Cada vez que leo alguna noticia
sobre el Brexit me acuerdo del genial escritor Julio Camba, quien decía que
mientras había vivido en Inglaterra nunca había tenido la sensación de vivir
entre personas mayores. Según él, Inglaterra es un pueblo de niños y los niños,
todos los niños, son terriblemente egoístas y amigos de hacer travesuras. Así definía
a los ingleses, decía que no querían hacerse adultos, que prolongaban su
infancia hasta la vejez.
El comentario del escritor
gallego es de principios del siglo pasado, pero no creo que pueda haber una
explicación mejor para definir el carácter de los ingleses y lo que ocurre con
el Brexit. Todo apunta a que son como niños y que el Brexit ha acabado por
convertirse en el cuento de Pedro y el lobo. Aquel cuento en el que un pastor se
había divertido tanto con la broma de que venía el lobo que cuando de verdad
vino, la gente no le hizo caso y el lobo se comió las ovejas. En esas estamos.
El lobo está relamiéndose mientras contempla el desconcierto del rebaño.
Nadie pone ya en duda que el Brexit, y sobre
todo un Brexit sin acuerdo, será una ruina para los ingleses. Hasta el propio
Gobierno británico acabó por reconocerlo en un informe que tuvo que publicar a
instancias del Parlamento, en vísperas de su clausura. La previsión del informe
es que habrá colas kilométricas en las carreteras de acceso a los puertos y el
túnel del canal de la Mancha, disminución de los alimentos frescos en los
supermercados y escasez de medicinas, sangre y plasma. Añadan precios más caros
de la gasolina y la comida, depreciación de la libra esterlina y subida de los
aranceles. Un cúmulo de consecuencias, todas negativas, que para la mayoría de los
ingleses serán problemillas menores comparados con la inyección de adrenalina patriótica
que supone que la gente del resto de Europa tenga que enseñar el pasaporte en
la frontera inglesa. Esa, al parecer, será la única satisfacción de su
espantada de la Unión Europea. La satisfacción de volver a una Inglaterra con
fronteras y soñar con su antigua grandeza.
Parece un anhelo infantil pero ya
habíamos dicho que los ingleses son como niños y a las pruebas me remito. Solo
hay que ver la Cámara de los Comunes, con sus anticuados procedimientos, los
exabruptos del teatrero y despeinado Boris Johnson y los bancos de cuero verde
escenario de acalorados discursos. También está el gato Larry, que vive en el
número 10 de Downing Street y tiene la consideración de funcionario público,
con un sueldo de 100 libras y el rango de “ratonero jefe" de la residencia
oficial del primer ministro. Y, todavía hay más. Inglaterra es un país donde
los jueces siguen usando peluca, los coches llevan el volante a la derecha y el
sistema métrico decimal no existe. Las distancias en carretera se cuentan por
millas y yardas, la gasolina en galones y la cerveza, la sidra y la leche en
pintas y medias pintas.
Viendo estos detalles no debería
extrañarnos que los ingleses quieran salir de Europa; siempre se han
considerado otra cosa. Y tal vez lo sean. Tal vez sean ese pueblo de niños que
decía Julio Camba. A lo mejor, la equivocación de la Unión Europea, y de todos
nosotros, es que nos empeñamos en tratarlos como si, realmente, fueran adultos.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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