No sé si serán pocos o muchos los
que hayan llegado a una conclusión parecida, pero para algunos, entre los que
me incluyo, las guerras de pegar tiros se han acabado. Las guerras en el futuro,
o quien sabe si ahora mismo, se harán con virus y medios informáticos. Ya lo anticipó
Bill Gates cuando dijo: “Si algo ha de ser capaz de matar a más de 10 millones
de personas, probablemente será un virus muy infeccioso más que una guerra. No serán
misiles, sino microbios”.
En ello estamos. El Covid-19 no
solo nos ha metido el miedo en el cuerpo, sino que nos ha traído la inquietante
sensación de que se acabó una época y llega otra radicalmente distinta. Otra
que nos induce a pensar que aquello que se decía de la III Guerra Mundial, a lo
mejor, era esto: un enemigo invisible y global que, para combatirlo, exige invertir
en sanidad antes que gastar miles de millones en unas armas que, por muy
sofisticadas que sean, no tienen ninguna utilidad. Ya me dirán de qué puede
servirnos que, para combatir la invasión de un virus, echemos mano de La Legión
y la mandemos desplegarse, en ataque, con sus fusiles al hombro y la cabra abriendo
camino.
Visualizar esa imagen nos lleva a
pensar que estaríamos más cerca del siglo XIX que del XXI, de modo que tal vez
haya llegado el momento de abrir un debate sobre la utilidad de tener un
ejército. Un ejército de militares profesionales, que en realidad son soldados
a sueldo; mercenarios dispuestos a defender no ya su país sino a quien los
contrate y les pague por ello.
Con todo, tampoco somos la
excepción. Otros países, de nuestro entorno, tienen un ejército parecido, lo
único que el gasto de España, en defensa, es de los más comedidos. En 2018 fue
de 16.360 millones de euros, un 3,09% del gasto público. Una cifra que está por
debajo de lo que exige la OTAN. No obstante, tenemos 79.000 soldados y marineros
cuya misión, se supone, es defendernos y proteger nuestras fronteras de
cualquier ataque o invasión de nuestros vecinos. Es decir, de Francia, Portugal
y Marruecos, un escenario de confrontación que no existe, pero al que dedicamos
miles de millones, comprando armas que no vamos a usar y pagando a unos soldados
que solo nos parece que tengan utilidad cuando intervienen en una catástrofe:
en unas inundaciones, apagando incendios forestales o desinfectando las residencias
de ancianos.
Ahora mismo, esa es la realidad del
ejército. Por contra, lo que demanda el futuro no son soldados, sino más
sanitarios. Unas fuerzas armadas, de bata verde y fonendo al cuello, que sean
capaces de protegernos de nuevas y mortíferas enfermedades. Para esa guerra es
para la que deberíamos estar preparados y no para la otra. De modo que, antes
de almacenar balas que nunca usaremos y tanques que se oxidan de viejos, es
mejor que almacenemos material sanitario.
Hablo de la sanidad y el ejército
no por capricho, sino porque han sido las instituciones y los medios quienes se
han referido al Covid-19 llamándolo el enemigo y diciendo que estamos en
guerra. Pues bien, si como dicen, estamos en guerra, los militares deberían
hacerse a un lado y, en la Fiesta Nacional del próximo 12 de octubre, dejar que
desfilara el personal sanitario. Es el ejército que nos está salvando.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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