Milio Mariño
Bien mirado, contando con que la vida en la tierra se remonta a 4.600 millones de años, que acabe un año y comience otro no parece extraordinario ni, mucho menos, excepcional. Lo lógico es que suceda, y vuelva a suceder, así. Pero por alguna razón, de esas que nunca son simples ni fáciles de explicar, hemos llegado al consenso de que el cambio de año, además de merecer una cena por todo lo alto y una juerga hasta caer exhaustos, exige un balance de lo que hicimos y una planificación de nuestro futuro, en base a un catálogo de nuevos y buenos propósitos. Así es que empezamos el año con una tarea que cumplir, pensando que tenemos que abandonar ciertos vicios y, a la vez, convencidos de que para lo único que sirve hacer planes es para darnos cuenta de que siempre los incumplimos.
Viene a ser como un juego. Todos los años hacemos como que nos proponemos cambiar esto y lo otro pero, en el fondo, nadie cambia su forma de ser, la lleva hasta el final. Hasta el pozo. Y eso es lo que nos distingue; lo que nos hace únicos y lo que confirma, también, aquello que, en su día, dijo John Lennon. Que la vida es lo que nos va sucediendo mientras nos empeñamos en hacer otros planes. Si fuera así, y estoy convencido de que así es, nuestra vida no sería la suma de lo hemos sido sino de lo que hemos querido ser. La suma de nuestros deseos, que generalmente son muchos, y la evidencia de lo que somos, que suele ser mucho menos.
De todas maneras, los propósitos que coinciden con el cambio de año no persiguen, en general, reconducir nuestra vida para alcanzar un mejor destino. Suelen ser de índole menor. Lo que no quiere decir que se pongan a tiro ni sean tan fáciles como pensábamos. La mayoría se vuelven imposibles por lo que decíamos antes, por la simple y sencilla razón de que pretendemos modificar nuestros hábitos apoyándonos en el ingenuo convencimiento de que si los modificamos nos pareceremos más a lo que esperan y quieren de nosotros y eso nos hará sentirnos felices.
No es raro que lo que más deseamos esté al lado mismo y, sin embargo, no sepamos cómo acceder a ello. Con todo, cada vez hay más confusión entre lo posible, lo superfluo, lo imprescindible y lo necesario. Lejos de aclararnos, solemos entrar en el bucle y, movidos por la posibilidad de encontrar un acceso fácil, nos aprovechamos de las Navidades, que son como un tiempo irreal que no forma parte del ordinario del año.
En Navidades es cuando solemos hacer el paquete de nuevos propósitos. Un paquete que, luego nos damos cuenta, lleva sorpresa pues, junto con esos hábitos que pretendemos modificar, suele colarse la exigencia de un cambio de mentalidad. Y ahí sí que ya empezamos a liarnos porque se junta todo, Se junta la necesidad de hablar bien inglés, la prohibición de comer berzas con compango, la obligación de hacer ejercicio físico y un detalle con el que no contábamos. Que, para la buena marcha del negocio, debemos renunciar a unos principios y unos derechos que consideramos fundamentales.
La vida por años tiene estas cosas, nos hablan de un 2013 malo y prometen que el año siguiente será mejor. Es decir, como el que acaba ahora.
Milio Mariño/ Artículo
de Opinión/ Diario La Nueva España
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