En Europa se firmó la paz de Versalles, tras la Primera Guerra Mundial, en España se instauró la jornada laboral de ocho horas y en Avilés las lecheras que bajaban de las aldeas, a vender leche a la Plaza, se declararon en huelga como protesta por los excesivos impuestos del Ayuntamiento.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 12 de agosto de 2019

Lo que fue Salinas

Milio Mariño

Tomando un café en la terraza de La Toldilla, que mucho antes de lo que es ahora ya era cantina de aquel tranvía que iba de Avilés a Salinas y tardaba 40 minutos, recordé que tengo unos apuntes por casa que llevan a la conclusión de que Salinas no es lo que fue ni so sombra. Cierto que tiene el Longboard, esa disciplina elegante del surf de tabla larga que está siendo un éxito y un negocio, pero es apenas nada si comparamos estos tiempos con los de principios del siglo pasado, cuando los veraneantes eran personajes que estaban en la élite de la sociedad. 

Salinas era, entonces, una plaza de segunda división, pues en los círculos de la burguesía se decía que quienes venían a veranear Salinas era porque no tenían dinero para veranear en San Sebastián, pero es que, ahora, no pasamos de primera regional. Ahora quien ha salvado un poco los muebles, en estos últimos años, ha sido el Nóbel de Literatura Seamus Haney, un habitual de Salinas que la última vez que vino fue en abril de 2013, poco antes de morir. 

Quitando algún famosillo de la tele que pasa por Salinas poco menos que de incógnito, no hay color entre lo que fue, en sus buenos tiempos, y lo que es ahora. En Salinas veranearon Palacio Valdés, Clarín, Antonio López, Vaquero Palacios, Juan Antonio Vallejo Nájera, Gómez de la Serna y el también premio Nobel Santiago Ramón y Cajal, que pasó algunas vacaciones en el antiguo hotel de la calle Príncipe de Asturias, cuyo comedor de huéspedes era lo que, desde hace muchos años, es la farmacia Vázquez. 

Por Salinas también pasaron muchos de los integrantes de la famosa colonia artística de Muros del Nalón. Casto Plasencia, Tomás García Sampedro, Agustín Lhardy y otros intelectuales y pintores que celebraban animadas tertulias en el antiguo Balneario de madera que luego dio paso al Club Náutico fundado por Álvarez Buylla. 

De aquellos tiempos hay infinidad de anécdotas. Desde el naufragio de Clarín que, el 19 de agosto de 1889, fue a pique a la altura de El Espartal y pudo ganar la orilla, aunque perdió el sombrero y los anteojos, a la mala suerte de Palacio Valdés, que se fracturó una cadera al bajar de un tranvía, o la buena de Juan Antonio Vallejo Nájera, que con cinco años, y veraneando en la Fonda Lola, lo llevaron a las Fiestas de San Agustín, en Avilés, le compraron una papeleta de la Xata de la Rifa y acabó tocándole aunque no pudo recoger el premio. Lo cuenta en su libro “Vallejo y yo”. 

Gómez de la Serna fue otro de los habituales que pasó buena parte de su juventud en Salinas. Tal es así que el 9 de agosto de 1909 recibió en la casa donde veraneaba una citación en la que le indicaban que debía incorporarse al servicio militar y presentarse en la Alcaldía de Avilés para tallarse y recoger su pase como recluta. 

Pero a quien Salinas le debe un buen homenaje es a Vaquero Palacios, un extraordinario pintor, escultor y arquitecto que murió, con 98 años, pintando la playa de El Cuerno. Hacía mucho tiempo que Vaquero Palacios no venía por Salinas, pero todos los años volvía a pintar la playa basándose en sus recuerdos. El Cuerno, quizá sea lo único que queda intacto de aquel Salinas que fue.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 5 de agosto de 2019

La inteligencia artificial y la otra

Milio Mariño

Cada vez se habla más de lo mucho que progresa la inteligencia artificial y de lo que un robot puede hacer, pero cuando alguien saca ese tema yo me revelo y digo que no conozco a ningún robot que sea capaz de contarnos un chiste. Sí, ya sé que es una disculpa infantil, sobre todo porque pueden grabarle unos cuántos y programar que los suelte en un momento determinado, pero apuesto a que serían malos y los diría cuando no vengan al caso. De todas maneras, aunque fueran buenos, la prueba definitiva es que si somos nosotros quienes le contamos un chiste, el robot seguro que no lo pilla. Ni lo pilla ni comprende que es una broma porque para ello sería necesario que pudiera descifrar los matices, algo que es imposible en un sistema automático. De modo que lo tengo claro. La inteligencia artificial, aunque sea en el año 3.000, seguirá siendo muy inferior a la humana. Y eso que la humana está retrocediendo a pasos agigantados.

Valorar la inteligencia siempre es complicado. Sobre todo, si se trata de la nuestra porque quitando a un par de fantasmas, que presumen sin cortarse, el resto hacemos un esfuerzo por disimular que somos más inteligentes que nadie o, al menos, más que la mayoría de los que nos rodean. Y no les cuento si hablamos de esta generación a la que pertenezco. Los que estamos próximos a la vejez o, tal vez, ya somos viejos, solemos decir de los jóvenes que cada vez son más tontos. Lo curioso es que los niños nos parecen muy listos. Nos asombra que manejen a las mil maravillas esos aparatos electrónicos que, para nosotros, siempre son un engorro. Así es que el misterio sería qué pasa luego, cuando los niños se hacen adultos.

No pasa nada. Pasa lo que dijo el escritor inglés John Lyly, autor de “La anatomía del ingenio”: Los jóvenes piensan que los viejos son tontos y los viejos saben que los jóvenes lo son. Cosas de la edad. Eso creía, pero resulta que según un estudio de Bernt Bratsberg y Ole Rogeberg la inteligencia de los jóvenes, que había ido en aumento hasta mediados del siglo pasado, ha comenzado a disminuir y ahora está cayendo a razón de siete puntos por generación. Un descenso que, según dicen, comenzó con los nacidos en 1975, es decir con los que ahora tienen 44 años.

Lo preocupante es que no es uno, son varios los estudios que coinciden en que la inteligencia de los jóvenes va en descenso. Solo discrepan en cuanto a las causas. Mientras algunos dicen que es porque las personas menos inteligentes tienen más hijos, otros aseguran que la cuestión no es genética, sino que el declive se debe a factores relacionados con el entorno. Sugieren que la preferencia de los jóvenes por la televisión, los ordenadores, los juegos electrónicos, la Tablet y el teléfono móvil, en detrimento de la lectura y los libros, pueden estar detrás de esa tendencia actual hacia la estupidez.

Acepto la sugerencia. Lo cual nos lleva a la conclusión de que la inteligencia artificial no solo no avanza al ritmo que nos dicen, sino que nos está volviendo más tontos. Así que cuidado. Es muy posible que los robots estén volviendo más tontos a los jóvenes porque saben que nunca podrán alcanzar la inteligencia que tienen los viejos.


MIlio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España