lunes, 24 de abril de 2023

Sin primavera no hay paraíso

Milio Mariño

Hay cosas que ya se me olvidan, pero creo recordar que la primavera venía después del invierno. 

Este año no. Este año después del invierno vino el verano. Vinieron las altas temperaturas, los terribles incendios y los urbanitas benéficos que aprovechan los fines de semana y las vacaciones para ir de fiesta a los pueblos y creen que así contribuyen a que la España vaciada no se vacíe del todo. Van tan contentos, pero luego escriben en twitter que les molesta que los gallos canten de madrugada y que el estiércol huela como huele. Tienen gustos irreconciliables, les gusta el campo pero les disgusta lo que hay allí. Tampoco les gusta que llueva. Lo que quieren es que haga buen tiempo, lo demás les trae sin cuidado. Solo los agricultores, los ganaderos y seguramente las ranas y los paraguas por estrenar, se extrañan de que llueva poco y el sol caliente como en agosto.

Así estamos. La primavera no ha llegado y nadie ha puesto una denuncia pidiendo que se investigue si es que la secuestraron o no le apetece venir. También podría ser que volviera a la época del Renacimiento, cuando España dividía el año en cinco estaciones: primavera, verano, estío, otoño e invierno. Cervantes ya refiere, en Don Quijote, que la primavera empezaba en enero, abril era verano y los meses más calurosos correspondían al estío. Una estación que acabó desapareciendo porque los sabios de la época dijeron que esa estructura no se correspondía con la realidad.

 Esta tampoco. El clima y la naturaleza eran un matrimonio, bien avenido, que convivía en armonía hasta que rompieron, o los obligamos a romper, porque todo indica que tenemos mucha culpa en este divorcio. La madre naturaleza cumple con su deber y, después del invierno, llena la tierra de flores y los árboles de hojas, pero el clima no se porta como es debido y, al parecer, cuenta con nuestro apoyo. En abril se registraron temperaturas de treinta grados y todos contentos. A buen tiempo buena cara.

 Celebramos la insensatez de que abril sea como julio, pero tendremos que decidir con quién nos quedamos: si apoyamos a la madre naturaleza o al padre clima. Si no hacemos nada, ni tenemos previsto hacerlo, igual va a tener razón el científico australiano Barry Brook, experto en sostenibilidad ambiental, que pronostica que en 2050 seremos 10.000 millones de personas en el mundo, el doble que en el año 1.900, y que, para finales de este siglo, es probable que queden sólo la mitad viviendo muy cerca de los polos porque en otra parte del planeta será muy difícil aguantar el calor.

Igual exagera, pero aporta datos preocupantes. Datos como que el mayor atasco que se conoce sucedió, hace poco, en China dónde medio millón de coches circularon durante más de una semana por los cinco carriles de la autopista que une Pekín con Tíbet, a un ritmo de un kilómetro diario. Algo realmente apocalíptico, que algunos ven como anticipo del desastre que ya está ahí.

Que en abril se superen los treinta grados, y apenas llueva, no es para celebrarlo, es para preocuparse y admitir que hay un cambio climático del que somos responsables. No podemos seguir eludiendo nuestra responsabilidad ni ignorar lo que es evidente. Tenemos que tomar conciencia y ponernos del lado de la naturaleza. No queda otra: sin primavera no habrá paraíso.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 17 de abril de 2023

Del rojo fucsia al azul turquesa

Milio Mariño

Por un capricho de esos que a veces tiene la vida, la pasada Semana Santa encontré a un viejo amigo al que hacía muchos años que no veía. Lo de viejo es literalmente cierto porque los dos somos ya bastante mayores, así que, después de darnos un abrazo, cada uno contó sus achaques aunque, al final, decidimos indultarnos y acabamos echándonos flores.

Ya más tranquilos, sentados detrás de un par de cafés en una soleada terraza de El Parche, mi amigo me preguntó si, por fin, había entrado en razones y me había vuelto de derechas. Lo hizo esbozando media sonrisa y trató de endulzar la pregunta añadiendo que siempre me había considerado una persona inteligente y, por tanto, con capacidad de sobra para asumir esa famosa frase que atribuyen a Winston  Churchill. Esa que dice: “Si a los veinte años no eres de izquierdas, no tienes corazón y si de viejo no eres de derechas, no tienes cerebro”.

