lunes, 4 de mayo de 2020

Mi Gato

Milio Mariño

El anuncio de que, poco a poco, dejaremos de estar confinados y la circunstancia de que esté viviendo dos vidas, la que vivo encerrado y la que imagino en libertad, hicieron que me fijara, de una manera muy especial, en cómo vive mí gato. Un Shorthair de color humo al que llamo Pipo y del que disfruto a ratos. Solo cuando él quiere, claro, porque si no quiere ya puedo ponerme como me ponga que no me hace ni caso. Se defiende de que quiera domesticarlo y me mira con ese aire de superioridad con el que suelen mirar los gatos para advertirnos de que son ellos quienes eligen y no al revés.

Les hablo de mi gato porque, más o menos, a la semana de estar confinados, se subió encima de la mesa, se sentó junto al ordenador y me miró, fijo, a los ojos como quien dice: ¿A qué jode estar encerrado?

Estoy seguro de que eso fue lo que dijo y no crean que lo hizo a modo de pregunta sino con un tono de reproche que incluía echarme en cara que lo tuviera encerrado en casa y lo obligara a sobrevivir comportándose de un modo contrario al de su propia naturaleza.


Yo sabía, como sabemos todos, que los gatos son animales libres, pero no me había parado a pensar que los encerramos en nuestras casas y, para ellos, viene a ser como si los metiéramos en una celda y los condenáramos a cadena perpetua. Así que no tuve por menos que avergonzarme y reconocer, en voz baja, que no solo compartía aquel sentimiento de falta de libertad, sino que estaba aprendiendo a vivir encerrado gracias a él. Me tenía asombrado esa capacidad suya para seguir siendo, a la vez, salvaje y doméstico. También yo me sentía como un salvaje domesticado. De alguna manera, y por supuesto a la fuerza, vivía sin tener vida. Vivía como mi gato solo que él parecía, incluso, feliz.

Los primeros días de encierro los pasé convencido de que solo iba a ser un paréntesis, apenas nada, pero luego, cuando a lo de estar en casa, se sumaron las muertes y el anuncio de la crisis económica, ya me dio por pensar que la vida que llevábamos era absurda y estaba justificado que nos encerraran para evitar males mayores. El caso que, en casa, también hacíamos el ridículo. El desconcierto nos empujaba a realizar actividades sin sentido y ni aun así lográbamos entretenernos.  Fue entonces cuando empecé a fijarme en mi gato y me di cuenta de que a nuestra vida frenética los gatos responden con una tranquilidad asombrosa. Son expertos en administrar la rutina. Se organizan, mejor que nadie y alternan, en perfecta armonía, el ejercicio físico, el juego y las distracciones, con el descanso más placentero.

Esta experiencia, que viví con mi gato, no pienso olvidarla. Tendré muy presente que él seguirá encerrado, viendo el mundo desde la ventana, y a mí me darán rienda suelta para que pueda volver a la vida salvaje. Una vida que no sé si será igual que antes, pero doy por hecho que cuando la realidad me supere y necesite reflexionar recurriré a mi gato como quien recurre a un botiquín emocional. Estos días de encierro sirvieron para que estableciéramos una complicidad secreta, y muy particular, que será de mutua satisfacción cuando yo aprenda a ronronear como él.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

1 comentario:

Milio Mariño