Milio Mariño
Mientras desayunaba advertí que el otoño estaba derrumbando mis hojas. Fue una premonición porque, cuando salí a pasear, compré el periódico y leí que hacía treinta años que Felipe González había ganado las elecciones. No les digo lo que pensé porque la conclusión sugería el suicidio. Me salvó que detesto lo trágico, prefiero lo tierno, así que cogí una hoja seca del suelo, la junté con la hoja de periódico, fui a casa y las guardé entre las hojas de un libro que volví a poner en la estantería no recuerdo en qué sitio.
Allí quedaron, guardadas en aquel libro que no sabía si volvería a abrirlo, dos hojas que envejecen parecido, pues las de los árboles, y las de los periódicos, adquieren ese color amarillo que anuncia el final previsto. Son, como dice la bella canción francesa, Les feuilles mortes.
Las hojas muertas se juntan en montones, como los desperdicios / los recuerdos y los lamentos también.
Eso dice la canción. Estuve escuchándola un rato largo y reitero lo dicho: es preciosa pero un poco cruel. Las hojas acaban tiradas por el suelo y, aunque haya quien diga que crujen, la realidad es que se quejan cuando sin querer las pisamos. Yo les tengo mucho respeto, me duele pisarlas. Y me dolería la desnudez de los árboles si no fuera que estoy convencido de que sacrifican su esplendor para verse cuajados de nuevo, en cuanto pase el invierno.
Sería lo propio, pero como vivimos en un mundo desconocido y en un país arrasado por las calamidades, nadie está seguro de que, después del invierno, venga la primavera. Los fenómenos “para anormales” se están imponiendo a la realidad. Nadie sabe cuándo va acabar el frio. Los hay que insinúan que puede durar 24 meses, o incluso más. Dicen que solo queda esperar. Que el frío para la mayoría es lo único que garantiza el calor para los elegidos.
Tampoco es nuevo. Fue lo que dijeron los que hace treinta años perdieron y ahora han ganado. De todas maneras, antes y ahora, siempre hubo árboles de hoja perenne y de hoja caduca. La diferencia, entre unos y otros, es que nosotros aceptamos ir perdiendo nuestras hojas, y darlas por bien perdidas, en la confianza de que se imantarán y se irán acumulando hasta crear ese humus que sirve para fertilizar el mundo.
Así era hasta que la oscuridad, el miedo, la tristeza y todo lo que creíamos arrumbado ha vuelto. Han vuelto los leñadores cuando me he quedado casi sin hojas, solo con el calor de unas letras que mitigan este frio que noto cada vez más intenso.
Escribí, hasta aquí, mientras escuchaba la canción y, cuando acabó, recordé el libro donde había guardado la hoja de árbol y la de periódico. Era “Despistes y Franquezas” de Mario Benedetti. Y la casualidad, o los duendes, hizo que las hojas estuvieran guardadas en la página donde se relata que don Luciano tomó aliento para decir: “Como siempre, quiero ser franco con ustedes. En este país, y salvo excepciones, estamos en manos de oportunistas, frívolos, ineptos y venales”.
“A la mañana siguiente, lo despertaron a las ocho: Don Luciano, lamento molestarlo, pero, frente a la casa, hay como quinientas personas. ¿Ah, sí?, dijo el profesor, de buen ánimo. ¿Y qué quieren? Al parecer expresarle su saludo ¿Y quiénes son? No lo sé con certeza. Ellos dicen que son las excepciones”.
Milio Mariño/Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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