Nunca se había hablado tanto de
la importancia que tiene que los jueces sean de una parroquia o de otra. Es
como si dijeran que los curas pueden cambiar de dios y elegir al que más
convenga a los pecados de sus feligreses. Si fuera así sería para preocuparse.
Lo bueno, dentro de lo malo, es que la sospecha solo alcanza a los jueces de
Primera División. Los otros, los de Segunda Regional, que trabajan en los
juzgados por donde diariamente pasan miles de personas no tienen ese problema.
El problema surge cuando se trata de gente muy principal y casos muy importantes.
Por aquí abajo no sabemos, ni nos importa, la parroquia del juez que nos juzga.
Aceptamos el que nos toque y asumimos su veredicto sin pensar en otras
consideraciones.
A los jueces pedestres les pasa
lo mismo. Tampoco pueden elegir qué casos juzgan y dedicarse, solo, a los más importantes.
A veces, tienen que abordar situaciones complicadas como le ocurrió a cierto
juez, del que no diré su nombre, que contaba la siguiente historia: “Bueno
señora, ya está todo aclarado. Las dos mujeres se estaban pegando, usted se
metió por medio, para separarlas, y le dieron un golpe en la refriega. ¿No es
así? No, señor juez. ¿Cómo qué no? No, a mí no me dieron un golpe en la
refriega. Fue un poco más arriba; entre la refriega y el ombligo”.
Pese al carácter sacerdotal con
que pretendemos revestirlos, o tal vez por eso, los jueces no son sino
intérpretes de las leyes vigentes y actúan según su particular humor, creencias,
aficiones y carácter. Son seres humanos y, como tal, seguramente los habrá muy
normales y raros como un avestruz en un chigre. Habrá de todo. Lo que esperamos
de ellos es que, sean como fueren, se porten honestamente y apliquen la ley como
corresponde. Que no inventen películas ni jueguen a otra cosa que no sea
impartir justicia.
Insisto, y no me canso, en que a
la gente corriente le trae sin cuidado la parroquia de los jueces. No participa
de esas historias. Tiene el convencimiento de que no juzgan influidos por
alguien al que tengan que rendir cuentas. No ocurre lo mismo en las alturas,
donde ni siquiera se molestan por guardar las apariencias. Antes, en esas instancias,
había jueces que retorcían las leyes y las interpretaban a su modo, pero al
menos se molestaban en urdir artimañas y dotar a sus resoluciones de una
apariencia de racionalidad. Ahora no. Ahora, se han tirado al monte y no
disimulan. No les preocupa que los tachen de partidistas ni tampoco ocupar un
cargo en el que no deberían estar desde hace ya cinco años.
Por estas cosas, y no por otras,
la percepción que tienen los españoles de la justicia es de las más negativas
de la Unión Europea. Nuestros jueces, en general, gozan de mala fama. Y no es
justo que, por unos pocos, paguen los que no tienen culpa. A los muy estirados del
Supremo quería ver yo en la piel de aquel juez que tuvo que afrontar este caso:
“A ver, díganos su profesión. Yo, Señor Juez, soy capador para servirle a Dios
y a usted. Ahórrese el ofrecimiento, a este juez no le hacen falta sus
servicios”.
Al citado juez no, pero a los del
Supremo no sé qué decir.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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