Cada vez parece más evidente que
estamos en una sociedad idiotizada por la televisión y las redes sociales, en
la que todo está pensado para convencernos de que el mundo es como lo pintan y
nada ni nadie puede cambiarlo. Por eso se sigue apelando a que siempre hubo pobres
y ricos, ladrones, abusadores, asesinos, políticos corruptos... Toda una lista
de estereotipos que, a fuerza de repetirse, hace que acabemos creyendo que son
lo propio del sistema establecido y que la vida es así. Que lo único que sucede
es lo que nos cuenta la tele, nuestro móvil y lo que vemos por internet. Esa
parece ser la única realidad existente y con eso nos entretenemos sin
cuestionar nada ni mirar más allá. Nos enseñan la zanahoria y vamos tras ella
con los ojos cerrados.
La zanahoria, estos días pasados,
fue la alarma social que se creó en Barcelona por la proliferación de
carteristas y la ineficacia, más que de la policía, de una justicia que no consigue
meterlos en la cárcel y que pasen allí una buena temporada.
Sería lo lógico, pero no deja de
ser curioso que esa alarma y ese reproche a la justicia surjan por la
incidencia de los carteristas y no genere ninguna alarma que los miembros de una
familia, el clan Puyol-Ferrusola, sigan en libertad y disfrutando de la buena
vida, después de haber amasado una fortuna de 290 millones de euros, cifra que
no es definitiva pues cada día aparece más dinero, obtenido, presuntamente, de
comisiones ilegales, robos y saqueos.
Lo dijo, hace poco, en este
periódico, el catedrático de derecho penal Ignacio Berdugo. En España, un
carterista genera más alarma social e inseguridad ciudadana que un corrupto. Salta
a la vista. Solo hay que ver lo que ocurre en Madrid. En Madrid, Esperanza
Aguirre, Ignacio González y Cristina Cifuentes, tres expresidentes de la
Comunidad, y otras 72 personas, entre políticos y empresarios, están imputadas
por corrupción y no hay ni atisbo de alarma social. Menuda panda de carteristas,
dirán ustedes. Seguro que son bastantes más de los que puede haber en el Metro
o en La Gran Vía madrileña. Seguro que sí, pero, ya ven, de alarma social nada
de nada.
Tal vez influya que la Academia
de la Lengua define el oficio de carterista como “ladrón de carteras de
bolsillo”. Y el otro, el de corrupto, como una depravación moral que consiste
en aceptar sobornos y sacar provecho económico de forma ilegitima.
La diferencia es notable. Y, a lo
mejor, es por eso que los carteristas generan alarma social y los corruptos una
especie de resignación colectiva que sustituye la alarma por el desánimo. Por
la falta de coraje para luchar contra un robo que creemos inevitable. Actitud
que tal vez se entienda si tenemos en cuenta el estudio llevado a cabo por Paul
Piff y un grupo de investigadores del Departamento de Psicología de la
Universidad de California, quienes señalan que los pobres y las clases bajas
aceptan, casi con empatía, que los ricos y los de clase alta son más inmorales y
llevan en su naturaleza una mayor avaricia y una menor honradez.
Eso, seguramente, es lo que
explica que seamos más duros con los carteristas que con los corruptos. Unos,
al parecer, robarían por vicio y los otros porque lo llevan en la sangre y es
su forma de ser.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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