Milio Mariño
Para este otoño, que no empezó en
septiembre sino ayer con el cambio de horario, anuncian castañas caras, más
jabalís urbanos y la posibilidad de que España se rompa en pedazos. Catástrofe
que, de producirse, podría hacer que Asturias se convirtiera en una isla del Cantábrico.
Un lugar exótico con melancólicas tardes de lluvia, el nuevo túnel de Pajares convertido en la cueva
del Ave Fénix y los chigres vendiendo cachopos a los habitantes de lo que ya no
sería la piel de toro sino la de una vaca despiezada con sus lomos, alto y
bajo, el solomillo, que correspondería a Madrid, y otras piezas menores como
Murcia y Logroño.
Los pesimistas vaticinan que
acabaremos así. Que el problema es más grave que el Covid19, la erupción del
volcán de La Palma, la guerra de Ucrania, la otra guerra de Oriente Medio y los
cayucos que llegan a Canarias. Más grave incluso que la falta de médicos en
atención primaria, la escasez de vivienda, el incierto futuro de las pensiones,
que octubre parezca julio y que las mujeres sigan muriendo sin que se despeje
la duda de si es violencia intrafamiliar o machista.
Este otoño se presenta raro. Con
una dependencia excesiva de las castañas y los castañeros. Especialmente de uno
que está a las puertas del Congreso esperando a que le saquen las castañas del
fuego. Ya las tiene, prácticamente, asadas, solo falta que alguien se atreva a
cogerlas sin quemarse los dedos.
Antes que este hubo otro
castañero que también ofrecía castañas pero, a pesar de que, según él, eran de mejor calidad, tuvo
poco éxito y casi nadie se las quiso comprar. Solo unos pocos de Vox, uno de
Navarra y una canaria que dice que le da igual unas castañas que otras, que
tiene el estómago hecho a todo y lo único que le importa es que alimenten.
Al final, los dos castañeros andan
a la greña y nos tienen que arqueamos las cejas cada vez que algo se mueve. Nadie
sabe cómo puede acabar todo esto ni que hará finalmente el castañero que
persigue la mayoría porque si bien el otoño es una estación que se asocia a la
madurez y la reflexión también tiene connotaciones en sentido contrario. Así
que lo mismo le da un arrebato, deja que las castañas se quemen y tenemos que
volver a votar en enero.
Es muy capaz porque si algo ha demostrado
es una audacia que sorprende a propios y extraños, una voluntad a prueba de
bomba y un orgullo que no se lo pisa nadie. Cuando lo dan por muerto resurge de
sus cenizas y no solo salva los muebles sino que les saca brillo.
La situación es complicada. No
obstante, cabe mantener la esperanza de que haya un acuerdo sensato. El otoño tiene
el poder de influir con un halo invisible que ojala alcance para calmar los
ánimos de unos y otros. Si seguimos así todos nos volveremos histéricos y
tendremos que recurrir a los fármacos para tener un humor aceptable. Y eso no
sería propio de los españoles y mucho españoles.
Esto que comento lo estuve pensando mientras veía como
resbalaban las gotas de lluvia por el cristal de la cafetería donde tomaba café.
Y también pensé que no habría mejor destino para este artículo que esa hoja de
periódico que luego se usa para envolver las castañas en un cucurucho.
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Milio Mariño