lunes, 29 de enero de 2024

El mono de los chinos

Milio Mariño

El pesimismo defensivo, el miedo a no estar a la altura, dicen que es un trastorno habitual que sufren muchas personas, pero me temo que debe afectar, sobre todo, a quienes somos ya muy mayores para seguir la marcha que lleva el mundo. Da igual que hagamos un esfuerzo por estar al día, no aguantamos el ritmo que impone la ciencia y la tecnología. Nos parece un milagro haber asumido que podemos hacer fotos con un teléfono como para que ahora nos pidan que reflexionemos sobre las consecuencias de que los chinos hayan clonado un mono que llaman Retro, tiene tres años y está creciendo sano y fuerte como cualquier otro de la misma especie que hubiera nacido de un padre y una madre.

Algo sabíamos de la oveja Dolly pero, según las revistas científicas, dos años más tarde, en 1998, clonaron los primeros terneros. Luego, en 1999, clonaron cabras, en 2000 cerdos, en 2002 conejos, en 2005 perros y, en 2007, la Universidad de Naciones Unidas publicó un informe en el que planteaba que la clonación de seres humanos, casi con toda seguridad, sería inevitable.

Tan inevitable como que, seguramente, ya se ha producido. Insisten en negarlo para que no nos asustemos, pero si han clonado a todos esos animales tiene poco sentido que hubieran hecho una excepción con nosotros.

 Me refiero a clonarnos enteros, de pies a cabeza, porque clonarnos por partes, como puede ser nuestra imagen o el tono y el timbre de nuestra voz, ya lo están haciendo y no tienen reparo en reconocerlo. Incluso presumen de qué pueden conseguir que nos parezcamos a Brad Pitt o que cantemos como el mismísimo Pavarotti. Hemos llegado al extremo de que nos cuesta saber qué es real y qué no. Nuestro cerebro tiene dificultades para advertir la diferencia. Así que un humilde consejo, cuando nos asalta la duda sobre sí, realmente, somos nosotros, es que cojamos un martillo y nos demos un martillazo en un dedo. Si, sentimos dolor y gritamos una blasfemia muy gorda podemos estar tranquilos porque somos quien somos y no un hermano gemelo creado en una granja de repuestos humanos.

Quienes clonaron al mono Retro, en declaraciones a la prensa, dijeron que clonar a una persona sería del todo inaceptable. Insistieron en que la finalidad de su experimento es obtener primates para la experimentación médica. Disculpa que, a estas alturas, es poco creíble.

Comentaba al principio que las personas de cierta edad no estamos capacitadas para abordar estos temas. Imagino lo que van a decirme: Si no sabes para que te metes. Llevan razón, por eso que no voy a recurrir a cuestiones éticas o argumentos filosóficos a favor o en contra. Sería una temeridad por mi parte. Prefiero ir a lo práctico aún a riesgo de parecer muy simplista.

Lo práctico es que, por mucho que los chinos presuman de un gran avance científico, el mono clonado no deja de ser una copia. Una buena copia, sí quieren, que se parece mucho al original, pero, al fin y al cabo, una copia. Y eso lo dice todo. Un mono copiado, y además por los chinos, será de la calidad que suelen tener sus productos. Si en vez de chino fuera alemán...Pues igual qué sé yo... Pero a este pobre mono le doy de vida lo que a un destornillador o a un serrucho.

 Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 22 de enero de 2024

Boliñas vienen y van

Milio Mariño

Se agradece cuando los políticos emplean un lenguaje llano y sencillo. Siempre es preferible que se olviden de la retórica y los tecnicismos y hablen claro. Así lo hizo Alfonso Villares, Consejero de la Xunta de Galicia, quien aseguró, en rueda de prensa, que las boliñas, se refería a los pellets de plástico que llegaron a las playas gallegas, entran por donde entran y salen por donde salen, con lo que no hay  problema si accidentalmente tragamos una.

Una o una docena, porque las boliñas que dice el Consejero pueden venir dentro del pescado y el marisco y podemos tragarlas a pares. Claro que, a lo mejor, propician un tránsito más certero y son buenas para el estreñimiento. El problema sería que provocaran una reacción química dentro del intestino y se produjera meteorismo, en cuyo caso las boliñas actuarían como perdigones y el afectado podría verse en un compromiso.

