La semana pasada se produjeron
tres incidentes: uno aquí, otro en el sur de España y el tercero en la capital,
que tienen un origen parecido y creo que merecen una reflexión. Lo de aquí fue
que varios vecinos del Parque de La Libertad, en Piedras Blancas, denunciaron
el trato injusto y abusivo por parte de un policía local que, según ellos,
actuó de manera violenta contra un joven de catorce años, de raza negra, que se
encontraba en el lugar donde había habido una pelea pero que no había
participado en la misma y estaba sentado, tranquilamente, en un banco. En la
otra punta de España, en Cádiz, un jugador del Valencia CF, Diakhaby, aseguró
que Cala, jugador del equipo contrario, le había llamado "negro de
mierda". Y, en Madrid, los dirigentes de Vox pidieron la deportación de
Serigne Mbayé, un hombre de raza negra que tiene la nacionalidad española y es portavoz
del Sindicato de Manteros y candidato por Unidas Podemos a las elecciones autonómicas.
Estos tres incidentes coinciden
en algo que algunos creíamos superado, pero que lejos de desaparecer se ha ido
fortaleciendo hasta el punto de que, casi, se ha convertido en una actitud
normal. Me refiero al racismo, una práctica que, salvo casos muy aislados, apenas
se daba en la sociedad española, pero que, ahora, está a la orden del día,
aunque nos duela y nos cueste reconocerlo.
El motivo por el que el racismo
está cada vez más presente es porque se dan todos los elementos para que el
caldo de cultivo sea perfecto. Por un lado, el delicado contexto económico, debido
a la crisis del coronavirus, ayuda mucho. Y, por otro, la irrupción de la
extrema derecha, en la escena política, ha supuesto que sus ideas y sus discursos
legitimen posturas de discriminación que antes estaban huérfanas y no eran
amparadas por ningún partido político.
Cualquiera, con un mínimo de
sentido común, sabe que la pobreza y la desigualdad que hay en España no es por
culpa de los emigrantes, pero la ultraderecha y la derecha más conservadora se
han abonado al discurso del odio y no dudan en recurrir a falacias como:
“reciben más ayudas que los españoles”; “nos quitan el trabajo”; “son unos
vagos y vienen por las subvenciones”; o el sempiterno “nosotros no somos
racistas, pero…”.
Ese pero que, intencionadamente,
dejan en el aire significa qué si son racistas e invitan a los demás a que
también lo sean. Cada vez hay más discursos políticos que vinculan ser de
cualquier otra raza distinta a la nuestra con ser delincuente. De esa manera,
con ese discurso, pretenden aprovechar el enfado de la gente y ganarse el apoyo
de la opinión pública. El mensaje es: no todos merecemos lo mismo. Hay personas
de primera y emigrantes y marginados que son gentuza.
Por lo visto en eso consiste lo
que, ahora, llaman la derecha “sin complejos”. Consiste en dejarse de
escrúpulos y culpar al más débil. Lo que
antes pensaban cuatro energúmenos y nadie se atrevía a decir en público ahora
lo dicen con orgullo. Presumen de valientes. Pero ser valiente no es cargar
contra los débiles, los emigrantes y las víctimas de la violencia de género, es
todo lo contrario. Es defender la solidaridad y la tolerancia y no fomentar el
odio que da pie para que ocurran incidentes como los que señalábamos al
principio.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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