Estando en la cola para la caja del
supermercado, me di cuenta de que hemos perdido la paciencia. Casi nadie la
tiene. No cometí el error de cambiarme a la cola de al lado porque sé que
cuando cambias siempre avanza más rápido la que dejaste, pero estuve tentado.
La espera me sirvió para convencerme de que vivimos en un mundo frenético del
que pocos escapan. Nos hemos acostumbrado a la prisa y, hasta los jubilados,
vamos pasados de revoluciones y tenemos tanta prisa o más que los jóvenes.
La prisa, la eficacia y la
rapidez forman un torbellino que nos lleva de un sitio a otro como si fuéramos bomberos en un incendio
interminable. Vivimos apresurados sin saber por qué. Una escena que se repite
es la de alguien que va por la calle y se encuentra con un amigo que le saluda,
y le estrecha la mano, mientras sigue hablando por el móvil, mira el reloj,
sonríe y aparta el teléfono para decirle que anda liadísimo y no puede pararse
con él ni un minuto.
Pues nada, que lo disfrute. No llega
primero el que más corre. Frase de nuestros abuelos que sigue vigente y acaba
de renovarse con un experimento que, hace poco, hicieron en Londres, dónde, en
las estaciones del metro y por espacio de un mes, pidieron a los pasajeros que cuando
subieran en las escaleras mecánicas quedaran quietos, que no siguieran andando.
Según el diario The Guardian, mientras adoptaron esta medida, se redujeron las
aglomeraciones un 30% y la movilidad mejoró, pero fue un dolor de cabeza para
los vigilantes, pues los pasajeros se rebelaban, malhumorados, y exigían hacer
uso de las escaleras como quisieran.
Hemos perdido la capacidad de
esperar. Todo lo queremos urgente, de manera inmediata y además sin esfuerzo.
Buena culpa la tiene el acceso instantáneo a cualquier información. La
velocidad y el resumen lo dominan todo. Las noticias ya vienen, incluso, con el
apunte de cuánto vas a tardar en leerlas.
Al rebufo de esta vorágine, nadie
valora si necesita ir con prisa o puede hacer lo mismo a otro ritmo. Es como si
la prisa diera prestigio porque se supone que quien va con prisa es alguien
ocupado y, por tanto, importante. Alguien que no puede permitirse el lujo de esperar
que el semáforo se ponga en verde porque el tiempo de espera es tiempo perdido.
La paciencia está mal vista.
Pisar el freno y no reaccionar de inmediato nos deja fuera de juego. Y como
tenemos miedo de quedar rezagados y no estar a la altura, no paramos de
inventar nuevas prisas que si razonáramos con sentido resultaría que estamos
locos. Pulsamos varias veces el botón del ascensor pensando que así llega
primero, nos aburre cuánto tarda en abrirse la puerta del garaje y cuando en el
microondas ponemos un minuto, la espera se nos hace eterna y difícil de
soportar.
Espere un momento por favor podemos
entenderlo de dos maneras. Podemos entenderlo como una orden, o como un ruego
que invita a la reflexión y sirve para percibir que todo lo que nos rodea tiene
su propio ritmo. Nada va a cambiar por más que nos enfademos y lamentemos su
lentitud. Las cosas pasan cuando tienen que pasar, ni antes ni después. El
secreto, para no impacientarnos, es hacer algo mientras esperamos. Por ejemplo,
contar hasta diez.
Milio Mariño / Articulo de Opinión/ Diario La Nueva España
,,,,,,,,,,,,,,,,,
ResponderEliminar