No es por discutir, no es por nada, pero algunos pensamos que la cena de Nochebuena debe seguir celebrándose como manda la tradición: con el menú comestible de toda la vida y ese otro menú que incluye que cualquier familiar la lie parda y, antes de llegar al turrón, se monte una bronca que suele acabar de forma feliz, a los postres, con la familia ciega de sidra y el broncas contando chistes.
Dicen que, por desgracia, ocurre bastante. Es más, me consta que hay familias que para tener la noche en paz y no repetir experiencias así, han llegado a establecer una norma sobre lo que se puede discutir en Nochebuena y lo que no admite la más mínima discusión. Nada de política, nada de religión, nada de fútbol, nada de restregarse unos a otros lo bien o lo mal que les va en la vida, nada de hablar de lo listos y educados que son los niños… Total, que una cena deliciosa, en cuanto a los ingredientes comestibles, acaba siendo enormemente aburrida por la salsa de los monosílabos, las miradas de soslayo y los comentarios chorra que nos hacen parecer idiotas o, simplemente, ridículos. Un verdadero tostón que nos obliga a plantearnos si no será mejor prescindir de cualquier norma y dejar que la familia se diga todo lo que tenga que decirse para luego cerrar la disputa, si es que la hay, y acabar cantando hacia Belén va una burra, rin, rin, yo me remendaba yo me remendé.
Hablar en la mesa pienso que es tan importante, o más, que el menú. No niego que por la emotividad de las fiestas, o el ritmo que impone la vida, la sensibilidad esté tan a flor de piel que en seguida salte la chispa. Lo que hemos ido acumulando durante todo el año puede agolparse en nuestro cerebro y, ayudado por el alcohol, salir, de forma abrupta, sin reparar en modales ni sutilezas. Puede ser, no digo que no, que la cena de Nochebuena sirva, en algunos casos, como desahogo y elemento purificador.
Estoy de acuerdo, también, en que quizá no sea el mejor momento, pero conviene tener presente que hemos perdido mucho en todo lo que se refiere a nuestra empanada mental. Antes se compartía más, no se tenía tanto miedo a decir lo que pensamos, había más trato, más intercambio y más intimidad con la familia. Ahora es diferente. Ahora no tenemos tiempo para estar con los demás, ni casi con nosotros mismos. Estamos solos en medio de la multitud y cuando nos vemos rodeados de familiares o amigos nos damos cuenta de que hay cosas que necesitamos decir para liberarnos y quedar más a gusto.
Por eso pienso que no sirve de gran cosa imponer unas normas que nos lleven a cenar en torno a una mesa rodeada por rostros que renuncian a la normalidad, obligados por la cursilería de una paz artificiosa que acabará sacándonos de quicio cuando estemos, de nuevo, a solas. No creo que nos beneficie abordar la cena de Nochebuena como si nos enfrentáramos a un tribunal que solo exige elegancia formal. Al turrón tenemos que llegar contentos y satisfechos. Si hay algo que decir, se dice. Si hay algo que discutir, se discute. Lo importante es que todo discurra por cauces civilizados y que al final pasemos un rato agradable que merezca ser recordado.
Milio Mariño / Artículo de Opinión diario La Nueva España
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