Me gusta mucho, me encanta, la
vida en familia. Lo que no soporto es el seguidismo de cualquier idiotez mediática.
Así que me da igual que digan que desentono o lo tomen por un desafío. He
advertido, muy seriamente, a los míos que estas Navidades no pienso ponerme un
pijama de renos, ni un jersey con dibujos de cristales de nieve, calcetines verdes
y rojos, gorros con un pompón en lo alto o diademas de cuernos temblando. Será muy
navideño, muy divertido y lo que ustedes quieran, pero que no cuenten conmigo.
Solo faltaba... Y esa advertencia la hice extensible a mi gato, que como se les
ocurra ponerle un lazo, o cualquier adorno, les monto un pollo que ni se
imaginan.
Sé lo que pasa. No hay nada tan
coactivo como la Navidad. Llevamos ya más de un mes que estamos siendo acosados
por imágenes de familias sonrientes que nos dicen como tenemos que vestirnos y qué
tenemos que comprar. Familias que rebosan felicidad y supongo que también
dinero porque lo mismo recomiendan un perfume caro que un coche de lujo. Es
imposible escapar de su acoso. Quien no participe del entusiasmo derrochador de
la Navidad sentirá vergüenza y se echará la culpa de que algo habrá hecho mal. Poco
importa que mucha gente tenga dificultades para llegar a fin de mes o que los últimos
datos demográficos señalen que un tercio de los habitantes de las grandes
ciudades viven solos y al margen de sus familias.
Según el Instituto Nacional de
Estadística, los hogares unipersonales son los que más han crecido, y seguirán
creciendo, debido a que hay más divorcios que antes, la esperanza de vida ha
aumentado y aumenta el número de personas que no tienen pensado vivir en pareja
ni tener hijos. Una realidad que se ha impuesto y demuestra que el ritual de la
gran familia, que nos enseñan en los anuncios, casi ha desaparecido. Las reuniones
familiares son cada vez más forzadas. Aquella familia extensa, que algunos conocimos
de niños, hoy es poco menos que una reliquia. Los abuelos están en las residencias
geriátricas, los padres cada uno por su lado y los hijos malviviendo en pisos
compartidos. La familia nuclear ya no se lleva. Han sido los impulsores del neo
liberalismo, los mismos que nos enseñan familias sonrientes como símbolo de
felicidad, quienes nos han convencido de que la familia tradicional no es compatible
con lo que se exige para triunfar. Ahora, lo que se lleva es el individualismo
competitivo sin ataduras de ningún tipo. Tener una familia implica la
obligación de mantenerla, cuidarla y dedicarle tiempo. Responsabilidades que,
por lo visto, impiden disfrutar de la vida y pasarlo bien. Por eso ya nadie
quiere cuidar de los niños ni tampoco de los viejos.
No me apetece ser pesimista, pero
los estudios sociológicos, prácticamente todos, apuntan que la tendencia actual
es que en el futuro habrá más gente que viva sola, se ensancharán las
diferencias sociales, aumentarán los egoístas que se muevan solo por interés y seremos
más racistas que nunca.
El panorama no es muy alentador.
De todas maneras, aunque las previsiones no sean muy buenas, de nosotros
depende si nos cruzamos de brazos o nos revelamos y peleamos por un mundo más
justo y mejor. Ya sé que lo de oponerme al pijama de renos no es mucho, pero por
algo se empieza.
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Milio Mariño