Hace cuatro años, los estadounidenses
estaban tan aburridos que no se les ocurrió otra cosa que gastarnos una broma y
votar a Donald Trump como presidente del gobierno. Lo que vino luego fue que enseguida
se dieron cuenta de que había sido una broma pesada que no solo no tenía
gracia, sino que les perjudicaba a ellos más que a nosotros. Y, entonces intentaron
disimular y hacerse los sorprendidos. En primer lugar los más altos cargos de
la Casa Blanca, que se explayaron a gusto y llegaron a calificar al personaje
elegido como “un jodido idiota”, “un pasmoso ignorante”, o “un cabeza de
chorlito al que no puedes dejar solo un minuto porque sus conocimientos del
mundo no superan los de un niño de 11 o 12 años”. Nunca ningún presidente de
Estados Unidos había recibido tantas críticas, ni tan unánimes, desde la Casa
Blanca. Fue como si confesaran que la broma se les había ido de las manos y el
personaje un patán descerebrado que no alcanzaba ni para presidir una comunidad
de vecinos.
Pero, el daño ya estaba hecho. Lo
que había empezado siendo una broma, se había convertido en un problema de
Estado. Un problema que exigía una solución inmediata, que no era fácil. Los
expertos se devanaban los sesos hasta que, al final, después de darle mil
vueltas, llegaron a la conclusión de que lo mejor era utilizar el humor como
arma. El humor es un arma muy poderosa, así que la primera medida fue impartir
la consigna de que a Trump había que tomarlo a risa. Reírse de todo lo que
hiciera y dijera porque, en la Casa Blanca, no le dejarían hacer barbaridades y,
además, solo estaría cuatro años en el cargo.
La consigna surtió efecto. El
personaje empezó a ser tratado, por la televisión y la prensa, como el
protagonista de una película cómica. Como una especie de Míster Bean,
inofensivo, que daba más risa que miedo. Hubo, incluso, quien acogió la
consigna con tanto entusiasmo que llegó a comparar a Trump con aquel emperador
romano llamado Calígula, quien, carente de remordimientos y de sentido del
ridículo, se creía por encima del bien y del mal y llegó a nombrar senador a su
caballo Incitatus.
El caso que, entre risas y
disparates, como aquel de beber lejía para combatir el covid-19, fue
transcurriendo el tiempo y, cuatro años después, hace solo unos días, todas las
encuestas decían que los estadounidenses habían aprendido la lección y se había
acabado la broma. Que no podía ser que volvieran a elegir a Donald Trump como
presidente del gobierno. Que, si sucediera algo así, sería que medio Estados
Unidos había enloquecido o perdido el juicio. Se daba por hecho que conservaría
el apoyo de sus más fieles seguidores, pero nadie contaba, ni por asomo, con que
pudiera haber gente que diera su voto a quien le humilla y le trata con desprecio.
Se equivocaron. Las elecciones
americanas volvieron a poner de manifiesto que la estupidez humana es
impredecible y no tiene límites. Lo lógico y lo sensato, hubiera sido que Trump
perdiera por una mayoría aplastante, pero ha perdido por la mínima. De todas
maneras, alguien tendrá que decírselo porque sigue con su delirio y no acepta
que se haya acabado la broma. Acepta que lo tomen a risa, pero quiere seguir en
el cargo.
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Milio Mariño