lunes, 17 de junio de 2013

La loción del tiempo

Milio Mariño

Con la edad, a medida que van pasando los años, la memoria nos trae recuerdos que habían sido olvidados y vuelven de forma imprevista. Sucede como cuando encontramos un libro y recordamos haberlo leído. Sabemos de qué va la historia pero no los detalles. Por eso no puedo evitar asombrarme cuándo, en nuestra presencia, hablan de un viejo suceso atribuyéndonos un detallado protagonismo que, intuyo, debe ser falso, pues además de salir bien parados, cuentan lo sucedido de forma que parecen acordarse de todo como si fuera ayer mismo.

Siempre que sucede algo así tengo la impresión de que, con sus halagos, están comprando mi silencio y haciéndome cómplice para acabar ensalzándose, que era lo que pretendían. Llevo mal que me den jabón a propósito de lo que pasó hace ya mucho tiempo. Creo que juegan con la ventaja de revelar unos detalles que no podemos distinguir si son reales o forman parte de un pasado que adaptamos, embellecemos y, si hay vacíos, cubrimos como mejor convenga.

Esto que digo volvió a sucederme una de estas tardes lluviosas de junio mientras un grupo de amigos charlábamos de lo difícil que lo tienen, ahora, los jóvenes para rebelarse y salir adelante. Alguien me atribuyó una heroicidad que no recordaba a propósito de un profesor, eficaz y duro, que nos atizaba sin contemplaciones cuando, según su criterio, derrochábamos el dinero de nuestros padres no haciéndole caso.

Recordaba aquel incidente pero los detalles los había olvidado. Tampoco, ni esforzándome, recordaba que el relator de la historia hubiera sido mí aliado y fuera capaz de jugarse el tipo delante del jefe de estudios.

Sucediera lo que sucediera, aquellos recuerdos sirvieron para que volviéramos al pasado y llegáramos a la conclusión de que sobrevivimos y estamos aquí de milagro. Lo que siguió fue darnos jabón unos a otros poniendo en común un pasado remoto que nos hizo perder, como aquel que dijo, “la loción del tiempo”.

Hablamos de que montábamos en bicicleta sin casco, que los columpios eran de hierro y con esquinas en pico. Qué jugábamos a lo burro y nos rompíamos los huesos como la cosa más natural del mundo. Salíamos de casa por la mañana, jugábamos todo el día, y sólo volvíamos cuando se encendían las luces. Nadie podía localizarnos. No había móviles. Cuando tocaba partido, si no te escogían para el equipo tenías que aprender, tú solo, a lidiar con la decepción. Comíamos dulces pero no éramos obesos. Había dos o tres que eran gordos y punto. Bebíamos agua del grifo o compartíamos algún refresco a morro y nunca nadie se contagió. Leíamos tebeos y cuentos, faltaba mucho para los videojuegos. Íbamos a cazar lagartijas y pájaros y manejábamos armas tan peligrosas como la escopeta de perdigón o el gomero. Nos tirábamos piedras y nos abríamos la cabeza, jugando a guerra, pero no pasaba nada, era cosa de niños. Nos curaban con un poco de mercromina y listo. Nadie culpaba nadie, sólo a nosotros mismos.

Después de un amplio relato de lo que hoy serían salvajadas alguien insistió en que habíamos sobrevivido. Sobrevivimos, dijo no sé quién, porque teníamos amigos, no como ahora que los padres presumen de ser los mejores amigos de sus hijos. Al final recordé que, en algún libro, había leído que la memoria es como ese perro estúpido al que le lanzas un palo y te trae cualquier cosa.

Milio Mariño / Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Milio Mariño