Siempre creí que vivir -me refiero a vivir bien- consistía en hacer lo que a uno le diera la gana. Debía estar en lo cierto pues, con el paso de los años, fui dándome cuenta de que, queriendo o sin querer, me tocó hacer lo contrario. Así es que ahora, de jubilado, cultivo esa fantasía, tonta, de creer que hago lo que quiero. Por ahí va la cosa, de modo que dos veces al año, en primavera y a finales del verano, invento un paréntesis para ir de vacaciones y olvidarme del asunto principal y cotidiano. Es decir, nada de saber cómo va la crisis, ni qué puede depararme el futuro. Nada de televisión ni de periódicos, a disfrutar como un adolescente al que le importa un comino la política, los políticos y el déficit público.
Pues bien, estaba yo tan feliz, tomando una cerveza en una terraza de Cadaqués, cuando se sentaron a mi lado un par de parejas jóvenes, con apenas cuarenta años y muy buen aspecto. Quiero decir que, además de guapos, vestían ropa cara y se veía que no estaban en el paro ni vivían con un salario de esos que no llegan a mil euros. Traían la conversación iniciada y, una vez que estuvieron sentados, uno les dijo a los otros: Yo lo tengo muy claro, la consigna es aguantar como sea y los que vengan detrás que arreen.
Es posible que fueran imaginaciones mías pero, en una décima de segundo, se cruzaron nuestras miradas y creí advertir que miraba con desprecio. Intuyo que debió darse cuenta de que me había quedado con la frase y tal vez, de forma instintiva, había dibujado un gesto que sin decir nada lo decía todo. Algo así como: Vale chaval. Si, a tus años, eso es lo que piensas apañados vamos. ¿Quién vendrá después para arrear?
No sé por qué, tome su mirada como un reproche. Como si me hiciera responsable de la herencia recibida y dijera, resentido, por tú culpa estamos como estamos. Y encima, para más inri, te pagamos las vacaciones.
Me estuvo bien empleado. Si hay algo que me frustra y descorazona es el desmedido influjo que tienen el carácter y el estilo de la clase dominante, y los gobernantes, sobre el conjunto de la sociedad y de manera especial sobre la forma de pensar de los jóvenes. Uno no alcanza a explicarse cómo puede ser que no se revelen. Que no intenten luchar por un mundo y un futuro mejor que el de sus padres. Que acepten, sin más, la pérdida de derechos laborales y sociales que tanto costó conseguir. Y voy más allá, que digan, con desprecio, a mí me lo dais todo hecho y si no, no haberme traído al mundo.
Ahorrándome las excepciones, me parece que hay demasiados jóvenes que piensan así. Y encima no se tienen por egoístas ni sufren remordimientos, creen que se lo debemos. Por eso, oír que alguien, con apenas cuarenta años, entienda que ha salvado la circunstancia más difícil y lo que le queda es vivir lo mejor posible, desentendiéndose de los daños que las mismas circunstancias puedan tener para los demás, confirma un desapego social y un resentimiento que considero, más que injustificado, insultante. Pero es lo que hay. Y, a lo peor, hemos sido nosotros los que les hemos inculcado esa forma de pensar.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ La Nueva España
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