Este tórrido verano, que ya casi
está haciendo las maletas, se irá dejándonos la moda de andar descalzos. Como
lo oyen. Andar descalzos se ha convertido en un símbolo de libertad y también de
estatus, pues ahora andan así los que pueden y no como antes que solo andaban
descalzos los que no podían.
Son otros tiempos. Aquello que
llamábamos libertad se ha abaratado tanto que lo mismo se invoca para tomar
unas cañas que para andar sin zapatos. En su nombre, recomendaban este verano,
allá por Ibiza, Marbella y otras aldeas de la jet set, que a las fiestas de
postín se fuera “barefoot”, que para los “preppy”, los pijos, suena mejor que
decir descalzos.
También aquí, sin que nadie lo
recomendara, empezamos a ver gente paseando por las aceras y las inmediaciones
de las playas sin calzar siquiera unas chanclas. Preferían ir a pinrel y pisar
el suelo sucio y caliente. Costumbre que no
solo practican los surfistas, a quienes tampoco les pasaría nada si,
cuando se apean de la tabla, pusieran algún calzado para volver a casa. Hay
otros que se suman a la moda y no descarto que sean los mismos que alertan
sobre las consecuencias que puede tener para los perros que sus amos los paseen
descalzos por el suelo abrasador.
Esta moda, la de andar descalzos,
es cosa de la chavalería, que siempre está peleando por conseguir más libertad
y ha decidido rebelarse contra la opresión y la tiranía que supone andar
calzados todo el año. Y, a lo mejor, es casualidad, pero han elegido el verano
y no diciembre para liberar sus pies. Experiencia que califican de muy
reconfortante a la par que vitalista y generadora de bondad, pues dicen que andar
descalzos nos hace más humildes y mejores personas.
Ni se me ocurre dudarlo. Soy un defensor
acérrimo de la libertad, de modo que no pienso discutir las bondades del “descalcismo”.
Ahora bien, como tampoco me apetece renunciar a mis derechos, he decidido
acogerme a la ley del placer estético. Ley que, según Kant, es tan objetiva como cualquier otra del
pensamiento lógico.
En mi modesta opinión, ver que alguien camina por
la calle descalzo supone un impacto brutal. No es comparable a un escote hasta
el ombligo, o que cualquiera se agache y deje a la vista el canalillo del culo.
Los pies nadie los quiere ver y ya no digamos olerlos. Son obsesivos e inducen
a la “podofilia”. Vemos que alguien camina descalzo y se nos hace imposible
mirar para otro lado. Quedamos abobados mirando y pasamos revista por ver si
encontramos callos, juanetes, ojos de gallo, engibas, hongos, rugosidades,
durezas que amarillean, uñas como mejillones… El catálogo sería interminable.
Habrá gente, no lo discuto, que disfrute contemplando
los pies descalzos de otros, pero entiendo que los pies deben ir cubiertos y si
hay que hacer alguna excepción deberíamos hacerla con las mujeres, que casi
siempre los llevan cuidados. Los hombres, en este aspecto, somos un poco gorrinos,
así que mejor los llevamos tapados. Tapados del todo, no valen esas sandalias
por las que, a veces, asoman unos dedos que parecen chistorras a la parrilla.
La moda de andar descalzos está
bien para la intimidad del hogar. Cualquiera con un mínimo de decoro, y gusto
estético, sabe que andar por ahí descalzos no supone más libertad, supone una
guarrería que deberíamos evitar.
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