No esperaba que empezara duro y a la cabeza. Mi respuesta fue que no creía que las ideas políticas tuvieran una vinculación directa con la inteligencia ni tampoco con la edad. En cualquier caso, ateniéndonos a la frase, advertí que estábamos en las mismas. Ni él, de joven, había sido de izquierdas, ni yo, de viejo, me había vuelto de derechas ni tenía pensado volverme por más que viviera cien años.

Así se lo dije. Me cuesta entender que haya gente que insiste en la creencia de que los demás estamos equivocados si no pensamos como ellos. Imagino que debe ser como una enfermedad que les impide concebir otras ideas que no sean las suyas. Tal vez no lo pretendió, pero quise intuir que me estaba dando la oportunidad de no sentirme inferior. Estaba perdonando mis pecados de juventud y apelaba a lo que, creía, es de sentido común. En su mentalidad que, a mis años, dijera que seguía siendo de izquierdas era como si fuera vestido con unos vaqueros rotos.

Dios no lo quiera. Descontando que no me gustan, ser de izquierdas no significa que uno no sea consciente de la edad que tiene. Sé que han pasado los años y nada es igual a cuando era joven. Acepto que el rojo de aquella época tal vez se haya vuelto rojo fucsia, lo mismo que el azul de entonces es ahora azul turquesa, pero las diferencias entre la izquierda y la derecha siguen igual de vigentes y más claras que nunca.

Traté de explicárselo lo mejor que pude y con la amabilidad que merece que fuimos amigos cuando éramos adolescentes. También le dije que, aun sin quererlo, se había acercado más él a mí que yo a él. Le recordé que la derecha estuvo en contra de muchas propuestas de la izquierda que, al final, acabó aceptando de mejor o peor gana. La evidencia de que él se había vuelto más de izquierdas que yo de derechas es la postura que ahora tiene la derecha con respecto al divorcio, el aborto, el matrimonio homosexual, la igualdad de sexos, el feminismo y hasta el cambio climático.

Deseando zanjar el tema, admití que con los años todos vamos empeorando, pero que no entraba en mis cálculos empeorar más aprisa y precipitar mi chochez. Lo mío es una elección por descarte, tengo muy claro lo que no quiero. Y espero seguir teniéndolo.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 10 de abril de 2023

Inteligencia: mejor artesana que artificial

Milio Mariño

Resulta agotador, y muy aburrido, escuchar a todas horas que la inteligencia artificial es la repera y cambiará nuestras vidas. Es tanta la insistencia que no hace sino confirmar que la mediocridad y la estupidez se han instalado en la sociedad copándolo todo. La sensación, dios me perdone, es que los tontos abundan. No lo comento, ni siquiera con los amigos, no vaya ser que piensen que me creo más listo que nadie y me incluyan, también, en la lista de idiotas. Pero la sensación sigue ahí. Salgo a la calle y no puedo evitar ir contando los tontos que encuentro. Luego sumo los de la tele,  las redes sociales, los periódicos…

Al final, sumo más tontos que trigo. Y no crean que se trata de gente mayor con pocos estudios, los tontos a los que me refiero son personas formadas, de entre treinta y cincuenta años, que por alguna razón misteriosa no se enteran ni quieren saber nada de lo que afecta a sus vidas y, sin embargo, lo saben todo de su equipo de futbol. Personas que carecen de opinión y sólo opinan en función de lo que ven en la tele y en las redes sociales. Es como si hubieran llegado a la conclusión de que no necesitan pensar. Es más, cuando les dices que no comprendes como pueden vivir así, se ríen y se encogen de hombros. Les parece gracioso.

Francamente, no le veo la gracia. Había leído que el concepto neoliberal de felicidad consiste en eso, en que cada uno vaya a su bola y pase olímpicamente de todo, pero sospechaba que debía haber algo más. Y sí que lo había. Hay países que llevan muchos años haciendo test de inteligencia a la población y saben muy bien cómo estamos. Estamos como no se imaginan.

Diferentes estudios, realizados por Bernt Bratsberg y Ole Rogeberg de la Universidad de Oslo, y otras Universidades de Europa, señalan que entre los años cincuenta y mediados de los setenta, del siglo pasado, el coeficiente intelectual medio aumentó 7,7 puntos, pero ahora, en el siglo XXI, la tendencia es, claramente, a la baja. Las nuevas generaciones, los nacidos a partir de 1976,  tienen un coeficiente intelectual inferior. Lo cual no quiere decir que sean tontos, pero sí que hemos ido a peor. Cada generación, hasta hace unos años, siempre había superado el coeficiente intelectual de la generación anterior. Ahora no.

