Milio Mariño
Aprovechando que esta semana celebramos el aniversario de la Constitución, y tomándolo como una obligación constitucional, mi mujer acaba de trasladarme que, en los próximos días, abrirá un período de consultas para que podamos hacerle llegar nuestras sugerencias en todo lo concerniente a los regalos de Navidad.
En cuestiones de procedimiento, mi mujer es inflexible, sigue al pie de la letra la norma parlamentaria. Primero abre el período de consultas y luego regala lo que le viene en gana. Hace como el gobierno, toma las decisiones que quiere y si te atreves con alguna queja dice que la culpa es tuya, que tuviste tiempo de sobra para hacer tus propuestas y si no las hiciste fue porque es más cómodo criticar que implicarse.
El caso que ahí estamos, trabajando en comisión, los hijos y sus conyugues por un lado, mi cuñada y mi cuñado por otro, los sobrinos por libre y un servidor en el grupo mixto, un poco desamparado y sin esperanza de que nadie vaya a tener en cuenta lo que proponga o deje de proponer.
Imagino los comentarios, dirán que regalar está al alcance de cualquiera que disponga aunque solo sea de diez euros. No lo discuto pero lo cierto es que acaba convirtiéndose en una entelequia. Un reto cada vez más difícil, no sé yo si por las expectativas del regalador o las del regalado, que se reparten, según sea el caso, entre algo útil, algo bonito, algo difícil de encontrar, algo gracioso, algo barato...
Posibilidades hay muchas, es cierto, pero convendrán que no son lo mismo los regalos, digamos, vocacionales que los regalos sacrificio, ni tampoco los regalos útiles que los regalos chorra para cumplir el trámite y salir del paso.
Dicen que, últimamente, se ha impuesto la lógica del regalo útil, una lógica que ya se empleaba en tiempos preconstitucionales, pues por mucho que ahora nos hablen de precocidades, los niños dejábamos de ser niños a los trece o catorce años, momento en que los juguetes se transformaban en ropa que llegaba a lomos de un camello sin que nos explicáramos, aun sabiendo que los Reyes eran los padres, como podían atreverse mirarnos a la cara, esperando que respondiéramos con satisfacción y alegría al vernos delante de un pijama, dos pares de calcetines y tres calzoncillos.
Debió ser por aquella época cuando comenzó a modificarse el significado de regalar, una de esas definiciones que no ha resistido el paso del tiempo, pues si en 1803 la Real Academia afirmaba que era agasajar o contribuir a otro con alguna cosa, voluntariamente o por obligación, ahora dice que es dar una dádiva, voluntariamente o por costumbre. Definición que nos lleva a sospechar que los académicos han debido de ir cambiando de parecer a medida que fueron recibiendo regalos y les entró la duda de si lo que sus familiares y amigos les regalaban sería por caridad, por lástima, por cariño, o, porque como ya lo habían hecho durante tanto tiempo, a ver quién se atrevía a dejar de hacerlo.
Que el hecho de regalar pasara de ser agasajo a ser una dádiva, no parece estar en consonancia con la creencia de que el regalo es una manera egoísta de hacernos un homenaje a nosotros mismos. Teoría con la que tampoco estoy muy de acuerdo, pues, viendo los regalos que pienso hacer a los míos, sería una manera muy pobre de homenajearme a mí mismo.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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