El anuncio de que, poco a poco,
dejaremos de estar confinados y la circunstancia de que esté viviendo dos
vidas, la que vivo encerrado y la que imagino en libertad, hicieron que me
fijara, de una manera muy especial, en cómo vive mí gato. Un Shorthair de color
humo al que llamo Pipo y del que disfruto a ratos. Solo cuando él quiere,
claro, porque si no quiere ya puedo ponerme como me ponga que no me hace ni caso.
Se defiende de que quiera domesticarlo y me mira con ese aire de superioridad
con el que suelen mirar los gatos para advertirnos de que son ellos quienes
eligen y no al revés.
Les hablo de mi gato porque, más
o menos, a la semana de estar confinados, se subió encima de la mesa, se sentó
junto al ordenador y me miró, fijo, a los ojos como quien dice: ¿A qué jode
estar encerrado?
Estoy seguro de que eso fue lo
que dijo y no crean que lo hizo a modo de pregunta sino con un tono de reproche
que incluía echarme en cara que lo tuviera encerrado en casa y lo obligara a
sobrevivir comportándose de un modo contrario al de su propia naturaleza.
Yo sabía, como sabemos todos, que
los gatos son animales libres, pero no me había parado a pensar que los encerramos
en nuestras casas y, para ellos, viene a ser como si los metiéramos en una celda
y los condenáramos a cadena perpetua. Así que no tuve
por menos que avergonzarme y reconocer, en voz baja, que no solo compartía aquel
sentimiento de falta de libertad, sino que estaba aprendiendo a vivir encerrado
gracias a él. Me tenía asombrado esa capacidad suya para seguir siendo, a la
vez, salvaje y doméstico. También yo me sentía como un salvaje domesticado. De
alguna manera, y por supuesto a la fuerza, vivía sin tener vida. Vivía como
mi gato solo que él parecía, incluso, feliz.
Los primeros días de encierro los
pasé convencido de que solo iba a ser un paréntesis, apenas nada, pero luego,
cuando a lo de estar en casa, se sumaron las muertes y el anuncio de la crisis económica,
ya me dio por pensar que la vida que llevábamos era absurda y estaba justificado
que nos encerraran para evitar males mayores. El caso que, en casa, también hacíamos
el ridículo. El desconcierto nos empujaba a realizar actividades sin sentido y
ni aun así lográbamos entretenernos. Fue
entonces cuando empecé a fijarme en mi gato y me di cuenta de que a nuestra
vida frenética los gatos responden con una tranquilidad asombrosa. Son expertos
en administrar la rutina. Se organizan, mejor que nadie y alternan, en perfecta
armonía, el ejercicio físico, el juego y las distracciones, con el descanso más
placentero.
Esta experiencia, que viví con mi
gato, no pienso olvidarla. Tendré muy presente que él seguirá encerrado, viendo
el mundo desde la ventana, y a mí me darán rienda suelta para que pueda volver
a la vida salvaje. Una vida que no sé si será igual que antes, pero doy por
hecho que cuando la realidad me supere y necesite reflexionar recurriré a mi
gato como quien recurre a un botiquín emocional. Estos días de encierro sirvieron
para que estableciéramos una complicidad secreta, y muy particular, que será de
mutua satisfacción cuando yo aprenda a ronronear como él.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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