Perplejo por este dato, pensé que, a lo mejor es por eso que insisten tanto en la inteligencia artificial. Pero, a saber si para la inteligencia no rige, también, la ley Lavoisier. Es decir que, lo mismo que la materia, la inteligencia no se crea ni se destruye, sólo se transforma. De modo que la inteligencia que ahora ponen en las máquinas igual se la están quitando a las nuevas generaciones.

No lo descarten. Los científicos no acaban de ponerse de acuerdo sobre las causas que han provocado el retroceso de la inteligencia humana. Algunos lo achacan a la tecnología, otros al sistema educativo y los menos a que ya habíamos llegado a unas cotas de inteligencia que eran difíciles de mejorar.

Al final, no sé yo si no conseguirán entontecernos a todos. Ese camino llevan pero, por mucha inteligencia artificial que les pongan, las máquinas siempre serán más tontas que nosotros. Siempre será mejor la inteligencia artesana que la artificial que quieren vendernos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 3 de abril de 2023

Faltan curas

Milio Mariño

Faltan albañiles, electricistas y fontaneros, pero es solo una parte. Hay otro déficit importante del que apenas se habla: la falta de curas. Nadie sabe si es que Dios no llama a los jóvenes para que ingresen en el seminario o si los llama y se hacen los sordos, pero este curso, 2022-2023, el número total de seminaristas ha descendido hasta los 974 y apenas pasan de 100 quienes llegan a cantar misa por primera vez cada año.

El dato lo dice todo. España ha perdido siete mil curas en poco más de dos décadas. Los curas envejecen y mueren sin que nadie los sustituya. Hay sitios donde un cura tiene que atender, él solo, a diez parroquias. Se infla a decir misas y su esfuerzo servirá de poco porque si no se produce un milagro, que tratándose de la iglesia podría ser, en los próximos diez años tendrán que cerrar cientos de iglesias, especialmente en la España vaciada, pero también en las grandes ciudades.

La situación es para preocuparse. Dado su tradicional inmovilismo, tal parece que la iglesia contempla este peligroso declive sin hacer nada, pero no es cierto. Está muy preocupada y hace tiempo que trabaja buscando alternativas. La primera fue de libro, fue echar mano de los inmigrantes. Actualmente hay en España 1.500 curas extranjeros que proceden de 70 países, la mayoría de Hispanoamérica. Una cifra que supone el 9,5% del total y puede considerarse elevada si tenemos en cuenta que el número de extranjeros que trabajan en la construcción representa el 11,2 % de dicho sector.  

Apelar a esta vía, al recurso de importar curas, no resuelve el problema. Así lo entienden aquí y en Roma, donde la jerarquía eclesiástica está estudiando otras posibles alternativas como la abolición del celibato y que las mujeres puedan incorporarse al sacerdocio.

De momento, no contemplan como posible atractivo mejorar la retribución de los curas, que oscila entre los 978 y 1.300 euros al mes más el disfrute de una vivienda. Cantidad que puede verse incrementada con las tasas de las diócesis por servicios religiosos. Tasas que no tienen control alguno por parte de las autoridades públicas y que, más o menos, están establecidas en 40 euros por bautismo, 150 por matrimonio y 90 euros por las exequias fúnebres.

No lo tiene fácil la iglesia católica. Los curas disponen de vivienda gratis, un sueldo para ir tirando y un trabajo para toda la vida, pero no parece suficiente para que los jóvenes se animen y surjan nuevas vocaciones.

Buscando endulzar y animar un poco a los jóvenes, el propio papa Francisco se mostró dispuesto a “revisar” el celibato en el seno de la Iglesia católica. Hace poco volvió a insistir sobre el tema y dijo: “El celibato es una prescripción temporal de la iglesia occidental, no hay ninguna contradicción en que un sacerdote pueda casarse".

Estas declaraciones, como casi todo lo que dice el Papa Francisco, provocaron malhumores y fuertes tensiones en el Vaticano. Así que, a corto plazo, es previsible que no cambie nada.

Lo que sí ha cambiado es que los curas ya no viven como curas. Viven casi como cualquiera. Ya no tienen sobrinas ni beatas que los cuiden. La mayoría se apañan solos, como si fueran solteros, y organizan su jornada como cualquier pluriempleado. Cierto que no son los únicos, pero al resto no les exigen que, además, sean castos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España