Mientras paseaba por el parque,
contemplando la desnudez de los árboles y las hojas secas que alfombraban el
suelo, recordé que hace apenas un año, el otoño pasado, vivíamos en una
sociedad donde la capacidad económica y el tiempo disponible eran la única
limitación para nuestros sueños. Cada cual tenía los suyos y aunque la
desigualdad social marcaba las diferencias, había confianza en que todo
marchaba bien y lo que iba mal se iría corrigiendo. La tecnología y el
desarrollo científico parecían no tener límites. Y como, además, los ricos volvían
a ganar mucho dinero, no era descabellado pensar que nosotros podríamos volver
a donde estábamos hace diez años. Era lo que nos habían prometido, que nuestro
sacrificio y las penurias que habíamos padecido durante la crisis del ladrillo servirían
para fortalecernos y que volviéramos a la felicidad del 2007, ahora en el 2020,
o en el 2021.
Seríamos unos ingenuos, pero era
lo que pensábamos hace apenas un año. Creíamos que alcanzaríamos la felicidad
de diez años atrás, porque era lo que nos habían prometido y un mensaje
repetido acaba convirtiéndose en la verdad, aunque la lógica diga lo contrario.
Ahora ya no pensamos así. Pensamos
en lo frágil que es el mundo, al menos para nosotros, y en el poco sentido que
tiene hacer planes sin contar con la salud. En solo unos meses hemos recuperado
reacciones tan humanas y prácticamente olvidadas como el miedo a la ruina y,
sobre todo, a la muerte. También nos hemos dado cuenta de que podemos vivir sin
salir todos los días de bares, aunque sea muy divertido.
Nos hemos dado cuenta de muchas
cosas y otras preferimos no pensar en ellas porque nos aterrorizan. Hace poco leí
una encuesta en la que el 58% de los españoles reconocía que su economía
doméstica se había deteriorado durante la crisis sanitaria y las expectativas
de futuro eran, todavía, peores. Algo que todos sabemos, y callamos, porque
somos conscientes de que realidad ha desbordado todas las previsiones. Las
estadísticas siguen empeorando y aunque la vacuna pueda estar disponible de
aquí a unos meses, todo apunta a que las cicatrices serán tan profundas que durarán
no se sabe el tiempo. Así que ya no pedimos volver al 2007, pedimos volver al
2019, aunque desde todos los ámbitos nos llegue la falsa promesa de que
saldremos más fuertes.
Más fuertes ni de broma. Quienes
tengan la fortuna de no contagiarse, o de padecer la enfermedad y superarla, se
enfrentarán a una crisis económica que los convertirá en enfermos crónicos. No
estarán curados, como dirán las estadísticas oficiales. Estarán vivos, eso sí,
pero el sufrimiento se habrá instalado en sus vidas y la vuelta a la normalidad
será la vuelta a una crisis aún peor que la pasada.
Los miles de millones, en
subvenciones, que aporta el Estado y la Comunidad Europea, significan que estamos
y estaremos en deuda. El dinero nos lo dan poniéndonos como aval de una fianza
que tendremos que ir pagando con más trabajo, más impuestos y nuevos recortes
sociales. Lo están vendiendo como si fuera gratis. Pero, de gratis nada, ya
verán cómo, de aquí a unos meses, nos exigen que volvamos a equilibrar las
cuentas. Y eso es costumbre que se haga como se hizo siempre: con la sangre, el
sudor y las lágrimas de los que menos tienen.
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Milio Mariño