Mientras el otoño se afana en
pintar árboles, para que podamos disfrutarlos antes de que los desnude el
invierno, prescindimos del paisaje y solo se nos ocurren lamentos. Que si el
Coronavirus, que si la guerra de Ucrania, el cambio climático, la inflación por
las nubes… Problemas de todo tipo que auguran que no nos quejamos de vicio. El
bicho todavía anda suelto, la guerra, si es que no nos arruina, nos matará de
frio y, por si fuera poco, dentro de una semana oscurecerá una hora primero. A
media tarde se hará de noche y serán muchas horas con la luz encendida y el
contador agujereándonos el bolsillo.
Este nuevo cambio de hora lo
justifican, precisamente, por eso. La excusa de los Gobiernos y el Parlamento
Europeo es el ahorro energético. Un ahorro que, según los expertos, no alcanza
ni para el chocolate del loro. Dicen que la medida podía tener sentido hace
cuarenta años, que fue cuando se implantó, pero ahora la iluminación pública,
sustituida por luces led, no representa, ni mucho menos, un consumo importante
de energía. Además, las jornadas de trabajo han cambiado de forma
significativa y las rutinas de los ciudadanos tampoco coinciden con las de
1981, que fue cuando se empezó con la historia de adelantar o atrasar el reloj en
marzo y en octubre.
Pese a todo, insisten en qué es por
nuestro bien, pero la gente considera un incordio cambiar de hora dos veces al
año. El pasado septiembre, el CIS publicó una encuesta en la que el 64% de los
encuestados opinaba que se debía acabar con esta práctica este mismo año. Nadie
les hará caso porque la continuidad ha quedado garantizada, en principio hasta
2026, por una Orden Ministerial que apareció en el BOE la primavera pasada.
De momento, seguiremos como
estábamos. Así que seguirá habiendo gente cabreada por qué en verano sea de día
a las diez de la noche y gente deprimida porque en invierno oscurezca a las
cinco de la tarde. Que es lo que toca ahora. Dentro de una semana volveremos a
la oscuridad y la vida se hará más dura aunque haya quien asegure que a la
oscuridad podemos sacarle partido porque sirve para estimular nuestro desarrollo
personal y nuestra intimidad.
No digo que no. Es posible que la
oscuridad nos invite a la paz y la ternura y a reflexionar sobre aspectos
personales y emocionales de nuestra vida, pero también puede llevarnos a
pasarlo mal antes de tiempo y proyectar situaciones que tememos e imaginamos
peores de lo que finalmente serán. Es muy probable que nos volvamos, incluso,
más pesimistas. Y eso supone un peligro importante porque el pesimismo suele
traer consigo la resignación y la apatía que, a su vez, vienen acompañadas por
la frustración y la tristeza. Por esa sensación de que no podemos hacer nada y lo
único que nos queda es convertirnos en víctimas.
Un ejemplo de que ya estamos en
ello es que, en vez de rebelarnos y plantar cara, hemos pasado del miedo a la
factura de la luz al terror de que nos la racionen y también racionen gas. Lo
que tememos ahora es quedarnos a dos velas, que, además, de significar una
situación muy precaria frente a la oscuridad, también significa quedar sin
dinero y sin comprender nada de lo que sucede a nuestro alrededor.
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Milio Mariño