A mí también me ha decepcionado la
nueva ley de enseñanza de la ministra Isabel Celaá. Pienso que ha sido otra oportunidad
perdida para acabar con los privilegios de la escuela concertada y suprimir las
subvenciones a los centros tutelados por la iglesia católica, que siguen y
seguirán gozando del mismo trato de favor que tenían cuando el franquismo.
La decepción ha sido todavía
mayor después de comprobar que España es el país de la Unión Europea con menos
porcentaje de alumnos en centros públicos. Aquí apenas llegamos al 67%,
mientras que la media en Europa es el 81% y hay países, como Francia, donde la escuela
pública, y laica, acoge al 85% del alumnado total.
Así las cosas, viendo como estamos
y como están en Europa, y que, a pesar de todo, hace un par de domingos salieron
en procesión un buen número de coches repletos de globos, lazos naranja y
monjitas gritando libertad, a mí también me entraron las ganas de salir a la
calle y contramanifestarme al grito de quiero una enseñanza pública para todos
que cumpla ciertas premisas fundamentales como la igualdad, el respeto mutuo y
la no discriminación por razón del poder adquisitivo o el estatus social. Una
escuela democrática, independiente del poder adquisitivo o el pedigrí de las
familias, en la que los niños y los jóvenes tengan derecho a formarse como
ciudadanos libres y acabar siendo lo que, realmente, quieran y no lo que les
impongan sus padres.
Pedir libertad, en la enseñanza, es
pedir eso y no lo que están pidiendo quienes tienen la desfachatez de gritar
libertad, al tiempo que ignoran, de forma interesada, qué en la escuela pública,
al contrario que en la privada, no se adoctrina. La escuela pública es un
espacio libre, sometido a la ley y sin privilegios, en el que los docentes imparten
los contenidos curriculares con verdadera libertad de cátedra. Cosa que no
ocurre en los centros privados o concertados, donde los profesores tienen que
someterse a los dictados ideológicos del dueño del centro, que es quien les
contrata y les paga, aunque sea con dinero público.
Por eso, nunca mejor dicho aquello
de que cae antes un mentiroso que un cojo. Quienes, ahora, gritan libertad y se
oponen a la nueva ley, no lo hacen porque les importe la calidad de la
enseñanza. Lo hacen por un interés que ocultan con mucho cinismo. Unos para
defender el negocio de la concertada y otros para no perder el privilegio de
mandar a sus hijos, por poco dinero, a escuelas que se diferencian de la
pública porque no tienen inmigrantes, ni pobres que no puedan pagar las cuotas
de actividades complementarias, ni niños que no superen los filtros que imponga
el centro.
La verdad es la verdad y lo demás
son milongas para quien quiera escucharlas. Resulta, cuando menos, curioso que
siempre que gobierna la izquierda, la derecha salga con el cuento de que la
escuela pública es una institución que adoctrina. No es casualidad, tampoco, que
traten de liarla confundiendo la libertad de todos, la ciudadana, con una
supuesta libertad que se sacan de la manga para defender que ciertos padres tengan
derecho a mandar a sus hijos a un colegio privado, subvencionado con dinero público.
Pueden estar tranquilos, por
desgracia, la Ley Celaá decepciona. Es otra oportunidad perdida que no
modifica, apenas, la enseñanza que tenemos.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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