Aclarado que lo que entra por la boca sale por donde sale, la Consejera de Medio Ambiente, Ángeles Vázquez,  acudió al rescate de su compañero asegurando que las boliñas no son toxicas ni peligrosas porque están compuestas por tereftalato de polietileno. No piensa lo mismo la Unidad Especializada en Medio Ambiente de la Fiscalía General del Estado, pero la Xunta sospecha que quieren cargarles el muerto.

Así están las cosas. Enfadarnos no sirve de nada, es mejor tomarlo con humor aunque gracia no tenga ninguna. Los pellets, también conocidos como Nurdles o lágrimas de sirena, son pequeñas bolas, de menos de 5 mm, que se utilizan para fabricar productos de plástico. Según los expertos, además de su propia toxicidad, actúan como imanes y atraen otras toxinas que los convierten en bombas tóxicas.

Este regalo se lo debemos al mercante Toconao, buque con bandera de Liberia del que cayeron seis contenedores, cuando navegaba a 43 millas de Viana do Castelo. Cinco de esos contenedores llevaban pasta de tomate, neumáticos, barras de aluminio y rollos de papel film. El otro, el sexto, contenía mil sacos de pellets, de 25 kilos cada uno, lo que supone millones de boliñas. La pasta de tomate, los neumáticos, las barras de aluminio y los rollos de papel film que, también, fueron a pique, acabarán en el fondo del mar y en las playas, pero son más fáciles de ver y más difíciles de tragar. 

El vertido, como era de esperar, afecta a Galicia, Asturias y toda la costa del mar Cantábrico. Son microplásticos que contaminan el ecosistema marino y entrañan un riesgo para la salud de las personas.  Pero ha vuelto a ocurrir lo de siempre, que la chapuza es el modelo de gestión cuando se trata de una catástrofe. No aprendemos de los errores, repetimos las tonterías inaceptables.

Una vez más, lo primero que hicieron los políticos fue mirar para otro lado y negar que existiera el problema. Lo segundo, cuando ya no podían ocultarlo, fue buscar a quien echarle la culpa. Lo tercero, como en otras ocasiones, consistió en discurrir algo gracioso para tranquilizarnos. En su época fue el bichito que si se cae se mata (la colza), luego los hilillos de plastilina (el chapapote) y ahora las boliñas que se comen y se cagan.

Abochorna como gestionan estos problemas. El procedimiento siempre es el mismo. Empiezan por ignorar la catástrofe, luego hacen como que hacen sin hacer nada y, en última instancia, confían en que los voluntarios lo arreglen.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 15 de enero de 2024

Paciencia que ya no hay

Milio Mariño

Estando en la cola para la caja del supermercado, me di cuenta de que hemos perdido la paciencia. Casi nadie la tiene. No cometí el error de cambiarme a la cola de al lado porque sé que cuando cambias siempre avanza más rápido la que dejaste, pero estuve tentado. La espera me sirvió para convencerme de que vivimos en un mundo frenético del que pocos escapan. Nos hemos acostumbrado a la prisa y, hasta los jubilados, vamos pasados de revoluciones y tenemos tanta prisa o más que los jóvenes.

La prisa, la eficacia y la rapidez forman un torbellino que nos lleva de un sitio a otro  como si fuéramos bomberos en un incendio interminable. Vivimos apresurados sin saber por qué. Una escena que se repite es la de alguien que va por la calle y se encuentra con un amigo que le saluda, y le estrecha la mano, mientras sigue hablando por el móvil, mira el reloj, sonríe y aparta el teléfono para decirle que anda liadísimo y no puede pararse con él ni un minuto.

Pues nada, que lo disfrute. No llega primero el que más corre. Frase de nuestros abuelos que sigue vigente y acaba de renovarse con un experimento que, hace poco, hicieron en Londres, dónde, en las estaciones del metro y por espacio de un mes, pidieron a los pasajeros que cuando subieran en las escaleras mecánicas quedaran quietos, que no siguieran andando. Según el diario The Guardian, mientras adoptaron esta medida, se redujeron las aglomeraciones un 30% y la movilidad mejoró, pero fue un dolor de cabeza para los vigilantes, pues los pasajeros se rebelaban, malhumorados, y exigían hacer uso de las escaleras como quisieran.

