La mala fama del lobo viene de
largo. Hace siglos que se viene transmitiendo la idea de que el lobo es un
animal sediento de sangre que mata por matar y lo mismo devora abuelitas, que
ovejas, cabritillos o un registrador de la propiedad, si es que se pone a tiro.
Esa es la idea que nos inculcaron desde niños. El cuento que nos contaban, de
pequeños, siempre fue la versión de Caperucita, no sabemos cómo lo contaría el
lobo. Seguro que aportaría una versión distinta. Es posible que dijera que si
la niña de la caperuza roja hubiera ofrecido su cesta de la merienda para que él
pudiera saciar el hambre atroz que llevaba no habría sucedido lo que sucedió luego.
Sería una versión creíble y, de paso, no descarto que se despachara, a gusto, acusando
a Caperucita de ser muy hipócrita, pues el hecho de que lo confundiera, tan
fácilmente, con su abuelita demuestra lo poco que iba a visitarla.
Así que ya digo, nunca deberíamos
dar por válida una opinión atendiendo a una sola voz. En este caso, para ser
justos, conviene recordar que el lobo no ha matado, ni herido, ni siquiera
atacado a ninguna persona en España en décadas. Incluso me atrevería a decir que
ni en los últimos cien años.
Los problemas conviene
dimensionarlos en su justa medida y los que ocasiona el lobo se exageran
demasiado. No quiero decir con esto que no cause daños; los causa. De ahí que
sea necesario hacer un diagnóstico correcto de los mismos y buscar la mejor
forma de resarcirlos. Ese sería el camino, pero lo que ocurre es que cada vez
que se da un paso, en cuanto a la protección del lobo, se crea una polémica desmesurada.
Hace un par de semanas salió
adelante la propuesta ministerial de incluir al lobo en el Listado de Especies
Silvestres de Régimen de Protección Especial. Propuesta que aquí, en Asturias,
provoco un gran rechazo y que, por si alguien lo desconoce, es consecuencia de
un dictamen científico y no de una decisión arbitraria del Gobierno de Pedro
Sánchez.
Ahora mismo, la supervivencia del
lobo, a pesar de lo que dicen algunos, está en peligro. No obstante, parece que
interesa más que hablemos de los problemas que crea a los ganaderos que de
otras cosas. Mientras hablamos del lobo, nadie se refiere, por ejemplo, al
Tratado UE-Mercosur, cuyo impacto puede ser muy grave, o a las macro granjas
que se extienden cada vez más imponiendo un modelo que acaba con las pequeñas
ganaderías. También es grave el precio de los animales, muy afectados por la
importación desde otros países.
Lo
lógico y sensato sería que fuéramos capaces de proteger al lobo, como especie
emblemática, y, al mismo tiempo, proteger los intereses de los ganaderos.
Necesitamos que el lobo y la ganadería extensiva puedan convivir. Y eso pasa
porque las Comunidades Autónomas, que son quienes tienen la competencia, paguen
las indemnizaciones, por los daños del lobo, con menos trabas y mayor rapidez.
Al final ese sería el precio a pagar por mantener una especie que está en
peligro. Solo es cuestión de voluntad política, no hablamos de grandes
indemnizaciones, hablamos de cantidades pequeñas, de poco dinero.
El lobo tiene mala fama, pero la
solución no es matarlo, es procurar que siga viviendo y que no sea a costa de los
ganaderos.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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