No sabría decir si la primera
gran desilusión de mi vida fue cuando dejé de creer en los Reyes. No sé tampoco
si coincidió con la pérdida de mi inocencia o la inocencia ya la había perdido
y asumí aquella mentira sin sufrir el trauma que dicen sufrir algunos. Supongo
que fue una sorpresa, pero no creo que fuera traumática porque no lo recuerdo.
Lo que sí recuerdo es que seguí fingiendo, y haciéndome el inocente, por lo
menos, dos o tres años más. Fingía que seguía creyendo en los Reyes para no
desilusionar a mis padres.
Los padres, es decir los adultos,
también tienen sus ilusiones y su mundo mágico. Creer en los Reyes no se
circunscribe solo a los niños. Hay adultos que reciben regalos y no preguntan de dónde
vienen, ni quien los compra, ni con qué dinero. Creen en los Reyes, cierran los
ojos y disfrutan mucho.
Todavía no se ha resuelto el
debate sobre si conviene desvelar quienes son, en realidad, los Reyes, o es
preferible descubrir la verdad por uno mismo. Romper el hechizo supone una
decisión arriesgada porque no hay nada más bonito que la inocencia de alguien
ilusionado. Para muestra ahí está esa gente que, noche tras noche, acude a la
calle Ferraz para rezar el rosario y pedirle a la Virgen que eche a Pedro Sánchez
de La Moncloa. Resulta tan conmovedor que ni el Papa se atrevería a decirles
que la Virgen tiene bastante con lo suyo como para meterse en más líos.
Una de las ventajas de la
democracia es que cualquiera puede creer en lo que más le apetezca, aunque sea
un disparate. A nadie se le impide creer en los Reyes Magos, en los otros reyes,
en Santa Bárbara Bendita o en cualquier cosa. Tampoco se impide, aunque por
sentido común nadie debería hacerlo, pedir lo imposible. Eso lo sabíamos los
niños de mi época, pero los niños de ahora, y los adultos, piden lo que les
apetece sin límite alguno. Y luego, claro, vienen las decepciones por los
regalos y los discursos.
Los regalos, al fin y al cabo,
pueden cambiarse, pero los discursos son para toda la vida; da igual que te
agraden o te disgusten.
Sabemos, porque ellos mismos lo
dijeron, que estas navidades algunos pidieron al Rey que les trajera un
discurso duro con los pactos de investidura, la ley de amnistía y el gobierno
de izquierdas. Tenían la ilusión de que el Rey atendería sus peticiones porque
lo habían visto enfadado en la toma de posesión de Pedro Sánchez y muy
sonriente en la del argentino Javier Milei. Pensaban que daría un golpe sobre
la mesa y se pronunciaría en el sentido de que no iba a consentir que los zurdos
se salieran con la suya. Estuvo a punto, pero acabó pidiendo que los españoles nos
portemos bien. Al parecer, nos hemos portado mal, especialmente, a la hora de
votar.
Fue un discurso lógico. Si queremos
que la tradición se mantenga los Reyes no pueden premiar a quienes no se portan
como es debido. Tienen que darles un toque para que vuelvan al buen camino. Pura
retórica porque como, al final, creamos lo que creamos, los Reyes son los
padres, nadie mejor que ellos para decidir si lo que más nos conviene es un
regalo útil y moderno o un juguete de los antiguos.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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