Hemos perdido la capacidad de esperar. Todo lo queremos urgente, de manera inmediata y además sin esfuerzo. Buena culpa la tiene el acceso instantáneo a cualquier información. La velocidad y el resumen lo dominan todo. Las noticias ya vienen, incluso, con el apunte de cuánto vas a tardar en leerlas.

Al rebufo de esta vorágine, nadie valora si necesita ir con prisa o puede hacer lo mismo a otro ritmo. Es como si la prisa diera prestigio porque se supone que quien va con prisa es alguien ocupado y, por tanto, importante. Alguien que no puede permitirse el lujo de esperar que el semáforo se ponga en verde porque el tiempo de espera es tiempo perdido.

La paciencia está mal vista. Pisar el freno y no reaccionar de inmediato nos deja fuera de juego. Y como tenemos miedo de quedar rezagados y no estar a la altura, no paramos de inventar nuevas prisas que si razonáramos con sentido resultaría que estamos locos. Pulsamos varias veces el botón del ascensor pensando que así llega primero, nos aburre cuánto tarda en abrirse la puerta del garaje y cuando en el microondas ponemos un minuto, la espera se nos hace eterna y difícil de soportar.

Espere un momento por favor podemos entenderlo de dos maneras. Podemos entenderlo como una orden, o como un ruego que invita a la reflexión y sirve para percibir que todo lo que nos rodea tiene su propio ritmo. Nada va a cambiar por más que nos enfademos y lamentemos su lentitud. Las cosas pasan cuando tienen que pasar, ni antes ni después. El secreto, para no impacientarnos, es hacer algo mientras esperamos. Por ejemplo, contar hasta diez.


Milio Mariño / Articulo de Opinión/ Diario La Nueva España


lunes, 8 de enero de 2024

Creer en los Reyes

Milio Mariño

No sabría decir si la primera gran desilusión de mi vida fue cuando dejé de creer en los Reyes. No sé tampoco si coincidió con la pérdida de mi inocencia o la inocencia ya la había perdido y asumí aquella mentira sin sufrir el trauma que dicen sufrir algunos. Supongo que fue una sorpresa, pero no creo que fuera traumática porque no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que seguí fingiendo, y haciéndome el inocente, por lo menos, dos o tres años más. Fingía que seguía creyendo en los Reyes para no desilusionar a mis padres.

Los padres, es decir los adultos, también tienen sus ilusiones y su mundo mágico. Creer en los Reyes no se circunscribe solo a los niños. Hay adultos  que reciben regalos y no preguntan de dónde vienen, ni quien los compra, ni con qué dinero. Creen en los Reyes, cierran los ojos y disfrutan mucho.

Todavía no se ha resuelto el debate sobre si conviene desvelar quienes son, en realidad, los Reyes, o es preferible descubrir la verdad por uno mismo. Romper el hechizo supone una decisión arriesgada porque no hay nada más bonito que la inocencia de alguien ilusionado. Para muestra ahí está esa gente que, noche tras noche, acude a la calle Ferraz para rezar el rosario y pedirle a la Virgen que eche a Pedro Sánchez de La Moncloa. Resulta tan conmovedor que ni el Papa se atrevería a decirles que la Virgen tiene bastante con lo suyo como para meterse en más líos.

Una de las ventajas de la democracia es que cualquiera puede creer en lo que más le apetezca, aunque sea un disparate. A nadie se le impide creer en los Reyes Magos, en los otros reyes, en Santa Bárbara Bendita o en cualquier cosa. Tampoco se impide, aunque por sentido común nadie debería hacerlo, pedir lo imposible. Eso lo sabíamos los niños de mi época, pero los niños de ahora, y los adultos, piden lo que les apetece sin límite alguno. Y luego, claro, vienen las decepciones por los regalos y los discursos.

Los regalos, al fin y al cabo, pueden cambiarse, pero los discursos son para toda la vida; da igual que te agraden o te disgusten.

