Igual que los panaderos hacen pan
y los albañiles ponen ladrillos, los políticos deberían trabajar en lo suyo,
que es procurar que vivamos mejor y las injusticias vayan a menos. Pero en eso trabajan
poco. Prefieren dedicarse al insulto. Y, como sería mucho pedir que hayan leído
“El Arte de insultar” de Arthur Schopenhauer, insultan bastante mal. No
alcanzan a ser elegantes ni tampoco graciosos. Son vulgares y de lo más zafio. Y
también infantiles; muy infantiles.
Solo con echar un vistazo a este
año que ya se acaba, advertimos que no hubo, prácticamente, un día en que los
políticos no se insultaran o se dijeran barbaridades. Menuda cosecha llevamos. Primero
se insultan y luego recurren a nosotros como quien va a la seño a quejarse. Este
me llamó merluzo, aquel dijo cenutrio…
En política se insulta mucho.
Claro que también es verdad que insultan más unos que otros. Hasta hace poco, los políticos de derechas tenían
a gala ser educados y no decir palabrotas. Presumían de buenos modales y de una
educación exquisita, mientras que los de izquierdas se mostraban como gente de
la calle y solían recurrir a las palabras gruesas y a cierta agresividad para
hacerse oír. Ya no es así. Ahora, los políticos que se dicen neoliberales, los
que hablan en nombre de la derecha y la ultraderecha, han decidido ser
transgresores, malhablados y subversivos, mientras que los de izquierdas se
muestran moderados y adoptan una actitud conciliadora.
El prototipo del nuevo político
de derechas es el de alguien que presume de expresar sus opiniones sin miedo y,
sobre todo, sin respeto. Sin la mal entendida cobardía de tratar al adversario de
forma educada y correcta. Por eso, quienes ahora triunfan, y ocupan los puestos
de mayor relevancia, son los bocazas, los que insultan con mayor descaro y
desafían al más pintado.
Lejos de corregir esta conducta, los
partidos políticos la alientan. No reprenden a quien insulta sino que le pasan
la mano por el lomo y lo acarician animándolo a que siga insultando. Acabamos
de verlo a propósito de la frase “Me gusta la fruta”, que se emplea para
enmascarar el grave insulto de Díaz Ayuso al Presidente del Gobierno. Hasta
Feijoo parece que lo celebra. Desgraciadamente, no es el único. El ilustre alcalde
de Madrid ha recibido muchos elogios por llamar macarra y mamporrero al ministro
de transportes. Otra buena muestra de cómo está el patio fueron las
manifestaciones contra la amnistía y las protestas de la calle Ferraz, donde no
quedó institución ni autoridad por insultar. El Presidente del Gobierno, el
Rey, la Constitución, la prensa y los
medios informativos fueron objeto de insultos y menosprecio por parte de
quienes solían presumir de ser educados y no hacer el gamberro.
La crispación, los insultos y las
salidas de tono menoscaban la democracia, pero hay poco margen para la
esperanza. La impresión, generalizada, es que los insultos, en política, han llegado para quedarse. Una
lástima porque cuando se pierde el respeto, tanto en política como en la vida,
se pierde todo. Lo más preocupante es que ni siquiera se plantea la necesidad de
una reflexión sobre este proceder vergonzoso. Parece como que hubiéramos normalizado
que los políticos se insulten y ya admitimos, incluso, que insultando no es
gerundio, es geranio. Es la forma que tienen de tirarse flores los señores y
señoras que llamamos sus señorías.
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ResponderEliminarMuy bueno. MILIO
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