Milio Mariño
Hace un par de semanas que cuando me enfado con otra noticia sobre la corrupción, la crisis o esas medidas que adopta el gobierno para castigarnos por lo que hicieron los bancos, cojo el libro de David Foster Wallace, La broma infinita, lo abro y leo hasta que me canso.
El libro fue escrito a mediados de los años noventa y va para cuatro que Foster Wallace se suicidó, ahorcándose en su domicilio de California, pero cada día está más vigente aquella teoría suya de un vertedero inmenso, un fabuloso crisol de basuras y desechos a donde van a parar los engaños políticos, las estafas, la corrupción y hasta nosotros mismos, usted y yo, arrojados como residuos de algo que se ha vuelto inservible además de tóxico.
La broma infinita habla de eso y de muchas cosas, es un tocho de más de mil páginas, pero a mí me interesa lo del gran vertedero que todo lo engulle y en el que surgen las mutaciones que dan origen a lo nuevo.
Me interesa porque ahí estamos. Ya nadie espera nada de nosotros, así que nuestro destino es fundirnos con otros detritus para que surja un no se sabe, que será distinto y, quizá, aprovechable para la buena marcha del negocio. Eso piensan los que han decidido que ya no servimos, pero de esa mutación puede salir un monstruo.
Cuando en el vertedero se juntan tantas cosas, y fermentan, puede ocurrir de todo. El material genético del hombre y el de los animales, en el fondo, no es tan diferente, basta una pequeña variación en el ADN, un par de genes que caigan de un lado u otro, y ya tenemos lo que no esperábamos. Quién sabe si un cerdo, un lobo o una oveja salvaje con aspecto de obrero en paro.
Prepárense para un orden distinto, olvídense de lo que había, dicen los promotores de la broma, los amigos de las mutaciones extremas. La concavidad del déficit público se lo tragara todo. Vean lo que está sucediendo, la economía ha suplantado a la política, la religión e incluso al fútbol. Es imposible dar un paso sin que nos tropecemos con esa fuerza omnipresente que afecta a nuestro estado emocional y condiciona nuestras vidas. Nada nos une tanto como la economía. De modo que la broma va en serio.
Hace unos años, cuando descubrimos que vivir como vivíamos era, realmente, una broma, pensamos que todo se saldaría con un simple toque de atención para sacarnos de aquella falsa rutina y devolvernos al viejo camino. Entonces, se conoce que para no asustar, nos hablaban de la superación de los partidos tradicionales, el triunfo del entretenimiento, el trabajo desde el domicilio, la compra por internet, la vida sin apenas salir de casa, el voyeurismo, la depresión, la escalada de las adicciones… Nada que no pudiera corregirse desprendiéndonos de algunos vicios como quien llega a la conclusión de que es hora ya de dejar el tabaco.
En esas estábamos cuando llegó Rajoy y dijo que teníamos que elegir entre lo malo y lo peor. Es decir, entre aceptar el vertedero o que él mismo procediera a sacrificarnos, degollándonos como a pollos, para que el sacrificio, la carne y la sangre de los degollados, acompañada de las preceptivas plegarias, aplacara la ira de los dioses del dinero.
Parecía una broma pero, por lo visto, así es como está planteado.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ La Nueva España
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