Sabemos, porque ellos mismos lo dijeron, que estas navidades algunos pidieron al Rey que les trajera un discurso duro con los pactos de investidura, la ley de amnistía y el gobierno de izquierdas. Tenían la ilusión de que el Rey atendería sus peticiones porque lo habían visto enfadado en la toma de posesión de Pedro Sánchez y muy sonriente en la del argentino Javier Milei. Pensaban que daría un golpe sobre la mesa y se pronunciaría en el sentido de que no iba a consentir que los zurdos se salieran con la suya. Estuvo a punto, pero acabó pidiendo que los españoles nos portemos bien. Al parecer, nos hemos portado mal, especialmente, a la hora de votar.

Fue un discurso lógico. Si queremos que la tradición se mantenga los Reyes no pueden premiar a quienes no se portan como es debido. Tienen que darles un toque para que vuelvan al buen camino. Pura retórica porque como, al final, creamos lo que creamos, los Reyes son los padres, nadie mejor que ellos para decidir si lo que más nos conviene es un regalo útil y moderno o un juguete de los antiguos.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


martes, 2 de enero de 2024

El año que empieza es el comienzo de nada

Milio Mariño

Siempre, por estas fechas, andamos a vueltas con los propósitos y los pronósticos para el año nuevo. Siempre volvemos a lo mismo a pesar de que el año que empieza es el comienzo de nada. Es mentira que uno acabe y otro vaya a empezar. El tiempo no se detiene. Sigue su marcha aunque creamos que hace un paréntesis para que salgamos de juerga y acabemos bailando La Conga la noche del treinta y uno. Es una sucesión de “ahoras” que haríamos bien en no desperdiciar porque no sabemos si habrá un mañana. Mañana puede ser nunca, pero esa reflexión, solo, la hacemos cuando nos da un arrechucho. Luego nos olvidamos y seguimos viviendo como si fuéramos inmortales.

Creernos inmortales supone que la felicidad puede aplazarse. Un grave error porque la vida se acaba. Lo tengo muy claro. Antes me hacía ilusión vivir hasta los cien años, pero lo he pensado mejor y creo que es demasiado poco. Pienso que puedo llegar a los ciento veinte en un estado aceptable. Hombre, después de los cien, no pido subir a los lagos de Covadonga en bicicleta, pero si seguir dando largos paseos por la orilla del mar y tener la cabeza como la tengo ahora, o mejor.

Pertenezco a una generación que piensa vivir muchos años y ha aprendido a no plantearse qué va a suceder en el futuro. Somos prácticos. Casi nada de lo que sucedió últimamente, ni los móviles, ni internet, ni la inteligencia artificial, estaba previsto. Así que para qué preocuparse. Las predicciones que hayan hecho para 2024 y después no sirven de nada. Da igual que las hagan con miles de datos y sofisticados ordenadores; son igual de fiables que aquellas que hacían, antiguamente, los adivinos en base a los rayos y las tormentas, el viento, el vuelo de las aves, los sueños, o lo que les venía a la cabeza después de beber un brebaje o comer hojas de coca. Que tal vez fueran las más acertadas.

Los pronósticos sobre el futuro fallan bastante. Y es lo que nos salva porque luego acaba sucediendo como con esos errores científicos que dan lugar a grandes hallazgos. Hace más de un siglo, el diario británico Times publicó un artículo en el que decía, literalmente, que el futuro era mierda a montones. Se refería a que, entonces, había en Londres 10.000 taxis de caballos, tranvías tirados por caballos y carros de carga que también empleaban caballos. Pasear por la ciudad suponía un suplicio debido a los excrementos, pues cada caballo produce diez quilos diarios de bosta y varios litros de orina. El pronóstico del periódico, por una simple extrapolación, era que en unos años las calles de Londres quedarían sepultadas por toneladas de boñigas y sería imposible transitar por ellas. Pero sucedió que aparecieron los vehículos a motor y las predicciones sobre la mierda en las calles fracasaron estrepitosamente.

Estamos, casi, en las mismas. Hemos cambiado la mierda de caballo por la mierda de los coches. De todas maneras, tampoco merece que nos preocupemos porque, al final, seguro que lo arreglan. Siempre nos meten miedo y luego resulta que no era para tanto. Además, todo lo que anuncian para 2024 y después está fuera de nuestro control. Por eso que tal vez sea mejor pensar poco y disfrutar mucho que pensar mucho y sufrir un montón.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España